Establecimientos gastrónomicos más buscados
Lugares de interés más visitados
Lo sentimos, no hay resultados para tu búsqueda. ¡Prueba otra vez!
Añadir evento al calendario
Es buena idea comenzar a caminar temprano, cuando las temperaturas de las mañanas veraniegas del sur aún regalan una tregua. Pronto el calor comienza a apretar en estas tierras azotadas a menudo por los vientos de levante, donde no toda la oferta se basa en baños infinitos en aguas atlánticas y en jornadas de vuelta y vuelta bajo el sol. Aquí, en este rincón de la comarca de La Janda, la riqueza natural es de tal calibre que la idea de cambiar el bañador por las botas de trekking y lanzarse a descubrirla a pie es siempre éxito asegurado.
Y qué mejor que hacerlo adentrándonos en uno de los tesoros naturales de la zona: el Parque Natural La Breña y Marismas de Barbate, con sus 5.000 hectáreas de extensión, se encuentra atravesado por multitud de senderos por los que perderse con un claro objetivo: disfrutar de los paisajes y aires gaditanos que se respiran en este paraíso.
Quien sabe mucho de esto -de caminar, pero también de las razones que convierten este lugar en un espacio tan especial- es Carlos Milburn, pacense afincado en Vejer de la Frontera desde hace ya tres años. No duda el extremeño en asegurar, ante la pregunta de qué le trajo hasta aquí, que no lo pensó dos veces cuando tuvo que decidir dónde instalarse para dar un vuelco a su vida. “Nací en Badajoz, pero mi padre es inglés. Estudié Ciencias Ambientales en Extremadura y estuve trabajando en conservación un par de años en Canadá. Después, también como consultor medioambiental en Inglaterra y en España”, comenta el ambientólogo mientras damos los primeros pasos de nuestra ruta.
“En Vejer es donde mis padres vacacionaban desde que yo era pequeño, tenemos casa aquí, así que cuando tuve que decidir dónde aventurarme a montar mi propia empresa, no lo dudé: mi mujer, que es canadiense, y yo, nos vinimos para acá”, detalla.
Así fue como nació Explore la Tierra, proyecto moldeado desde el amor por el entorno y la pasión por compartir sus bondades con el que Carlos pone al servicio de aquellos turistas, ansiosos por conocer una cara diferente de la costa gaditana, rutas de senderismo y agroturismo por la provincia. Y es eso, exactamente, lo que estamos a punto de hacer con él.
“Esta ruta es la del Sendero de Mondragón”, comenta nuestro guía mientras avanzamos por un camino flanqueado por diversas especies de arbustos. Unas marcas pintadas de blanco en los árboles nos indican el camino. “Fue en 1989 cuando se constituyó La Breña como parque natural, pero poco a poco y a lo largo de los años se le fueron añadiendo más zonas, como la Ruta de las Quebradas en Vejer”, afirma.
Caminamos por un terreno que por momentos se vuelve más arenoso: nuestros pies se hunden y sentimos que hay que hacer mayor esfuerzo para avanzar. Entre sorbos al agua y paradas técnicas para inmortalizar la belleza de lo que nos rodea, Carlos suma a la experiencia pequeñas píldoras explicativas sobre los detalles de lo que encontramos en el camino. Conoce la zona como su propia palma de la mano, y eso se nota.
“El Parque Natural de La Breña, hasta finales del siglo XVIII, era una duna enorme. De hecho estaba considerada la segunda más grande del sudoeste de la Península Ibérica, no por extensión, sino por volumen”, nos cuenta. “Para secuestrar esa duna y que no avanzase hasta los núcleos poblacionales, se empezaron a plantar árboles de rápido crecimiento, como pinos, y así, de paso, se daba más servicio ecosistémico a las poblaciones locales con elementos como el piñón o la madera”, añade.
Porque resulta que Cádiz es una enorme productora de piñón, pero La Breña, en concreto, es la que más aporta de toda la provincia. Alzamos la vista y contemplamos algunas de esas piñas, que pronto darán su fruto, colgando de las ramas de los árboles. “En noviembre ya vienen las empresas a recogerlo, pero ha habido dos cosas que han ocasionado que la cantidad de piñones que se extraen se haya reducido. Una es el cambio climático y otra es la chinche americana”, comenta Carlos.
El trabajo de extracción se hace de manera manual, así se logra ofrecer más empleo en la zona: 200 personas se dedican a ello cada temporada. “De 100 kilos de piña que puedan recoger, 25 son piñones negros y, antiguamente, cuatro kilos eran de blanco. Hoy día serían alrededor de dos, o sea, el 50 %. Por eso mismo es tan caro”, sentencia.
La ruta avanza y las subidas y bajadas del terreno se presentan suaves, sin exigir demasiada preparación. Participamos de una de las tantas excursiones que Carlos confecciona a medida, uniendo y desuniendo caminos y senderos ya existentes, para amoldarse a las necesidades de quienes le acompañan. Sus clientes, muchos americanos, saben que están en manos de un guía experimentado. Un compañero de viaje que no duda en compartir sus conocimientos sobre la naturaleza.
“Este de aquí es el espino negro, que es tóxico”, comenta mientras se acerca a una de las plantas que crecen junto al camino. “Sin embargo, sus bayas se utilizan para el lavado de ojos. También se utiliza para cestería porque es muy flexible, igual que el palmito, que es este de aquí y que, por cierto, es una planta bioindicadora: nos informa de que estamos en un lugar de clima templado como Sevilla, Huelva o Cádiz”, añade.
