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Amanece en la playa de Cesantes (Redondela) y el juego de las olas y las nubes enreda el lugar. Ni unas ni otras asustan a Francisco, el viejo marinero de 76 años, que se afana en preparar su barca para salir a por choco. Está acostumbrado al hechizo en estas soledades de primera y última hora de la mañana y sabe que la estatua que se levanta frente a la isla, catalejo en mano, es un escritor que se inventó un submarino que navega por debajo de su barca, descubriendo los monstruos, la belleza y los tesoros del fondo de los océanos.
El viejo pescador mueve la cabeza de un lado a otro con cierta ironía, al enterarse de que en los últimos tiempos, otros submarinos que no necesitan pilotos y manejados por "los malos" transportan sustancias ilegales por los fondos donde reposan los tesoros de Rande. Mientras termina con sus arreos, invita a subir a su barca para rodear la estatua de Verne y sus buzos, el capitán Nemo y alguno de sus misteriosos marineros, siempre vestidos de negro bajo sus escafandras y trajes astronaúticos.
La rada de Vigo se titula el capítulo VIII del libro en el que Julio Verne –para muchos, padre de la ciencia ficción junto con H.G.Wells o Asimov– crea el Nautilus, el submarino que recorre los océanos del mundo, pilotado por un personaje misterioso del siglo XIX, alucinante, precuela de tantos héroes de cómic y aventuras, el genial Capitán. Nemo ("Ninguno" en latín) está tan vivo entre nosotros que a menudo olvidamos que tuvo un creador.
Es imposible deslizarse sobre esta agua, espejo de nubes que amenazan tapar misterios, sin tirar de ese capítulo de historia y leyenda, aliadas perfectas para regocijo de lectores aventureros. "Pues bien, en los últimos meses de 1702, los españoles aguardaban un rico convoy, al que venía dando escolta la armada francesa, con una flota de veintitrés barcos, comandados por el almirante Château-Renault…", cuenta Nemo al interesado señor Aronnax, profesor del Museo de París, que acabó prisionero en el Nautilus por haber salido a la busca del nerval o el monstruo que asustaba y hundía barcos por aquellos tiempos de 1866.
"Pues que nos encontramos precisamente en la bahía de Vigo, profesor Aronnax –me respondió el capitán Nemo– y que, si lo desea, está en su mano desentrañar sus secretos", continúa el misterioso capitán, intrigando al francés que, a través de las enormes ventanas del submarino, observa fascinado el ir y venir de los hombres de negro, cargando las monedas de oro y plata, las cajas y toneles desvencijados, los tesoros de los barcos españoles que terminaron hundidos en esta rada de Vigo, en vez de en Cádiz, para que los ingleses no se hicieran con el botín procedente de las Américas.
Esta mañana, en esta playa donde una placa recuerda que, a mediados del siglo XIX, se intentaron recuperar los restos de dos galeones hundidos aquí mismo, solo el par de marineros –Paco y su amigo– disfrutan de las leyendas que les son tan familiares. A ellos les interesan otros tesoros, los más deseados por los mariscadores, que solo afloran cuando Nemo y sus buzos se dejan ver de cuerpo entero, algo que sucede nada más que con las mareas muy bajas. La arena que rodea el monumento de Moncho Lastre y Sergio Portela tiene enterrados alrededor almejas, berberechos o longueirón –navajas para muchos–, el carallote para los de aquí. Tesoros que dan euros, no doblones de fantasía.
Pese a los golpes de realidad, como la isla de San Simón está cerrada al público –solo abre en temporada alta de Turismo–, su silencio, solo batido por las gaviotas y las olas en marea alta, viste al incansable Julio Verne, quien vigila hasta el puente de Rande, nombre que bautiza la batalla de españoles y franceses frente a los ingleses.
La brisa, la barquita de Francisco y el desembarco en esta playa de Cesantes con el soplo de Nemo y sus buzos en la nuca, es una sensación fantástica de viaje al fondo del mar. Produce cierto vértigo saber que la estatua se parece tanto al auténtico escritor, que estuvo aquí un 2 de junio de 1878, después de publicada la novela.
"En torno al Nautilus, en un radio de media milla, el mar aparecía bañado en luz eléctrica. …. Algunos hombres de la tripulación, equipados con escafandras, se ocupaban en desembarazarlo de toneles medio podridos, cajas reventadas, que se amontonaban entre otros restos ennegrecidos. De aquellas cajas, de aquellos barriles, escapaban lingotes de oro y plata, cascadas de monedas y joyas, que se desparramaban por el fondo de arena. Luego, cargados con aquel precioso botín, los hombres regresaban al Nautilus, descargaban su fardo y volvían a reanudar aquella inagotable pesca de oro y plata". Pág. 342, de la edición de Alfaguara, 2018.
Nemo enseña los tesoros de los galeones españoles a Aronnax el mismo día que este, su criado Consejo y el canadiense Ned, el hombre más hábil que haya con el arpón contra ballenas y monstruos marinos, planeaban fugarse del submarino, tras meses prisioneros en la increíble máquina que vivía en el fondo de los océanos. Ni el lujo y asombro que ofrece el Nautilus es capaz de aplacar las ansias de libertad del canadiense. El científico preferiría unas semanitas más para terminar el recorrido por los océanos conocidos, pero el canadiense quiere escapar cerca de Francia e Inglaterra.
