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Ahí donde se la ve, Soria, tan callada y discreta, es tal vez la más heroica de nuestras provincias. Una tierra que, en los tiempos en que la conquista romana alcanzó los límites del mundo conocido, en aquella época remota de la Antigüedad en la que nadie osaba a plantar cara a las legiones invencibles, peleó para defender su cultura, sus costumbres y su dignidad incluso con la propia vida.
Fragorosas batallas, asedios interminables, honrosas resistencias. Con estos ingredientes se escribió una de las páginas más bellas de nuestro pasado. La que tuvo lugar, más de 2.000 años atrás, cuando estos parajes protegidos por pueblos celtíberos (los arévacos y los pelendones) apostaron por la libertad con todos los medios a su alcance para, en un alarde de fuerza, orgullo y tesón, enfrentarse al gran Imperio.
Porque aunque Roma anhelaba este enclave que, como encrucijada de caminos, tenía un alto valor estratégico; aunque deseaba hacer suyo este rincón fértil cuajado de ríos de aguas frescas, excelentes pastos para el ganado y fructíferos huertos hundidos en los valles; tuvo que vérselas y deseárselas para al fin poder añadirlo a su conquista de Hispania.
Lo que hoy queda de esta historia es una serie de yacimientos arqueológicos que jalonan esta provincia. Ciudades romanas superpuestas sobre castros celtíberos, que son como un libro abierto con el que repasar un capítulo desapercibido y a veces olvidado pese a su extraordinaria riqueza patrimonial. La mítica Numancia, la ciudad roja de Tiermes, la monumental Uxama, Medinaceli y su Arco Triunfal, la casi desconocida Augustóbriga a los pies del Moncayo… y los centenares de restos de asentamientos rurales desperdigados por estos pliegues condensan la cristianización del territorio soriano.
Recorremos estos parajes en busca de la huellas del Imperio Romano. De los puentes y las calzadas. De los circos y los anfiteatros. De aquellos tiempos en que el mundo se regía por carreras de cuadrigas, luchas de gladiadores y exóticas bacanales.
Hemos de empezar por Numancia, claro, la historia más conocida. La de la ciudad heroica que prefirió el suicido a la rendición, que optó por ser devorada por las llamas antes que vencida por las armas. La de la tenaz y obcecada población celtíbera que resistió en condiciones infrahumanas, aguantado hasta el último aliento.
El rastro de todo esto lo encontramos en su yacimiento en el Cerro de la Muela, en Garray, en el mismo lugar donde Escipión, avalado por un ejército descomunal, decidió someter el lugar. Trece meses duró el cerco a los bravos numantinos. Trece meses tras los cuales, exhaustos de hambre y enfermedades, decidieron incendiarse para no caer en manos enemigas. Un final de valentía y dignidad que alimentó su leyenda.
Pasear por estas ruinas (un tramo de su muralla, una casa reconstruida…) es revivir con la piel erizada este acontecimiento. Porque Numancia es ante todo un símbolo de la libertad. Hoy, cuando se han cumplido más de 2.150 años de la gesta, sigue gozando de un valor subjetivo: el de la rebelión del pequeño contra el grande, el de la defensa de los derechos humanos. Aquella rara avis que se enfrentó sin fisuras a Roma ha quedado ligada para siempre al concepto de resistencia.
Más allá de la lección de las piedras, la historia se completa con maquetas, réplicas y explicaciones de expertos. Incluso para revivir aquella época se puede probar la misma cerveza que ya elaboraban los romanos una vez se hicieron con el control. Se trata de Caelia Numantina, de trigo y con alta fermentación, descrita por el historiador Orosio como "de sabor áspero y calor embriagador". Quienes quieran sumergirse aún más en el universo clásico podrán asistir a las teatralizaciones que, tres veces al año (finales de marzo, finales de julio y finales de septiembre) tienen lugar entre estos muros milenarios sobre la heroica caída.
Fueron dos influyentes ciudades romanas. Uxama, monumental desde un altozano con vistas al río Duero, se convertiría, tras la cristianización, en el germen de El Burgo de Osma, hoy declarada Villa de Interés Turístico. Sus ruinas descubren joyas tan relevantes como La Casa de los Plintos (que ocupaba toda una manzana) o el conjunto de cisternas (se han localizado más de 20) para almacenar y distribuir el agua. Joyas que dejan adivinar su esplendor en época de Tiberio, cuando fue un poderoso núcleo comercial y administrativo.
Montejo de Tiermes es toda una sorpresa que a nadie deja indiferente. Llamada por unos la "Pompeya soriana", por su buen estado de conservación; y por otros la "ciudad de las hormigas", por sus casas excavadas en el suelo, lo cierto es que se trató de una urbe romana de manual, con todo tipo de avances. Desde el acueducto sumergido en la roca –una obra maestra de la ingeniería hidráulica– hasta el foro pecuario, pasando por tabernas, tiendas y hasta viviendas de más de seis pisos.
Tanto o más que su importancia arqueológica, cautiva su entorno natural. Especialmente con la última luz del día, cuando la roca arenisca se enciende en fuego y el lugar se tiñe de tonos cobrizos. Si el momento coincide, además, con una noche de luna llena, se podrá asistir a la Fiesta del Plenilunio: una ceremonia de magia y misterio en la que se cena y se baila en torno a una hoguera.
Ya los romanos se anticiparon a esta tendencia: la búsqueda del campo como calidad de vida frente a la vorágine urbana. Para ello crearon las villas, que eran asentamientos rurales, propiedades agrarias que fueron mutando en residencias aristocráticas pertenecientes a familias poderosas.
En Soria existe un buen puñado de restos de esta suerte de haciendas campestres: Vildé, Los Villares de Soria, Los Quintanares… Pero es la villa romana de La Dehesa la que mayor interés despierta. Emplazado a las afueras del pueblo Cuevas de Soria, a 15 minutos de la capital, este yacimiento (una mansión de 4.000 m2 pavimentada con bellos mosaicos), revela nuevos secretos con cada capa que se explora. Y por si fuera poco, cuenta con el museo Magna Mater, donde todo se explica de lujo.
Con esto, solo quedará acercarse a Medinaceli para, ya de paso, descubrir una villa castellana por excelencia, un pueblo considerado de los más bonitos de España. Buen colofón a la ruta romana puesto que aquí, en este alto en la confluencia de los valles del Jalón y del Arbujuelo, se eleva uno de los arcos del triunfo más significativos de Europa.
El Arco de Medinaceli, por el que entraban triunfantes los generales desde sus cuadrigas tiradas por caballos, fue erigido en el siglo I d. C. como exhibición de poderío y siguiendo el modelo de Trajano: sus dimensiones son monumentales puesto que tenía que ser visto desde larga distancia. Maravillosamente conservado, es el único de la Península con triple arcada y un tesoro de lo que fue la antigua Occilis en tiempos de aquel Imperio que tantos quebraderos de cabeza hubo de sufrir por estas tierras.