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Cuentan que el emperador Carlos V, quien tuvo bajo su control media Europa en el siglo XVI, solo bajó una vez la cabeza y fue en el túnel de San Adrián. El periodista y escritor guipuzcoano Ander Izaguirre lo bautizó como "la boca del tiempo", un túnel de 70 metros de largo que atraviesa una montaña rocosa y que guarda una ermita en su interior, la de San Adrián.
Situado a 1.030 metros de altitud, este túnel sirve de paso natural entre la crestería que separa Álava de Guipúzcoa y por él han transitado pastores trashumantes, comerciantes, soldados y monarcas desde la Edad de Bronce.
Estamos en el interior del parque natural Aizkorri-Aratz, que sigue siendo uno de los parajes más emblemáticos para los amantes de la montaña en Euskadi y la subida al Aizkorri, una de las rutas más populares.
La gruta de San Adrián será el broche de oro de los 16 kilómetros de ruta circular por este paraje, después de subir al monte Aizkorri y dar un salto en el tiempo, cientos de años atrás, a través de sus ermitas, y miles de años a través de las huellas prehistóricas como la sepultura (o túmulo) señalizados en el trayecto. Empezamos una pequeña y ambiciosa travesía por el "techo" de Guipúzcoa que asegura unas vistas inmejorables.
El paraje no es únicamente conocido por sus increíbles panorámicas. Ya antes de la moda del trail running, que trajo el montañero internacional Kilian Jornet, este tramo de subida al Aizkorri era el más popular de la mítica media maratón de montaña Zegama-Aizkorri, más de 42 kilómetros que combinan zonas de arbolado con otras rocosas y escarpadas, que tiene lugar a finales de mayo y en la que participan 500 atletas.
Hay varias formas de hacer este recorrido, aptas para todo tipo de caminantes. En este caso iniciamos la ruta en Aldaola, un punto habilitado para aparcar pocos kilómetros después de Zegama. A partir de ahí, incluso en agosto, encontraremos un camino húmedo, verde y frondoso que asciende suavemente hasta llegar a los pies de la montaña, donde encontraremos el refugio de San Adrián y empezaremos a ver animales de pasto.
A un ritmo pausado y para una familia acostumbrada a la subida no es una cuesta difícil, pero aquellos que prefieran una travesía relajada o no quieran esperar hasta el final pueden escaparse del camino e ir directamente a San Adrián. Nosotros la dejaremos para el descenso. En caso de tener cualquier duda, el pastor encargado de resguardar el refugio es el mejor indicador en este punto, amable y acostumbrado a los visitantes.
En caso de escoger la opción difícil, empieza una mística subida por Sancti Sipiritus, un antiguo hospital de peregrinos que se atribuye a los templarios y que será una de las varias ermitas que pueden encontrarse durante el recorrido. Este será un buen lugar para detenernos, coger aire y prepararnos mentalmente para la subida que nos espera.
Es el preludio de una empinada pero preciosa escalada hacia la cima por un bosque verde y rocoso que nos protege del sol en verano pero que se va diluyendo y secando a medida que nos acercamos al pico, cuando las vistas también son cada vez más sorprendentes.
El caminante se siente fácilmente pequeño y perdido entre rocas gigantescas, puntiagudas y blanquecinas. Las montañas son rincones envueltos de leyendas, misterios y de espiritualidad.
Aizkora significa hacha en euskera. Una relación etimológica que parece evidente cuando uno llega a coronar sus 1.528 metros de altitud. Al lado de la tradicional cruz que indica la cima, es un hacha la que se clava en un buzón alpino.
Sin embargo, hay quienes prefieren llamarle Aizgorri, peña roja. La Real Academia de la Lengua Vasca escoge Aizkorri como la opción correcta. Esta es la montaña más popular del macizo que lleva su mismo nombre pero, aunque hasta la década de los 80 se creyó que era la más elevada, no es la más alta de la sierra. Su fama tiene relación, de nuevo, con las ermitas.
