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Aquí hay unas margaritas gigantes. Son enormes, de verdad, y salpican de blanco y amarillo el verde que puebla los pies de las –adivina– gigantescas rocas que hay por doquier. También hay campanillas, de un vivo violeta y mucho más grandes de lo que las recordaba de niña, tanto que empezamos a temer que una especie de gigantismo vegetal se haya adueñado de estas tierras perdidas en la esquina noroeste de España.
Claro que aquí, donde estamos, el clima es duro, el mar arrecia y el viento, casi siempre presente, puede hacer que los árboles crezcan en diagonal creando fantásticos túneles dignos de Alicia y su colección de maravillas. Las gaviotas, la paz, la inmensidad de una naturaleza tan brava como el mar que llega a su orilla. Las villas costeras donde encontrarás ropa tendida en sus calles, pero ni un solo souvenir. Todo eso atraviesas cuando te adentras en el Camiño dos Faros de A Costa da Morte.
¿Cómo definir esta ruta de senderismo? ¿Sabes cuando estás en una carretera costera y ves el monte ante ti caer hacia el mar, con su vegetación baja y sus rocas, y te parece vislumbrar un pequeño caminito allá abajo entre el verde y el azul del agua? Pues ese es el tipo de sendero que recorre O Camiño dos Faros, una ruta de 200 kilómetros al borde del mar repartidos en 8 etapas a lo largo de la espina dorsal de la malograda –durante años– Costa da Morte, en la provincia de A Coruña.
Parece que no están, pero sí. Señalizados por flechas y puntos verdes estampados en rocas, se adentran por la fastuosa y dura costa gallega, regalando unas vistas de impresión y aventuras en ocasiones dignas de una avezada cabra montesa.
"¿Seremos capaces de unir Malpica con Fisterra por los caminos de percebeiros que hay ahora?". Una buena pregunta que se plantearon en 2012 seis amigos senderistas, la mayor parte de Carballo, mientras se tomaban unas cañas en un bar, cómo no, al borde del mar en Malpica. Lo hicieron y la experiencia les gustó tanto que, al año siguiente, lo compartieron con el mundo, es decir con Facebook, y la cosa comenzó a dispararse. Así nacía la Asociación O Camiño dos Faros, en torno al amor por la naturaleza, el mar, el aire libre y el senderismo, y resultó contagioso. Ese segundo año, empezaron el camino 20 y lo acabaron 80. Actualmente, han tenido que limitar el aforo de sus salidas organizadas para grupos de 500.
"Funcionó el boca a boca y las redes sociales", nos cuenta Ramón Jesús Burillo, actual secretario de la asociación y que se incorporó en esa primera edición –si no contamos la de prueba–, gracias a Internet, cuando quedaron en Malpica unas veintipico personas y dos perros que casi ni se conocían.
Un domingo, una etapa y, el siguiente, descanso, entre primavera y verano. En sus ediciones, la asociación queda con sus viajeros en el fin de la etapa y los traslada en autobuses al inicio y los suelta allí. El resto –la comida, el agua y el ritmo– corre a cuenta de ellos. La media de las rutas son de 25 km y suelen hacerse en unas 9 horas, con sus paradas, sus fotos y sus paseos. Pese a que no es extremadamente dura, sí que conlleva dificultad –alguna que otra roca que escalar o alguna pendiente del 25 % de desnivel en un kilómetro demoledor– con lo que una buena forma física, o al menos aceptable, no está de más. Es apta para niños y les encanta también a los perretes, siempre que los dueños apañen el tema del trasporte al inicio de la ruta. Por ahora, en los buses, nuestros amigos peludos no pueden subir.
Obviamente, O Camiño está abierto todo el año y cualquiera puede adentrarse por sus espectaculares paisajes. Las rutas están señalizadas y bien explicadas en la web de la Asociación. A pesar de su creciente fama, es raro cruzarte con otros mientras la hacen, como si A Costa da Morte fuera preservando la privacidad de cada uno paso a paso, rincón a rincón. Vienen a recorrer sus sendas, los siete faros y las 29 playas que atraviesa desde Inglaterra y Alemania – incluso con turoperadores–, Dinamarca, Polonia o EE. UU.
