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Desde el puerto de Bueu, la Isla de Ons (la que da nombre al archipiélago) ya seduce sin despeinarse un pelo mostrando su silueta estilizada a lo lejos. Solo con mirarla dan ganas de conocerla a fondo y como decía Ernest Hemingway "es montando una bicicleta cuando conoces mejor los contornos de un país, ya que tienes que sudar las pendientes de las colinas y las bajadas de la costa", pues decidimos hacerle caso y alquilar unas para recorrer esta isla. Ilusión no falta, piernas… ya veremos.
En esta parte del parque nacional solo circulan algún tractor pequeño de los isleños y un coche de la Xunta de Galicia, allí uno se traslada normalmente a pie, y aún son pocos los que se animan en bicicleta. ¿El motivo? Estamos en Galicia y aquí hay cuestas. Primer aviso. Antes de empezar la aventura, alquilamos las bicicletas a través de Bicicleando, un servicio de alquiler de bicis en buena parte de Vigo y Pontevedra que es magnífico para viajeros. Alejandro Costa, uno de los tres socios, explica cómo funcionan: "Nosotros llevamos las bicis a dónde nos las piden y aunque recomendamos que se reserven con 24 horas de antelación (se puede hacer por la web o por teléfono) si alguien las solicita con menos tiempo y si tenemos disponible, intentamos dar el servicio", comenta mientras se ríe porque lo nuestro ha sido precipitado y ahí están nuestras mountain bikes en el puerto de Bueu antes de embarcar hacia Ons. Disponen de frenos de disco, kit de herramientas, cámara y, por supuesto, casco. Es importantísimo que las bicicletas estén en buen estado para evitar problemas posteriores y Bicicleando cumple de sobra.
Media hora después de salir de Bueu se alcanza el embarcadero de Ons. Allí mismo recibe a los visitantes la primera preciosidad isleña: la Playa das Dornas. Chiquitita, de aguas cristalinas verdes y azules, dependiendo del tramo, con una protección de árboles frondosos sobre su espalda. Sin haber bajado a tierra firme, el influjo seductor de Ons funciona y ya empieza a gustar.
Dos apuntes antes de encajarse el casco y echarse a rodar: agua en las mochilas y mucha protección solar, porque el viento camufla la sensación de calor, pero aunque no lo parezca, el sol quema. Y agua suficiente, porque hay zonas de la isla donde no se consigue. Playas salvajes, montes deshabitados... La magia de estos paraísos también tiene sus 'peros': no encontraréis agua más allá del núcleo habitado, pequeño pueblito con escasas casas y una iglesia, o en lo alto de la montaña, donde está el Camping de Ons.
Nosotros nos hospedamos allí porque, además de ser el primer camping-glamping autosostenible de Galicia, tiene unas vistas impresionantes. Desayunar viendo el mar desde lo alto de la isla no tiene precio. Bueno, sí lo tiene: hay que llegar con la bicicleta hasta allí y desde el embarcadero es un kilómetro de subida: primer desafío. En uno de los tres restaurantes que hay en el pueblo, 'Casa Acuña', se pueden pedir de forma gratuita carros para subir las mochilas, aunque con las bicicletas es poco práctico. Una vez rodando, parad las veces que haga falta para empapar las retinas de la postal que ofrece la ría en esta subida. Descubrir las formas increíbles que es capaz de adoptar nuestro planeta es, sin duda, el mejor antídoto contra el estrés de la vida cotidiana. Ons lo sabe y presume todo el tiempo de ello.
La isla tiene un desnivel importante y las cuestas no son aptas para principiantes. No vale pensar: "Me voy de vacaciones y aprovecho para recordar cómo era montar en bici de pequeño". Hay que tener cierta forma física y conocimientos sobre el uso de las mountain bikes: el manejo de los cambios será fundamental a la hora de avanzar por las subidas –y bajadas– empinadas y pedregosas.
Desde el alojamiento emprendemos el recorrido por la isla. Hay dos rutas claramente diferenciadas: norte y sur. Lo ideal sería hacerlas en un par de días para conocer cada rincón con tranquilidad. Pero si solo se dispone de un día, recomendamos hacer una por la mañana y otra por la tarde. Todas las rutas pasan por el pueblo, se puede comer ahí, reponer fuerzas en la playa un par de horas y seguir. Arrancamos con la ruta sur, que tiene poco más de seis kilómetros de ida y vuelta.
