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Cámara de fotos en mano, y muchas veces siguiendo un paraguas de algún color llamativo, cientos de miles de visitantes recorren al año el casco histórico de Toledo. Por debajo, junto al río, existe otro patrimonio que los toledanos suelen guardarse para sí: “Y luego, fuimos a dar la vuelta al valle”, se puede oír habitualmente entre los que viven en esta ciudad, Patrimonio de la Humanidad desde 1986. Por ese tipo de código secreto que es a veces la vecindad, todos saben cuánto dura esa "vuelta" y ese "valle" nunca necesita apellidos. Como hoy lo hacen con turistas, empiezan por el principio: vamos a recorrer el Valle del Tajo a su paso por la ciudad y el paseo durará, más o menos, un par de horas.
Se nota que vamos con anfitriones desde antes de llegar. Para aparcar cómodamente cerca del centro de Toledo, hay que ir al parking de Azarquiel, muy cerca del Puente de Alcántara. Justo al lado se encuentra el bar ‘Qántara’ (Paseo de la Rosa, 6), un buen sitio para picar algo antes de empezar que obtuvo un Solete en verano de 2023. Una vez convenientemente alimentados e hidratados, emprendemos un camino que arranca frente al río, bajo altos árboles que por la tarde ya proyectan una buena sombra sobre la acera y el carril bici. Pronto, se alza grandioso el Alcázar, coronando el centro amurallado de la ciudad.
Sobre nuestras cabezas se yergue el castillo de San Servando.“Hoy en día está reconstruido y funciona como albergue. Lo que muchos viajeros no saben es que, el lugar donde duermen es el escenario de oscuras leyendas”, desliza Lucía Criado, guía oficial de la ciudad, antes de detallarnos la historia del fantasma del templario Nuño Alvear. Según cuentan, durante la época en la que los templarios se encargaban -tras cesión del rey Alfonso VIII- de la vigilancia del Puente de Alcántara desde la fortaleza, Alvear murió en extrañas circunstancias y su alma aún vaga entre las almenas del ahora alojamiento público.
Tras el susto inicial, recordamos que hoy nosotros dormimos en casa y seguimos la marcha sin cruzar el puente. “El olor a higuera es muy habitual aquí”, comenta la guía sobre un aroma que nos acompañará durante todo el recorrido. A nuestra izquierda: la calzada y la pura roca; a nuestra derecha discurre el río donde llaman la atención ciertas edificaciones en ruinas en la misma orilla. “Al principio eran molinos, vamos a encontrar muchos alrededor del camino”, y entonces sale el nombre de Juanelo Turriano, el ingeniero de Carlos V y Felipe II, cuyo artificio capaz de subir agua hacia el Alcázar sigue siendo una incógnita en la actualidad.
De frente, incrustado en la roca que enmarca el camino a la izquierda, Criado nos señala “los estribos del antiguo acueducto”. “No hay muchos datos sobre la construcción se cree que lo destruyeron los visigodos porque tenían unos sillares estupendos de granito”, cuenta riendo. Justo aquí nos damos media vuelta para contemplar una perspectiva distinta del Puente de Alcántara: “Tiene unos 200 metros, que era justo hasta dónde llegaban las armas de los romanos”, comenta la guía antes de invitarnos a cruzar a la otra orilla, por un puente algo menos ilustre pero igualmente útil.
Así, se llega hasta un merendero con el suelo de madera, donde la fresca sombra y la disposición recogida, como un refugio, dan ganas de sentarse un rato antes de seguir. Es ahí donde empieza la senda que nos lleva hasta el Arroyo de la Degollada, una cápsula de naturaleza a un paso del Toledo más urbano. Con suerte, se puede ver algún zorro o alguna perdiz y, en época de lluvias, se puede oír el tenue discurrir de una cascada. Sin embargo, lo que siempre siempre está presente desde el propio nombre del lugar, es la leyenda de la Degollada. Musulmana conoce a cristiano a principios del siglo X y acaba todo como una especie de Julieta y Romeo a la toledana que aún a día de hoy se sigue contando sobre la marcha.
Tras este tramo, muy natural y fresco, se llega al embarcadero. Aquí abajo, el agua brilla al atardecer, las ocas y los patos que residen allí están acostumbrados a los intrusos como nosotros y la barca pasaje espera atada a futuros navegantes para llevarles de una orilla del río a otra -aunque hoy está fuera de servicio-. “Desde aquí se ve la Ermita de la Virgen del Valle, último punto de nuestro recorrido”, señala la guía, informándonos de que aún nos queda caminata por delante. Rápidamente, procede a hacernos un mapa de lugar: “A la derecha, la Torre de Hierro, usado como una especie de aduana, controlando las barcas que subían con mercancías para vender”. Tras observar con curiosidad la torre albarrana del siglo XII, empezamos a escuchar, otra vez, ese tono que usan los guías cuando se disponen a contar una leyenda.
