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En la frontera entre Asturias y Galicia, en pocas horas el paisaje cambia por completo. La bajamar desnuda las entrañas de este fiordo mestizo situado entre los concejos de Castropol y Vegadeo, en Asturias, y Ribadeo, en Galicia. Por las praderas submarinas y lodazales se pasean espátulas, a la caza de sabrosos cangrejos y quisquillas. Masas arenosas emergen en medio de la ría como islotes conquistados por gaviotas mientras los ostreros voltean las parrillas donde cultivan las ostras más preciadas de Asturias.
Con la pleamar, la marea inunda los brazos de este estuario de 14 km2 protegido de las marejadas del Cantábrico desde la Isla Pancha y la Punta de la Cruz hasta el río Eo, 10 km más al sur. Los bosques de eucaliptos y calas pequeñas dibujan sus márgenes y desde los puertos de Ribadeo, Castropol, Figueras y Vegadeo parten traineras y barcos de vela latina a surcar sus aguas dulces y saladas. Así pasaba hace 200 años y así pasa ahora.
Hemos llegado a la ría del Eo o de Ribadeo, si no queremos entrar en conflicto entre asturianos y gallegos. Todo lo contrario: vamos en busca de lo mejor de ambos en una de esas pocas fronteras que no separan, sino que unen.
En el occidente asturiano, la salida 501 de la A-8 nos guía hacia la villa de Castropol, de 548 habitantes, capital del concejo. La nacional 640 bordea la ensenada de la Linera mientras nos va desvelando poco a poco el skyline marinero de este pueblo de casitas blancas encaramadas en lo alto de un promontorio que se adentra en la ría como un rompehielos rematado por la iglesia de Santiago Apóstol (siglo XVII). Ya hemos llegado. Antes de lanzarnos a la ría, subiremos hasta lo alto de esa atalaya para contemplar desde la Mirandilla lo que nos espera.
Frente a nosotros la ensenada de la Linera, donde se mantienen antiguas tradiciones marítimas como el cultivo de la ostra o la carpintería de ribera. Al lado, el puerto de Figueras y el de Ribadeo en frente, conectados desde 1987 por el puente astur-galaico de los Santos. Al sur, en el interior, las montañas suaves de la sierra de la Bobia se van zafando de las últimas nieves y al norte nuestra vista se pierde en el Cantábrico.
Caminamos por las calles silenciosas en invierno y animadas en verano del casco histórico de Castropol, declarado Bien de Interés Cultural por su colección de palacetes, capillas, casonas indianas y casitas de pescadores. En los mesones del puerto probamos las famosas ostras del Eo, las únicas autóctonas de Asturias, acompañadas por unos culines de sidra, mientras vemos los veleros cruzar el estuario. Desde el muelle de la Punta, avistamos la gran cantidad de especies de aves que se congregan cada invierno aquí, antes de regresar a sus territorios de cría en las tundras y taigas del norte de Europa.
"Este es un humedal de importancia internacional" nos cuenta Enrique Sampedro, experto en ornitología que vigila la rica fauna del entorno desde su telescopio. "Aquí podemos observar una gran población de aves migratorias: ánades (patos), limícolas, zarapitos, colimbos, espátulas…" entre las 49 variedades que se dejan ver por esta Zona de Especial Protección para las Aves que forma parte de la Reserva de la Biosfera Río Eo, Oscos y Tierras de Burón, declarada en 2007. Amigos de los pájaros, estáis de suerte.
La pleamar indica el momento para explorar la ría del Eo y su esencia astur-galaica, y los locales que la mejor forma de hacerlo es desde un barco de vela latina. Estos clásicos esquifes de madera de pino y castaño han sido el medio de transporte por excelencia en el lugar desde hace siglos, donde aún se celebran regatas cada verano entre los buques de Castropol y Ribadeo.
En el embarcadero de la Punta nos espera Toni, patrón del Garfio, un bote construido hace cincuenta años en esta misma ría por los carpinteros de ribera, de reluciente velamen blanco, cinco metros de eslora e incontables anécdotas náuticas de proa a popa.
"Sentaros en la banda de estribor para hacer contrapeso" nos dice Toni, "vamos con el viento en contra". Navegamos haciendo bordos (en zigzag) por las caprichosas corrientes del fiordo con la vela ceñida a tope para aprovechar el nordeste que nos viene de frente. Pronto llegamos a nuestro primer fondeadero: Figueras (670 habitantes).
