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Carmona es la ciudad imponente que esconde tras sus recios muros un laberinto de callejuelas frágiles y cálidas. Entre el serpenteo de su pasado árabe y cristiano se adivinan sus trazos recios de urbe romana, los patios de naranjos y fuentes se hermanan con los retablos dorados y la piedra. Carmona, que tuvo sus primeros habitantes hace 5.000 años, es el escenario de ensueño que ningún escritor podría haber inventado.
La ciudad se despereza con los tímidos rayos de sol del otoño y el magnífico conjunto del Alcázar de la Puerta de Sevilla comienza a despertar. Por fuera parece una robusta fortaleza medieval, pero en el interior su memoria es mucho más profunda. Discretos, en el inicio del ascenso al alcázar infranqueable, se acumulan unos restos arqueológicos que nos hablan de un pasado remoto, de aquella Carmona del siglo VIII a. C. cuando llegaron los fenicios. Sobre esa antigüedad se levantan las edades del alcázar. "La primera torre es de construcción cartaginesa, y sobre esa base hay restos romanos, árabes y cristianos. El Alcázar de la Puerta de Sevilla tiene una función defensiva y de paso, tiene función de residencia", cuenta una de las guías del monumento.
Conforme se va ascendiendo por el conjunto defensivo, se puede ir reconociendo la superposición de las distintas construcciones desde esa época cartaginesa. La altura del alcázar es impresionante, lo que sumado a la elevación de terreno sobre el que se levanta la ciudad, constituye un mirador excepcional. "Desde aquí y solo girando la cabeza podemos ver los paisajes de la Vega de Carmona, el alcor donde se levantan los pueblos de la campiña y la Sierra Norte de Sevilla", nos cuentan.
Al pasar sobre la Puerta de Sevilla, vemos su complejidad como obra defensiva que, según nos explican, "en este punto de acceso a la ciudad tiene un sistema de doble arco con un espacio de intervalo, que es una especie de trampa para los que quisieran adentrarse en la ciudad". Y no era una tarea nada fácil. Lo comprobó el propio Julio César, que decía que Carmo –el nombre romano de Carmona– era "la plaza más fuerte de la Bética".
Al terminar el primer tramo de escaleras, se encuentra una puerta romana desvelada que nos introduce en un patio en torno al cual se estructura la fortaleza y sus torres. La forma rectangular que hay en medio de este espacio abierto es la planta de un templo romano, del que quedan algunos restos, y en cuyo perímetro encontramos colocados varios proyectiles de catapulta. Bajo cada uno de esos proyectiles hay una abertura por la que se filtraba el agua de lluvia que se recogía en un aljibe de siete metros de altura construido por los árabes. "En la época romana desde aquí se exportaba aceite y cereal, y se acuñaba moneda. Luego Carmona fue Reino de Taifa con los árabes", explica la guía.
En la época cristiana, fue Pedro I (apodado El Cruel) el que hizo cambios en este alcázar, en un tiempo en el que había otros dos en la ciudad, el del propio rey y el de la reina –el primero es hoy el Parador de Turismo, un palacio fortificado en el que tomar un café o dormir una noche–. Fue este rey el que hizo las estancias del Alcázar de la Puerta de Sevilla que hoy se encuentran entre las torres. Pero antes, otro monarca había dejado su impronta en la ciudad: Fernando III, que se la arrebató a los árabes y la conquistó para los cristianos. "Fernando III nos dio el lema de la ciudad, que aparece en su escudo, presidido por un lucero. Alrededor de él se puede leer: 'Como el lucero brilla en la aurora, así Carmona en Vandalia'”, explica la guía en una sala en la que se expone la historia y evolución del conjunto fortificado a lo largo de los siglos.
La última parada de este monumento es la parte superior de una de las torres, desde la que se divisa una panorámica de la ciudad espectacular. Allí, nos explican la estructura de la ciudad: "En época romana la ciudad tenía cuatro puertas, en los extremos del cardo máximo (norte-sur) y el decumano (este-oeste). Nos quedan las dos de los extremos del cardo, pero los lugares en los que se encontraban estos accesos siguen siendo las entradas a la ciudad".