Además del hacha, en su cumbre podemos encontrar la ermita del Santo Cristo, que cuenta con una particular historia de persecución. Como explicaba el periodista Ander Izaguirre en un artículo dedicado a la cueva de San Adrián, el crucifijo que se veneraba en Santo Cristo apareció allí de forma misteriosa.
Por mucho que aquellos que habitaban a los pies de esta montaña (en Zegama o Araia) intentaran llevárselo, siempre volvía a su lugar de origen. Finalmente, decidieron que el pueblo que se lo quedara sería aquel hacia el que mirara la cruz al día siguiente. Ahora está en Zegama.
Pero, aunque no haya tenido tanta suerte en popularidad, la cumbre más elevada del macizo se encuentra a pocos minutos siguiendo la crestería. Es el monte Aitzuri, de 1.551 metros de altitud (techo de Guipúzcoa y Euskadi) y precedido todavía por una tercera cima, el Aketegi, de 1.548 metros.
Si las montañas están repletas de leyendas es porque eran uno de los escondites de los dioses. En la cueva del Aketegi tenía una de sus guaridas la diosa Mari, un espíritu envuelto en llamas que atravesaba los cielos.
Desde esta altitud contemplamos las campas de Urbia, el valle que se extiende de este a oeste con un acceso desde el santuario de Aránzazu, otro de los puntos tradicionales para subir a Aizkorri. Esta es nuestra siguiente parada, unas campas que fueron lugar de paso desde la prehistoria, por lo que podemos encontrar varios monumentos megalíticos.
Siguiendo las marcas amarillas bajamos por la ladera de la sierra hasta llegar a la majada de Arbelar, con unas chabolas y un pequeño refugio.
A partir de ahí, el camino se ensancha convirtiéndose en pista y cruzando el valle. Aunque queda más de la mitad de la ruta, ya toca descender y será mucho más sencillo aunque nuestras piernas parezcan opinar lo contrario.
Atravesamos las campas de Urbia y el camino se hace de nuevo más estrecho y rocoso. En ocasiones solo lo delimitan unas rocas en el suelo colocadas en una hilera recta. Pronto llegamos de nuevo al bosque que nos permitirá enlazar con la calzada del siglo XI que lleva a San Adrián.
En medio del bosque aparece una senda de rocas que los historiadores han fechado en esa época aunque es muy posible que los romanos construyeran una anteriormente para atravesar la gruta. Retrocedemos, pues, diez siglos o incluso más.
Sorprende encontrar una calzada claramente delimitada a en un bosque verde y húmedo que parece no tener fin, igual que sorprende pensar que por ahí no solo caminaron peregrinos, sino que se transportaron todo tipo de productos. Esta fue una de las puertas de Castilla a Cantabria por la que llegó el latín y posiblemente la fe cristiana.
Pero, incluso habiendo preparado previamente la ruta y habiendo visto las fotografías de otros montañistas, la parada realmente asombrosa se produce cuando llegamos a una especie de pared rocosa que nos obliga a agacharnos para comprobar que al otro lado hay camino y no precipicio, como tuvo que hacer el mismo rey emperador Carlos V.
Por fin, la cueva de San Adrián. Un lugar casi de leyenda donde uno incluso esperaría encontrar un ermitaño con barba y bastón que le indicara el camino y le regalara algún dicho de sabios.
No hay ermitaño, pero sí una ermita y un arco a modo de puerta que han visto tantos ojos. Son varios los viajeros de todas las épocas que se han acordado del Paso de San Adrián en sus escritos. Uno de ellos fue el monje alemán Hermann Künig von Vach en su famosísima guía de peregrinación escrita en el siglo XV, quien lo mencionó porque unía el Valle de Oria con otros caminos de peregrinos de la época medieval, entre ellos el legendario Camino de Santiago de Compostela.
Después de retroceder diez siglos, solo quedan un par de kilómetros. Una vez cruzado el paso y contemplada la ermita seguimos el camino y nos volvemos a encontrar con el refugio. Pronto enlazamos el camino con el sendero del principio hasta entrar de nuevo en el siglo XXI, en la zona de aparcamiento en batería donde hace unas horas dejamos el coche.