El libro que nos ha traído hasta aquí tiene más menciones a lugares de España y su historia: Canarias, Tenerife, Gibraltar. Toda la costa de la península está presente en el viaje, pero es en Rande y Cesantes, donde los protagonistas de las 20.000 leguas de viaje submarino, recuerdan las pasadas glorias del imperio español y sus inicios de decadencia, que desencadenaron la triste historia de enfrentamientos desde las guerras carlistas.
El salitre, el olor a algas que arrastra al fondo del mar, no oculta la presencia muda del Lazareto de la Isla de San Simón, visitable en verano. Ese lugar, recuerda Santos, vecino de Redondela, provoca recuerdos encontrados en los visitantes. La memoria de los mayores tiene muy vivo que durante la Guerra Civil fue prisión, donde sus sótanos y humedades no envidiaban a la del Conde Montecristo.
Leyenda e historia se cruzan con el destino de Vigo y la imaginación del escritor francés que describió esta rada sin conocerla. Fue diez años después de ubicar aquí al Capitán Nemo y a Aronnax cuando el mago de la ciencia ficción tuvo que entrar en este lugar, por la costa Atlántica. El Nautilus ya daba la vuelta al mundo por los océanos en la imaginación de miles de lectores del libro.
Tras Cesantes y Redondela y el magnífico puente de Rande, el paseo por la ciudad para perseguir las huellas del autor tiene que comenzar por el Puerto. Allí, sobre el calamar gigante del escultor José Morales –pagado por una asociación empresarial de mujeres de Vigo– cuyas patas sirven ahora a los niños para trepar, comienza el homenaje al genio, recuperado por la ciudad en el año 2005. Sea o no el calamar que pisan adultos y chavales uno de los que aparecen en el libro, mejor pensar que es descendiente del kraken que "la tripulación del navío Alecton" descubrió al nordeste de Tenerife como cuenta el texto.
Bajo los soportales de las plazas de la ciudad ya se sienten los pasos del francés. Primero llegó en 1878 por una avería de su barco a vapor –Saint Michelle III– y luego en 1884, por culpa de la caldera de la misma embarcación. Paseó por esta ciudad, de la que "no podéis imaginar nada más admirable que esta bahía, lago inmenso rodeado de montañas…", como le escribió a su amigo Raoul Duval en una carta. La recuperación de los diarios de viajes del autor permitió poner fecha exacta a los días en que estuvo aquí, siempre en primavera.
Si en 1878 lo hizo en junio, en 1884 llegó con el Saint Mitchell en mayo. El 19 de ese mes el escritor relata su entrada en la ría y la visión de las Cíes, donde es recibido por el vicecónsul francés Monsieur Tapias –Francisco Tapias Pascual– y el General Llorente. Prueba el café de la Plaza de la Constitución y todo ello lo detalla en los diarios, hasta lo que cuesta cada cosa, como hacía con todo. Era quisquilloso con los asuntos del bolsillo y ordenado hasta decir basta. Sus diarios, con una letra apretada, parecen destinados a ahorrar papel.
Al día siguiente visita la fortaleza O Castro, lo que le permite una "vista admirable" de la bahía y los valles. Durante cuatro días, mientras le arreglaban el Saint Mitchell, paseó por la ciudad y fue debidamente agasajado, hasta que partió a Lisboa. Eduardo Rolland, el verniano más apreciado por los vigueses, lo cuenta en su libro 20.000 leguas de Verne a Vigo.
Rolland y un modesto club verniano –los hay repartidos por todo el mundo– han logrado recuperar al autor de obras como La Vuelta al mundo en 80 días; Viaje al centro de la Tierra, Los hijos del Capitán Grant, Miguel Strogoff, La Isla Misteriosa. Son tantos y tantos los momentos mágicos para el lector adolescente –o adulto– que pasear por Vigo, a la sombra de aquellas aventuras y recuerdos, convierte al modesto explorador en verniano por horas o días, si es que la persona no lo es desde la infancia tardía. En todos los rincones, incluida la subida a la fortaleza y la vista sobre la bahía, el soplo de la memoria hacen grata la visita.
Está datado el café de Julio Verne en la Plaza de la Constitución, las vistas de la fortaleza que describió, el taller del Arenal donde repararon al Saint Mitchell… y de lo que no dejó rastro ya se ocupa la realidad actual, empeñada la ciudad en recuperar al francés en los últimos quince años. Han tardado, pero la huella es fácil de encontrar por ejemplo, en la Biblioteca Juan Compañel, ante una exposición de tiras de cómic, donde se puede rematar una jornada envuelta en la compañía de sus personajes.
Porque el paseo por Redondela y Vigo, primero a la busca de tesoros hundidos de galeones españoles, después tras los pasos del autor, ha traído la pasión por otras obras del escritor, como la increíble La Isla Misteriosa, al final de la cual se resuelve el misterio del Capitán Nemo y el Nautilius. Los pasajes que rodean la subida a O Castro dan para evocar muchos misterios.