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Sin duda, el Tajo es el motivo de la existencia de la ciudad de Toledo, donde su cauce se curva en las laderas del casco histórico formando, casi de forma inexplicable, una península rodeada de agua, excepto por el norte. Este meandro de la meseta cristalina toledana, conocido como el Torno del Tajo, se plasmó hace siglos en los lienzos salidos de la mano del Greco. Ya en el XIX, La llegada de la fotografía hizo de sus orillas un escenario inseparable de las gentes y los oficios relacionados con el río. Pedro Román, el polifacético artista albaceteño que pasó su vida en Toledo, retrató de una forma magistral a los protagonistas del río. Arriba, asentada en una colina, dejamos la ciudad imperial sembrada de mezquitas, iglesias y sinagogas. De leyendas milenarias.
Y de leyenda era el gigante que, tras hacer el sinuoso torno y siguiendo el Tajo, salió de Toledo en dirección a Castrejón, donde tuvo que invocar al cielo para que, con la ayuda de un descomunal tridente, se abrieran los grandes murallones que le cerraban el paso. Las marcas quedaron para siempre en las paredes de vértigo que formaron así las barrancas más singulares de la península ibérica.
Al monumento natural de las barrancas de Castrejón y Calaña llegamos desde Toledo por la carretera CM-4000 hasta el cruce con la CM-4050. En ese punto, una rotonda ya indica que nuestro destino está en dirección a Polán. Vayamos pisando el freno y miremos a la derecha; los indicadores dicen que hemos llegado al parking de las barrancas. Aunque podamos hacerlo en coche, comenzamos a caminar por una pista agrícola que, tras un kilómetro de suave subida, nos llevará a lo alto de un paisaje magnífico, anaranjado; una visión que sorprende al ver la tierra que se arruga como papel mojado.
Desde 2002, una senda ecológica facilita nuestra visita a esta maravilla del curso medio del Tajo. Poco conocidas para el gran público, el paraje de las barrancas se hizo más popular cuando protagonizó spots publicitarios, videoclips musicales o escenas de series de televisión. Todo un escenario natural para los que prefirieron espacios abiertos en vez del verde croma de los estudios. Desde el mirador del Cambrón, al primero que se llega por esta senda de casi cinco kilómetros, vemos disparar las cámaras y hacer panorámicas interminables emulando a reporteros que, invitando a los que no están, describen con emoción el acierto de haber venido. Islas, riveras, terrazas, barrancas, campos de cereal y cortados se presentan ante nosotros sobresaliendo de las aguas del embalse de Castrejón. Al fondo, mirando al sur, los montes de Toledo dan un equilibrio perfecto a una imagen de fantasía.
Los arañazos del tridente que utilizó el gigantón para abrirse paso son en realidad cárcavas, el resultado de otro arañazo, si nos ceñimos a un guión científico, del desgaste de depósitos blandos de la cuenca sedimentaría toledana. Pero mucho antes, unos veinticinco millones de años atrás, allá por el mioceno, se formó una inmensa cuenca lacustre dando origen al conglomerado arenoso de los cortados de las barrancas. Más tarde, ya se encargó el río y sus meandros de excavar un lecho hasta formar el amplio valle fluvial encajándose en la llanura.
El Cambrón, el pico más alto del paraje de las barrancas, que aparece cortado en vertical, da nombre a este mirador desde donde podemos ver la curvatura de uno de los meandros que el Tajo dibuja por este paraje, el de Burujón, donde la acción directa de las corrientes desmorona la base de los escarpes como un castillo de arena desgastado por las aguas. A sus costados, los efectos de otra erosión, provocada por las lluvias sobre los materiales poco cohesionados, forman quebradas y suaves laderas que terminan en las aguas del Tajo embalsado.
El sol pega fuerte por esta senda sin arbolado y de escasa vegetación. Nada nos cuesta cubrir la cabeza en días despejados o proteger nuestros ojos para poder contemplar, sin fruncir el ceño, la grandeza del paisaje. Tampoco nos preocupemos por tener poca movilidad, los vehículos pueden rodar por la senda y las sillas de ruedas hacerlo hasta los miradores. Eso sí, sean prudentes con sus mascotas y con los más pequeños de la casa y evitarán así cualquier contratiempo que pueda malograr el día. Escuchemos el ritmo pausado del agua y el sonido de los pájaros, dejemos el juego del eco para otras ocasiones, hay habitantes no humanos que necesitan silencio.