De repente, en la lejanía, se intuyen las marismas de Barbate, otro de los cinco ecosistemas -junto al pinar, el sistema dunar, la zona costera y los acantilados- que contiene el parque natural. Una estampa fascinante que sobrecoge tanto o más que la que se contempla un poco más adelante. Allí, en medio del manto de brotes verdes que corona los alcornoques de la zona -no en vano el corcho es otro de los productos que ofrece este parque natural-, luce imponente el blanco caserío de Vejer de la Frontera. No es de extrañar que todos queden prendados de este paisaje espectacular.
El cuerpo nos va pidiendo un descanso justo cuando atisbamos la silueta del hotel ‘El Palomar de la Breña’ (Pago de La porquera. San Ambrosio, Barbate, Cádiz), anclado en pleno parque. Un edificio encalado del siglo XVIII cuya espadaña nos recibe envuelta en una colorida buganvilla, que luce en todo su esplendor. En su interior, 15 habitaciones, un restaurante, una piscina y una historia: la del fascinante palomar que aún conserva y que es posible visitar, se sea huésped o no.
“Tiene unos 7.700 nidos y, conociendo este dato, sacamos varias conclusiones”, nos comenta Eric Kempf, francés afincado en la zona desde 1986 y uno de los propietarios del hotel. “Un palomar se ocupa, más o menos, en dos tercios de su capacidad, entonces habría alrededor de cinco mil nidos, y eso son 10.000 palomas adultas cuando se llena entero. Con las crías, llegaría a la cifra de 15.000 palomas”, comenta. Con esos números, nos cuenta, probablemente se trataría de una granja industrial donde se criaban pájaros con varios propósitos, como aprovechar la palomina para abono o utilizar el salitre en la fabricación de pólvora. También para aprovechar la carne de sus pichones como alimento.
“Hay un documento que habla de que el propietario, en el pasado, era un tal Salazar de Ocio, un señor de San Fernando que también era el jefe de la aduana. Obviamente, él estaba al tanto de todos los negocios que se podían hacer con los barcos y la flota de Indias”, nos desvela Eric. “Intuimos, por eso, que este palomar se puso aquí en el siglo XVIII, cuando la Casa de Contratación estaba en Cádiz y salía de allí toda la flota hacia América. Había que asegurar el abastecimiento de carne fresca sin tener frigoríficos, por eso embarcaban animales vivos, a los que les daban de comer durante el viaje. La paloma era muy práctica porque iba en porciones pequeñas a la olla”, sentencia.
Nos apuramos a participar de un auténtico viaje en el tiempo: nos adentramos en el escenario protagonista. Una puerta junto a la cafetería conduce hasta un espacio abierto repleto de altísimas paredes dispuestas en hileras, todas ellas repletas de huecos en los que las palomas harían sus nidos. De hecho, muchas de ellas aún aprovechan para este mismo propósito. Mientras avanzamos entre pasillos, algunas sorprenden echando a volar. Un lugar de lo más singular, casi surrealista, que atrapa por lo que es y por lo que fue; asegura Eric que se trata de uno de los palomares más grandes de Europa.
Respuestas fuerzas, el camino continúa y lo hace hacia su tramo final. Enfilamos el camino hacia el Área Recreativa de Majales del Sol, desde donde nuestros pasos avanzan, subiendo poco a poco en altura, hasta lo más alto de la duna original, a 160 metros sobre el nivel del mar. En el trayecto, más información sobre todo aquello que nos rodea. “Si habéis escuchado alguna vez hablar de la zarzaparrilla, aquí la tenéis: la gente mayor, sobre todo, se acuerda de que la bebía de pequeño, era como el refresco de entonces. Hoy día las farmacias más naturales utilizan su raíz como diurético y es fácil de identificar porque tiene hoja de corazón, pero con pinchos”, apunta.
De repente, aparece ante nosotros la emblemática Torre de Meca, levantada en el siglo XIX como torre vigía y señal de que estamos a punto de alcanzar el fin de la ruta. Unos pasos más adelante, el premio: un mirador desde donde contemplar una de las vistas más bellas de la zona. Frente a nosotros, el mítico Faro de Trafalgar y las playas de Caños de Meca.
“El Cabo de Trafalgar está conectado a la tierra desde hace 6.000 años, pero antiguamente era una pequeña isla que estaba separada. Hace poco se descubrieron restos arqueológicos nuevos allí mismo, que parece que corresponden a una de las villas romanas más grandes de Andalucía”, desvela Carlos apuntando con el dedo al horizonte. Y continúa: “A la derecha del faro, aquella torre medio destruida es la Torre de Trafalgar. A lo largo del siglo XVI Carlos I y Felipe II empezaron a poner más esfuerzo en proteger las costas de los piratas bereberes y turcos”. Torres desde las que, cuando el peligro acechaba, alertaban a la población mediante señales de humo o fuego, según si era de día o de noche.
Y de esta manera, con la mirada puesta en el infinito y la costa gaditana en todo su esplendor a nuestros pies, llega el momento de despedirnos de la ruta. ¿Para poner la guinda al pastel? Quizás un baño refrescante en las azules aguas del Atlántico o un tentempié en cualquiera de sus chiringuitos. Aunque esa experiencia, eso sí, nos daría para otro reportaje más.