"Vinieron unos rusos de San Petersburgo, de inglés macarrónico, pero muy madrugadores. Casi ni les vimos", nos cuenta Ramón. "También unas holandesas que ¡no sabían lo que era el percebe!", añade, y hace un silencio dramático, porque a pesar de haber nacido en Zaragoza, los 35 años en Galicia le pesan, y aquí, el percebe es el percebe. "Es un turismo diferente… Le llamamos turismo sostenible. Son viajeros, más que turistas", resume. No podría ser de otra manera ya que casi el 90 % de la ruta discurre por terrenos protegidos. Quienes la recorran han de ser respetuosos y permanecer por las sendas, que hay una maravilla natural que proteger.
Los trasnos, que así se llaman los miembros de esta asociación, defienden la intrincada relación de los siete faros que acompañan el camino con A Costa da Morte, bautizada así por los ingleses a finales del siglo XIX, cuando tres hundimientos británicos consecutivos –especialmente el del Serpent, cuyos náufragos descansan en el conocido Cementerio de los Ingleses– acabaron con la paciencia en la zona y forzaron la construcción de faros.
El más nuevo, de 1997, es el de Punta Nariga, que se asienta entre rocas y margaritas gigantes con una base con forma de barco. El más antiguo y uno de los más espectaculares, el de Vilán, de 1896 –construido seis años después de la tragedia del Serpent– encaramado a unos acantilados, rodeado de aves y actual hogar de la última farera de España. También encontraremos el sencillo faro Roncudo, una torreta solitaria de azulejos blancos algo desconchados, que podríamos encontrarnos en Formentera, o el conocido Faro de Finisterre, lugar de peregrinaje y atardeceres anaranjados que observar en silencio, desperdigados por sus rocas. Como curiosidad, pese a poner broche final al mundo desde la época romana, la tecnología moderna y sus mediciones hizo que el Faro Touriñán, también en nuestra ruta, le arrebatara el puesto. Este faro es oficialmente el último sitio de Occidente donde se pone el sol.
Además de faros, O Camiño atraviesa playas salvajes, acantilados como los de Canosa, bordea rías como la de Corme-Laxe o se adentra con cuidado en enclaves tan destacados como la Ensenada del Trece, una de las zonas más sensibles medioambientalmente, cuyas playas y su duna vertical de 150 metros se te quedarán clavadas en tu retina, juraría que para siempre.
Tampoco se olvida de puntos clave o el Museo de Man, en Camelle, que honra a ese alemán en taparrabos, que resultó ser un artista de esculturas en piedras al aire libre y que murió de pena al ver su amada costa desgraciada por el chapapote del Prestige. O el ya mencionado Cementerio de los Ingleses, situado frente al punto G de los naufragios y flanqueado por una especie de mar ondulante de zarzas y tojos tan aparentemente esponjosos que hasta apetece tirarse en plancha sobre ellos. Espejismo versión Costa da Morte.
La etapa más sencilla de la ruta, confiesa Ramón, es la cuarta, que va de Laxe a Arou. "Es la más corta (18 km) y la más plana. Es un caramelo, muy bonita. Pasas por la playa de Traba, un arenal de 4 km, por Camelle y por Arou, que para mí es el pueblo más bonito de todos. Para iniciarse está bien". La más dura, la segunda –que muchos deciden dividir en dos tramos– y parte de la primera. "Es también la más salvaje. Donde te vas a pinchar más y no vas a ver rastro de humanidad en kilómetros. Ni un poste de teléfonos. Nada".
Al final, un camino que vale para mucho más que para reventar Instagram. Como nos resume sabiamente un vecino de Malpica, "aquí la gente nos encuentra tal cual vivimos. Esto está sin pulir".