Amarramos el Garfio en el pantalán donde descansan unas pocas embarcaciones deportivas. Al lado se encuentran los astilleros Gondán desde hace 94 años, el principal motor económico del concejo de Castropol y símbolo de una tradición armadora que empezaría en el siglo XVII. En Figueras pasearemos por el puerto para descubrir la Cofradía de Pescadores, el palacio de Trenor y el aroma a guiso marinero que se respira en los fogones de sus restaurantes.
Las empinadas callejuelas nos conducen hasta la zona más burguesa del pueblo, con edificios como la Torre del Reloj, el palacio de Pardo Donlebún o el Palacete Peñalba, ese hotel en el que nos alojaríamos si quisiéramos pasar la noche como un indiano. Los dos edificios que componen el alojamiento fueron construidos en 1912 por Ángel Arbex, discípulo de Gaudí.
Antes de zarpar en el Garfio disfrutamos de las vistas desde la ermita de San Román, que recibe al viajero nada más cruzar el puente de los Santos. Otro de esos lugares magnéticos que se quedan pegados en nuestro imaginario norteño.
Ahora el nordeste está de nuestra parte, tomamos rumbo sur. El viento despeja las nubes e impulsa al Garfio por la aleta de babor para navegar con velocidad por la línea que marca la frontera marítima entre Asturias y Galicia. Sin embargo, aquí cualquier límite natural o cultural parece una ilusión ya que la vida de los ribereños y sus vínculos con la ría son prácticamente similares.
El paisaje cambia su apariencia agreste desde los acantilados rocosos de la zona costera a las orillas sembradas de pinos y laureles del interior. A medida que nos acercamos a Vegadeo, bandadas de patos se refugian en las marismas de juncales y las garzas reales pescan salmones y truchas allá donde las aguas fluviales del Eo se mezclan con las del Cantábrico. Vegadeo (3.000 habitantes) es el que rompe con nuestros ideales marítimos asociados al resto de pueblos de la ría. Ganadero y comercial, ferial y estratégico.
Su ubicación lo convierte en el principal punto de encuentro entre las sierras del interior y los pueblos de ribera, además de parada ineludible en el Camino de Santiago del Norte. Los sábados puedes encontrar cualquier producto de la comarca en el mercado. En junio tiene lugar la afamada Feria de Muestras con todo tipo de eventos, tradiciones y artículos ligados al mundo rural.
Terminaremos nuestro crucero latino en el puerto de Ribadeo (10.000 habitantes), el primer gran fondeadero de la mariña lucense. Ribadeo es uno de esos pocos pueblos norteños que pueden presumir de ambiente enérgico perenne. Aquí es difícil equivocarse. Puedes pasar una entretenida jornada de compras de domingo –sí, de domingo–, tratar de encontrar el mejor local de tapeo de pulpo entre los restaurantes de la villa o hacer cualquiera de los recorridos que proponen desde la oficina de turismo, como la Ruta Urbana de los Indianos por los puntos de mayor interés del casco antiguo, también declarado Bien de Interés Cultural. Aquí se mezclan distintos trazos arquitectónicos, desde las típicas viviendas de marineros de la zona portuaria a la opulenta arquitectura que rodea la Plaza España.
El paseo marítimo conecta los muelles de Mirasol y de Porcillán, donde se fundó esta villa que siempre ha vivido del comercio portuario de la madera, el textil, la sal y el hierro. Sin olvidarnos, por supuesto, de su pedigrí pescador. La cantidad de veleros y yates amarrados en sus pantalones recuerdan a los de cualquier ciudad costera del Mediterráneo y la cantidad de buenos restaurantes que lo rodean recuerdan a los más sibaritas que aquí hay que volver. Sus cocinas conjugan como pocas los sabores tradicionales gallegos y asturianos y su emplazamiento a escasos metros del Cantábrico, hace su papel: aquí todo es fresco. En 'La Solana', nos decantamos por el arroz con bogavante (24 euros), sin duda una apuesta acertada en una extensa carta donde triunfan los mariscos y las carnes a la brasa.
Antes de que caiga el sol podemos tomar el ascensor panorámico que comunica el muelle con el casco histórico o caminar hasta el faro de la Isla Pancha, a dos kilómetros de Ribadeo, para despedirnos del Cantábrico a golpe de marejada y con el espíritu norteño renovado.