Mirar al horizonte preserva la vista ante posibles desenfoques que nuestros ojos pueden sufrir con el paso de los años. No hay mejor ejercicio para evitar el uso temprano de gafas, pero como tampoco tenemos poderes para hacer un zoom que nos aproxime lo lejano, no dudemos echar en la mochila unos prismáticos para poder observar la fauna que habita el entorno. Águilas perdiceras, garzas y cigüeñas vigilan desde lo más alto a jinetas y gatos monteses que corretean por las barrancas. Si algo más tiene este lugar de geología de libro, es la riqueza de aves y mamíferos, tanto autóctonos como de paso.
Caminar al borde de acantilados hace que nos tomemos la visita con más calma y así lo hacemos hasta llegar al mirador de los Enebros, donde un aparcamiento y un lugar habilitado con mesas nos permitirán reponer fuerzas para bajar hasta las orillas del embalse, donde el paisaje dulcificado por las imágenes televisivas es superada cuando, más insignificantes que nunca, veremos este pequeño gran cañón con toda su grandeza. Esperen que el sol vaya cayendo y presuman de fotos cuando las mostremos. La luz sí que importa.
Algo cojo quedaría nuestro periplo por el oeste de la provincia toledana, siempre cerca de los meandros del Tajo, si no fuéramos a ver las barrancas desde más lejos y a la vez admirar el mejor edificio del periodo visigodo de España, el conjunto monástico de Santa María de Melque. Pero antes de retroceder a la Edad Media, casi por casualidad, como fue la entrada de Calisto en el huerto de Melibea, nos metemos en la plaza mayor de la Puebla de Montalbán, cuna de Fernando de Rojas, el judío converso que, también casualmente, se encontró unas hojas ya escritas, sin autoría, y completó, ya de su puño y letra, una historia genial hecha por él y por el desconocido coautor, La Celestina.
Cada lado de esta plaza irregular, declarada bien de interés cultural como conjunto histórico, es diferente. Uno, para el palacio de los duques de Osuna, gran edificio de corte renacentista que comunica, mediante un corredor sustentado por los arcos de la Manzanilla y el de las Tendezuelas, con otro lado, el de la iglesia de nuestra señora de la Paz, la patrona de la Puebla. El ayuntamiento, de una sencillez naif, hace ángulo recto con otras balconadas donde antes estuvo el mesón grande, ya nombrado por Rojas en la Celestina. Todo un placer descubrir las plazas de los pueblos, testigos de la historia por donde siguen pisando paisanos y visitantes desde hace siglos.
Santa María de Melque es uno de esos lugares mistéricos que aun ocultan secretos sin resolver. Hasta aquí hemos llegado desde la Puebla de Montalbán por la CM-4009, dirección San Martín de Montalbán, en menos de media hora. Abandonada a su suerte tras la desamortización del XIX, esta joya de los siglos VII-VIII, se utilizó como explotación agrícola hasta finales del XX. Lugar de culto visigótico al principio, el conjunto monástico conserva su pequeña iglesia con una autenticidad que nos transporta al medievo cuando pasamos al interior del templo. Algo nos inquieta al imaginarnos las liturgias cristianas de la alta edad media entre los grandes bloques de piedras sentadas a hueso, sin argamasas.
Nuestra vista, impaciente ante tanta belleza austera, no sabe dónde quedarse. Arcos de herradura por un lado, gruesas sillerías de granito, restos de adornos estucados, capillas y salas, se muestran como pudieron ser al principio de su construcción. Según los expertos en la materia, Santa María de Melque es el mejor edificio del periodo visigodo conservado en la vieja Hispania y el único de este periodo histórico que se mantiene casi completo. Junto con la zamorana de San Pedro de la Nave, trasladada piedra a piedra al municipio de El Campillo desde las orillas del río Elsa, y la palentina de san Juan de los Baños, Santa María de Melque cierra un triángulo arquitectónico de la España premusulmana.
Al lado de los muros de la iglesia volvemos a ver, ahora en la lejanía, las barrancas de Castrejón. Imaginamos que los toledanos visigodos ya las vieron hace mucho tiempo desde el mismo lugar, igual de iluminadas por el sol de la tarde y tan estilizadas como ahora.
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