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Llegando al municipio desde Piedras Albas, la mezcla de las diferentes tonalidades ocre de la tierra –los colores favoritos del verano– casa con el verde perenne de las encinas ignorando cómo sorprende la extravagante combinación al que lo observa. Cuando uno comienza a acostumbrarse a la visión, aparece tras una curva el magnífico puente romano, que con sobrados motivos fue declarado el Mejor Rincón 2014. Justo en este punto se sabe que estás entrando en Alcántara y, además, por su puerta grande.
El pueblo le debe el nombre al puente, finalizado en el siglo II d. C. durante el mandato del emperador Trajano, que proviene de la época árabe: al-Qantarat (el puente). Pero también debe su fama a que muchos lo han descrito como la obra más perfecta que construyeron los romanos. Y si no lo es, cerca anda. Tiene unas dimensiones de 194 metros de longitud, 8 de ancho y 71 metros de altura, incluido el arco. Con razón, los propios romanos dejaron una inscripción en la que reza que este puente está "destinado a durar por los siglos del mundo". De momento, y a la espera de que se declare Patrimonio de la Humanidad (aún sigue sin decidirse la Unesco), sigue siendo tan útil como cuando se construyó y el tráfico rodado atraviesa gracias a él esta parte del Tajo.
Mucho del encanto y de la historia que se respira en este municipio se debe precisamente a ese río –aquí se encuentra el Parque Natural Tajo Internacional– que, tras atravesar buena parte de la Península Ibérica, llega aquí y dice adiós a España, entra en Portugal y continúa su recorrido por el país vecino para morir finalmente en Lisboa. Sus aguas sirvieron para que se construyera muy cerca del famoso puente la presa de José María de Oriol, que con su inmensidad gris devuelve al viajero a este siglo de un plumazo.
Y eso que regresar a esta época en Alcántara resulta casi imposible. Tuvo asentamientos prehistóricos (buena prueba de ello son un menhir y medio centenar de dólmenes), pasaron por ella los romanos, los visigodos y los musulmanes. Sin embargo, fue con la llegada de la Orden Militar de Alcántara –compuesta por freires, mitad monjes mitad soldados– tras la reconquista cuando el pueblo adquirió la grandeza que nos ha llegado hasta estos días gracias a sus construcciones magníficas. Guardianes de la frontera con Portugal y protectores de los cristianos, la impronta de la Orden se percibe en cada rincón de la región.
Precisamente, uno de los lugares más emblemáticos del pueblo –y que se divisa desde cualquier punto– está mucho más que unido a su presente actual: el Conventual de San Benito. En esta impresionante obra arquitectónica, construida en el siglo XVI para ser la sede de la Orden, se celebra desde hace 33 años el Festival de Teatro Clásico de Alcántara. Un evento cultural que pese a su corta duración –este año fueron siete días– es conocido a nivel nacional. Esta edición arrancó el día 2 de agosto con un clásico, Hamlet, siguió con Don Juan Tenorio y acabó con El Hernando de Sancho y Cervantina, de Ron Lala.
La idiosincrasia de los alcantarinos es difícil de captar a primera vista: de entrada parecen cortantes, pero uno descubre después que la mayoría de las veces es timidez ante el forastero. Se respira esa peculiaridad desde el minuto cero. Cuenta Montaña Granados, directora del Festival de Teatro, que después de la rehabilitación del Conventual la gente lo tuvo claro: "Mientras otros pueblos pedían verbena y vaquilla, este pedía teatro clásico". Y así arrancó el evento que no solo moviliza al municipio, sino a personas de toda la provincia. "Hay pueblos que llevan 30 años viniendo al festival" a través de asociaciones o grupos, asegura Granados.
Todo en este pueblo gira de alguna manera alrededor del teatro. Ana Salgado, guía de la Oficina de Turismo y alcantarina resume este hecho –insólito en un lugar de 1.500 habitantes– de esta manera: "El amor por la cultura lo llevamos en vena. Alcántara no es un pueblo normal y corriente como otros. Aquí estuvo Marcelo de Nebrija, hijo de Antonio de Nebrija; San Pedro de Alcántara, con todo lo que hizo y amigo de Santa Teresa de Jesús… Nos viene de antiguo. Toda Alcántara ha participado en el teatro, si no es de una manera es de otra".