Una vez abandonada la fortaleza, seguimos por la otra cara de la ciudad: la de las calles serpenteantes. Entre paredes encaladas, aparecen de vez en cuando portadas monumentales de antiguas casas palacio de estilo mudéjar o con balcones barrocos. A un lado, un callejón estrecho con arcos de ladrillo sirve de atajo a los ciudadanos, al otro, en la plaza porticada del mercado de la ciudad, las esteras de esparto a medio recoger dan sombra a los puestos, mientras los primeros ya disfrutan del aperitivo al sol, perfumados por el olor del especiado aliño de las aceitunas.
Más allá del ayuntamiento de la ciudad, en cuyo patio central se exhibe el espectacular Mosaico de Medusa, y de las fachadas regionalistas de ladrillo y azulejo de la plaza de San Fernando, se encuentra el gran templo de la ciudad: la Iglesia Prioral de Santa María. Como muchos otros templos andaluces, se asienta sobre la mezquita mayor de la ciudad musulmana, de la que conserva un fresco en el patio de los naranjos. "Entre las joyas más antiguas que podemos encontrar, por ejemplo, se encuentra una columna de época visigoda en la que está grabado el calendario litúrgico", nos cuentan en el patio. Al entrar en la iglesia, nos recibe una imponente construcción tardogótica que comenzó a levantarse en el siglo XV.
Con la luz del mediodía, sobre los retablos y los pilares se derrama un abanico de luces rosas y violetas que proceden de las vidrieras. A la espalda, un espectacular coro en maderas nobles tras una compleja rejería, y en el frente, un retablo dorado de cinco pisos preside la iglesia que podríamos calificar de "Catedral de Carmona". Impresiona la bóveda estrellada del cimborrio, y nos cuentan que en la estética imponente de este templo desempeñó un papel importante Diego de Riaño, que fue maestro mayor de la Catedral de Sevilla, proyectó el ayuntamiento plateresco de la capital hispalense e intervino en la Colegiata de Osuna.
Bordeando el templo, se encuentra la majestuosa portada de la Casa del Marqués de las Torres, cuya historia se pierde en el siglo XVI y se reformó profundamente en el XVIII. En torno a su patio andaluz refrescado por el antiguo pozo se estructuran las salas del Museo de la Ciudad de Carmona. "El sitio de Carmona se encuentra ocupado sin interrupción desde hace unos 5.000 años, por su situación en una meseta elevada que permite el control visual del territorio y facilita su defensa", explica su director, Ricardo Lineros, mientras avanza entre mosaicos y vitrinas con objetos de las edades del Cobre, Bronce y Hierro.
Sus restos más valiosos corresponden a las épocas tartésica y romana. Bajo la casa del Marqués de Saltillo se encontró una estancia que se cree que tenía uso religioso, en la que se encontraron tres tinajas perfectamente conservadas datadas en el siglo VII a. C. En la más grande, expuesta en el museo, vemos una decoración de grifos, seres mitológicos con cabeza y alas de pájaro y cuerpo de ciervo. También unas piezas singulares. "Aparecieron dos copas, un plato y cuatro cucharas de marfil talladas. Parece que tienen forma de jamones porque imitan a las cuatro patas de lo que podría ser un ciervo", detalla Lineros.
En la sala que recoge los restos romanos, entre paredes llenas de coloridos mosaicos y parte de una calzada romana ocupando el suelo de la habitación, hay un gigantesco capitel de 1,70 metros de altura. "Pertenecía a un gran edificio romano que se encontraba en la ciudad de Carmo, la Carmona romana. Por el tamaño de este capitel, calculamos que el edificio debía tener unos 11 metros de alto", explica Librero. Un museo en el que se recoge solo una muestra de la riqueza hallada bajo cada casa de la ciudad, donde comenzar una nueva obra simboliza escribir otro párrafo que enriquece las edades de Carmona.