“Ahí está la Casa del Diamantista”, muestra Criado una edificación que, aunque de gran tamaño, nos ha pasado desapercibida. Esta casona, que ya aparece en mapas del siglo XVI, se asoma entera al río y es el punto donde toca acordarse de Don José Navarro, ese orfebre que, según se cuenca, elaboró la primera corona de Isabel II con ayuda de unos duendecillos que, mientras él dormía, le salvaban del bloqueo artístico. Deseando contar con unos seres parecidos en alguna que otra ocasión, continuamos el camino rumbo al Puente de San Martín.
Nos queda una media hora por la Senda Ecológica del Tajo, parte de los 1.000 kilómetros del Camino Natural del Tajo, que empieza en Albarracín, Teruel, y acaba en el cacereño Cedillo, en plenos Montes Universales. El Museo de Escultura al aire libre y aves como garzas reales o diversos tipos de ánades embellecen aún más el recorrido por la orilla del río, que a estas horas ya es prácticamente dorado. Justo cuando ya va apeteciendo parar, surge ante nuestros ojos el escudo de Felipe II, señal de que estamos a punto de llegar al puente. “En invierno se suele hacer la vuelta al valle por arriba, pero cuando hace bueno, lo solemos recorrer así”, nos comentan antes de abandonar la senda para subir al puente de origen medieval.
Caminamos hasta el centro del Puente de San Martín y ahí nos mandan fijarnos en dos puntos. A la izquierda, la Roca Tarpeya. “Hay otra Roca Tarpeya en Roma, y cuentan que desde ahí se tiraban a los primeros cristianos”, explica la guía sobre la construcción que ahora es sede del Museo Víctorio Macho. Nos asomamos al lado derecho del río para vislumbrar, ahora, el Baño de la Cava. Muy cerca, se puede distinguir una de las corachas que bajaban de la muralla hasta el río y aquí se entiende muy bien lo que explica la guía: “Toledo está rodeado por una muralla salvo la zona del río”.
Cruzamos por fin el río y, en el extremo contrario del puente, otro de los enigmas más célebres de la zona. Antes de comenzar a subir hasta la ermita, leemos una placa tallada en piedra: “Aquí mataron a una mujer. Rueguen a Dios por ella. Sucedió a 2 de febrero de 1690”. Nadie sabe quién fue esa mujer ni lo que le pasó exactamente y por supuesto, nosotros, recién llegados a la ciudad, tampoco lo descubrimos. De esta manera, con la mente a rebosar de imágenes, datos y chismes, y tras un último esfuerzo llegamos, ahora sí, al Mirador del Valle.
La panorámica impresiona. No importa cuántas veces la hayas visto en redes, por la tele o en prensa, sigue siendo una de las postales más emblemáticas del país y es muy difícil pasar de largo. De izquierda a derecha, nos van señalando algunas de los edificios más emblemáticos: “El Convento de San Gil -“aquí, los gilitos”-, que ahora son las Cortes de Castilla-La Mancha, el Convento de San Juan de los Reyes, la iglesia de San Marcos, la torre de la Catedral, el Alcázar…”. En el extremo derecho encontramos también, el Cerro del Bu, donde se encuentra “el yacimiento de los primeros pobladores de Toledo en la Edad de Bronce”.
No es fácil entender del todo una ciudad como esta pero es desde aquí desde donde es más fácil hacerse una idea: “Toledo es una península, la zona norte es la que mira a Madrid, rodeada por puertas monumentales, y la zona sur es esta, rodeada por el río”. Encima de nuestras cabezas, un grupo de jóvenes observa como nosotros el anochecer y el encendido progresivo de las luces del casco desde ese reservado vip y gratuito que es la Peña del Rey Moro. Como los lectores ya supondrán, a este punto tampoco le falta una leyenda, pero desde Guía Repsol dejamos que sean ellos los que la descubran y seguimos hasta el pequeño templo que corona toda la estampa.
“Aunque pequeña me ves / soy muy grande como ermita / pues la reina que me habita / tiene Toledo a sus pies”, se puede leer en una pieza de cerámica del artesano talaverano Ruiz de Luna colocada en la Ermita de la Virgen del Valle. Y así, efectivamente con la ciudad a nuestros pies, emprendemos el paseo de vuelta al parking. Nuestra guía nos alerta de la posibilidad de toparnos con lagartos y culebras, pero este anochecer no vemos ninguno; lo que sí vemos es algún escalador que ya recoge sus cosas antes de volver a casa, y escuchamos algún eco de orquesta. Durante toda la época de buen tiempo, los barrios de Toledo ‘se turnan’ para celebrar sus fiestas y, ya apunto de llegar al coche, escuchamos las primeras canciones de la noche.