El marco para las representaciones es, sin duda, muy especial. "Cualquier obra de teatro clásico, aquí queda estupendamente", dice la directora señalando el auditorio que se construyó donde la Orden tenía la huerta. La iglesia del Conventual, que quedó inconclusa, es el segundo escenario del festival y otra prueba viviente del poderío de la Orden de Alcántara junto al claustro del convento, que uno está obligado a visitar, (se puede entrar de forma gratuita y con un guía diferentes horas al día, solo se exige puntualidad).
Si de nuevo hay que destacar algo en este pueblo cacereño es su gastronomía. "La calidad de la cocina del Convento de Alcántara la encontramos ya documentada en el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita", explican los alcantarinos. Los peces del Tajo, la caza y los dulces han provocado reacciones como la de Manuel Vázquez Montalbán que escribió en su libro Tiempo para la Mesa: "Merece un respeto y un minuto de silencio el faisán o la perdiz al modo de Alcántara".
Que su fama gastronómica viene de largo lo atestigua el mayor expolio que sufrió el pueblo en 1807 cuando los franceses saquearon la biblioteca del Convento de San Benito y se llevaron el recetario de los freires, que luego se publicó en Francia. Pero eso es otra historia. Actualmente, el pueblo celebra varias fiestas para conmemorar sus productos: "La mormentera es un dulce con forma de media luna de procedencia árabe hecho con un relleno de miel y almendra. Se fue enriqueciendo con la cultura judía y cristiana y es un dulce exquisito. Celebramos una fiesta en torno a este dulce y damos a degustar la mormentera en el puente", cuenta Salgado. Pero también se celebra la fiesta de los caracoles (en octubre) y el día de la matanza (último sábado de febrero), "que viene gente de todas partes" para comer sus delicias hasta hartarse.
Siguiendo el recorrido por la villa, el visitante se encuentra con Plaza España, uno de los grandes orgullos de los lugareños. Sus dos iglesias, donde una enorme escultura de San Pedro de Alcántara se interpone entre ambas edificaciones, atrapan al viajero, cada una con su estilo y su saber estar a lo largo del tiempo. Una fue levantada sobre lo que fue la casa del santo y patrón del pueblo: San Pedro. Y la otra, Santa María de Almocóvar, del siglo XIII, está considerada una de las joyas del románico extremeño. Si desea visitarlas, tiene que aprovechar el culto religioso, que en la de San Pedro se celebra el sábado por la tarde y en la de Santa María, los domingos por la mañana.
Las calles empinadas y estrechas de Alcántara mantienen los matices anaranjados de la tierra durante las noches con una escasa iluminación que añade encanto a la historia de cada una de ellas. Solitarias en el casco antiguo (la emigración ha convertido esta parte en la más deshabitada), son perfectas para recorrerlas a la caída del sol cuando las altas temperaturas ya no amenazan con derretir a nadie. Y, de paso, adentrarse en el barrio judío o pasar delante de la fachada de sus casas señoriales para descubrir a escasos grupos de alcantarinos sentados aquí y allá en plazas o a la entrada de sus casas tomando el fresco. Si uno se permite imitar durante un rato a los lugareños aparecen sutilezas que de otro modo pasarían desapercibidas, como las bandadas de pájaros que descansan ocultas y silenciosas sobre los cables de la luz o rincones escondidos que necesitan ser buscados.
Este es un pueblo que no se cansa de sorprender y en cada esquina parece que se esforzara por regalar al que lo recorre un arco de entrada a la villa amurallada –el Arco de la Concepción–, la fachada de una ermita, que hoy se usa como garaje –Ermita de Nuestra Señora de la Encarnación– o una plaza con reminiscencias caribeñas –la Plaza de la Corredera–, adornada con palmeras, que se yerguen desubicadas ante fachadas en ruinas que hablan de siglos pasados. Visitar Alcántara es, sin duda, una experiencia para reencontrarse con la historia de España.