Primer parada: la Ensenada Canibeliña. Se trata de unos acantilados agujereados por las furnas, cuevas marinas, como corcheas en una partitura sin pentagramas. El objetivo cuando los ojos se cansen de comerse el paisaje es buscar con la mirada, por si hay suerte, al habitante de estas paredes foradas: el cormorán moñudo, que en este Parque Nacional tiene una de sus mayores colonias reproductoras. Las subidas y bajadas a continuación alejan apenas el camino de los acantilados y dejan ver praderas que parecen, y solo parecen, inmensas camas de musgo, esponjoso y mullido a los ojos, pero espinoso y punzante al tacto. Es la vegetación autóctona de la isla: tojo y brezo, básicamente. A estas alturas, el viajero sabe que la isla comienza a coquetear revelando sus lindezas, aún sonrojada, pero decidida.
La mayor furna de todo el Parque Nacional de las Islas Atlánticas, el Burato do Inferno (Agujero del Infierno), es el siguiente alto en el camino. Este enorme hueco abierto en las entrañas de Ons es la entrada al mundo de los muertos, según cuenta la leyenda, y que podría estar "justificada" por los ruidos que salían de su interior y la dificultad en ver su final. El mar chocando contra el acantilado, las rocas vibrantes, la sensación de estar en el fin del mundo esquiva esa conexión infernal. "¡Estoy aquí, miradme!", parece gritar más bien la propia isla desde sus entrañas. Aquí la vida fluye y Ons parece marcarse una danza seductora con sus observadores.
Cerca de aquí, el Mirador de Fedorentos espera impertérrito a las fuerzas dejadas en alguna cuesta. Si no se puede, pues hay que bajar y empujar la bicicleta. Hay tiempo (en las vacaciones siempre parece sobrar el tiempo), es absurdo luchar contra los elementos. Parar, respirar profundo, observar el entorno, contagiarse del embrujo isleño y, después, seguir tranquilamente. Desde el mirador, las Cíes se muestran a lo lejos; y más cerca, la Isla de Onza, la otra niña bonita del archipiélago, deshabitada e inaccesible, con una pequeña playa de arenas blancas que más bien parece un mordisco en la enorme roca verdosa casi redonda.
Aparece el primer bosque de Ons, casa de murciélagos y sombra para el camino. Empieza el descenso hacia el pueblo y se encuentran las primeras playas. En la de Canexol las rocas aparecen con la marea baja agazapadas como leonas, listas para saltar sobre las arenas blancas y formando pequeñas piscinas naturales en la misma orilla. En la playa de Cans, amplia y de aguas cristalinas en los lugares donde desaparecen las algas, hay un primer chiringuito, por si fuera necesario hacer una parada para reponer fuerzas después de un merecido chapuzón. Aunque el pueblo está a la vuelta, casi en la siguiente curva, relajarse es casi siempre una buena opción. Las playas son otros de los encantos revelados de Ons y en este punto uno cree estar ya completamente enamorado.
En el pequeño núcleo habitado, hay tres restaurantes. Los isleños vivían antaño de la pesca del pulpo y el congrio. Ahora, solo quedan tres habitantes durante todo el año en la isla, según afirman en el Centro de Visitantes, pero el pulpo sigue siendo la especialidad de la ínsula. En 'Casa Acuña', imprescindible una ración del molusco, aunque el precio es elevado en comparación con el resto de Galicia. En la playa de Dornas, esa que recibe al viajero en el embarcadero, la sombra de los árboles se convierte en el refugio perfecto para una siesta. Ons cuida del que la admira y sabe buscar; otro motivo para rendirse a sus encantos.
Llegada la tarde, la ruta norte, la más difícil, espera a los ciclistas. En este recorrido, se puede conocer también el Faro de Ons, aunque eso suponga subir al punto más alto de la isla merece la pena. Del pueblo a la Playa de Melide hay cuestas que se hacen duras, tanto de subida como de bajada. Resiste, un bosque de eucaliptos da la primera pista de la proximidad de la playa más bonita y solitaria de la isla. Antes de bajar al arenal, un cartel advierte de la fragilidad del ecosistema de las dunas, característico de esta playa, y donde alguien ha escrito a mano 'nudista', aunque también la visitan los que prefieren dejarse el bañador puesto. La isla se despereza en la playa de Melide y uno la mira atontado deseando que el momento se alargue durante toda la tarde.
De Melide al Faro de Ons es todo subida, pero cuando aparece sobre lo alto, rojo y blanco, a las piernas se les olvida el sobreesfuerzo. No se puede visitar porque este faro es uno de los pocos que aún mantiene el oficio de farero, es decir, hay personas de carne y hueso viviendo ahí para cuidar de la luz nocturna. Anacrónico y romántico, al mismo tiempo. Ahora, cansados, solo es pedalear cuesta abajo y dejarse llevar por el descubrimiento de que el enamoramiento por Ons se ha convertido, a estas alturas, en amor verdadero. Y, como suele ocurrir en estos casos, duradero.