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Algunos hay que buscarlos escondidos entre árboles o rodeados de grandes hectáreas de campo de cultivo, otros te sorprenden en el camino. Mientras uno se dirige hacia ellos, las carreteras vacías ya te preparan –o quizás no– para esa sensación de soledad e historias olvidadas, dejadas atrás, que atiza en cada pueblo abandonado. Lo que pudo ser y no será se escapa entre las piedras. Cerca de Calatañazor, aparecen como tesoros escondidos.
"Pero allí no hay nada. Está vacío", advierten los vecinos de un pueblo cercano a la pregunta de "¿dónde está Cubillos?". No importa, seguimos adelante. Los restos de lo que fue esta localidad se divisan desde el coche, pasando otro enclave casi con el mismo nombre: Cubilla. Al llegar, una señal descolorida por el sol precede al camino que conduce hasta la villa bien articulada por dos calles sin asfaltar y rodeada de enormes campos de cultivo.
Paseando entre las hierbas que crecen aquí y allá, la paz y el silencio se apoderan de uno salvo por el crujido de la puerta de una casa al mecerse por el viento, que provoca un giro instintivo en busca de algún signo de vida. No hay nada que indique la ocupación humana desde hace mucho tiempo, excepto alguna pintada realizada rápidamente en las vivienda de adobe y madera.
El recorrido acaba al inicio de la vía principal, donde dentro de la nave de la iglesia crece un árbol como si la naturaleza reclamara todo el espacio que una vez le fue robado.
Ni Google Maps sabe muy bien cómo llevarte a los restos de esta villa desértica de humanos, que no de naturaleza. Solo queda una señal viniendo desde Torreandaluz que indica la entrada al pueblo con su nombre completo. A lo lejos, en los campos segados, aparece de repente un jabalí corriendo, perdido y medio desorientado sin la amenaza de humanos.
Al llegar a Escobosa, se escucha el único sonido que produce el viento al sacudir las hojas de los álamos imponentes que rodean la antigua fuente del pueblo. Es otoño y los árboles luchan con sus brillos dorados por mantenerse vestidos. Las zarzas han devorado la mitad de las construcciones que se mantienen aún en pie y el cobijo del bosque le da un aspecto fantasmal a las ruinas. La iglesia románica acompaña hueca y sin tejado, albergando también algún árbol. El misterio está servido en la visita.
Al final de la calle principal de Escobosa, la fuente bien conservada, con su banco de piedra y sus escaleras, evoca la reunión de antaño de los vecinos llenando sus cántaros. El siseo de las hojas mece los recuerdos recién creados por el visitante, que puede olvidarse de todo arropado por una soledad absoluta en medio de la naturaleza.
La iglesia parece prácticamente intacta desde la carretera. Sin embargo, de cerca se percibe que ya perdió parte del tejado, lo que se suma al expolio que sufrió durante el verano, cuando robaron algunas grandes piedras de la fachada y restos importante de la sillería.
En este municipio, cinco monolitos –uno más grande– se levantan pegados a las cuatro casas con flores frescas y alguna vela. Los árboles y plantas sembrados cerca de ellos recuerdan cómo se cuida en La Mercadera la memoria de los que se fueron y regresan de vez en cuando. La presencia de maquinaria agrícola y un almacén bien conservado son otra prueba más de que aquí aún hay vida.
Ubicado en lo alto de un monte, los campos abiertos se extienden hasta donde alcanza la vista y la sensación de estar divisando toda Soria crece, aunque parezca ridículo y sea absolutamente falso, dentro del que la mira con ganas.
A escasos cinco kilómetros de Calatañazor, nuestro pueblo de referencia, se encuentra Abioncillo, que se ha ido recuperando poco a poco del abandono sufrido convirtiéndose en un centro escuela. Sin tantos colorines, me lleva de vuelta a otro pueblo, esta vez de Cáceres, que corrió suerte parecida: Granadilla. Una nueva oportunidad para este municipio cercano, además, a La Fuentona, un lugar natural de visita obligada.