A unos kilómetros de Carmona, la necrópolis es una buena muestra del pasado del pueblo que complementa al museo con estancias y galerías en buen estado de conservación que merecen una visita aparte. Al salir del centro expositivo, desde el restaurante acompaña el olor de la alboronía, un plato tradicional de Carmona que proviene de la gastronomía andalusí y que es un guiso de verduras que tiene diferentes versiones en otras provincias andaluzas.
Sobre los tejados de Carmona, hay una torre que quiere ser modesta pero que presume de mirador en sus alturas. Es el lugar más alto del Convento de Santa Clara, un conjunto patrimonial que se esconde tras portones de madera marcados por el paso de los siglos. La Hermana Felisa, de las clarisas franciscanas que habitan el cenobio, acompaña al visitante por las distintas estancias de esta joya escondida tras muros encalados.
"Primero se hizo la iglesia, en torno a 1460, el claustro es del siglo XVI y la torre del XVIII. El convento fue levantado por Beatriz y Teresa de Pacheco, hermanas y duquesas de Arcos. Teresa quiso quedarse aquí enterrada en la sala capitular, con otras hermanas de la orden que fallecieron en los años posteriores", explica la monja. Al entrar en la iglesia, la riqueza decorativa sobrecoge. Presidida por el retablo del maestro Felipe de Ribas, tiene maderas policromadas y un altar del siglo XVII, y para este templo pintó Valdés Leal dos obras relativas a la vida de la santa que da nombre al convento. Por todas partes, reina el colorido de los azulejos de cuenca (o arista) originales del XVI.
En la nave de la iglesia, un despliegue de pinturas llegan hasta el techo. "En la parte alta tenemos a los arcángeles, los que siempre han servido a Dios como capitanes de los ejércitos celestiales, que podrían ser de la escuela de Murillo. Abajo están las santas vírgenes y mártires, que se cree que son de la escuela de Zurbarán. Los cuadros que faltan se vendieron en su día y ahora están en Palma de Mallorca", cuenta la Hermana Felisa.
Saliendo al compás del convento, se asciende a la torre. Fue una de las grandes novedades como atractivo cuando se abrió el convento a las visitas hace una década. La torre es un museo para recordar la historia de la orden conventual en Carmona, pero también de las personas que han pasado por él y han dejado su impronta. En la parte más alta de la atalaya, una serie de ventanales abiertos a la ciudad dejan una de las vistas más espectaculares de Carmona, pudiendo mirar cara a cara a los campanarios y espadañas de colorido barroco que pueblan el horizonte. Sobre nuestras cabezas, una serie de pasarelas de madera para acceder al tejado a las que se llega por una elegante escalera de caracol.
La visita termina en el patio, que se levanta sobre otro aljibe, donde la Hermana Felisa abre unos coquetos armarios dispuestos en el pasillo perimetral que descubren un precioso secreto: unos altares o capillas con las puertas de madera ricamente pintadas y que solo se abren cuando se va a proceder al rezo. "Cuando había disputas o peligro de asedio en la ciudad, la llave de la muralla se traía hasta aquí, donde se custodiaba para mantener la ciudad a salvo", nos descubre la monja.
Más allá del convento y como espejo de la Puerta de Sevilla, cierra la ciudad por el otro costado la Puerta de Córdoba. La original puerta romana, tras su modificación en tiempos del Renacimiento y el Barroco, perdió su carácter defensivo y pasó a ser control aduanero de las mercancías que entraban a la ciudad. Tenía en su origen dos puertas laterales más, que se encuentran en el interior de las casas adosadas, lo que la convierte en la única puerta defensiva de tres accesos de la Península Ibérica. Hoy su vano central es también una ventana a los paisajes verdes que rodean Carmona. El balcón que quizá enamoró a Julio César y a Fernando III, y a los moradores que la habitaron hace cinco milenios.