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A estas alturas de su peregrinaje, el escritor dos veces premio Goncourt, fundador de Médicos sin Fronteras y diplomático, se ha convertido en "un gigante enano, según la fórmula de Victor Hugo" y ha sido el Camino Primitivo quien ha presenciado cómo se encogía. El caminante padece "unos deslumbramientos espirituales que le hace encarnar lo divino en los objetos de la naturaleza: las nubes, la montaña, los caballos".
Es comprensible. La subida y bajada del Puerto del Palo sitúa al viajero en posición de atisbar algo del suero que se infiltra en el cuerpo del jacobeo, hasta dentro del coche. Bajando por la carretera AS-14, desde el puente que cruza el embalse del Navia, los viejos edificios de la antigua central eléctrica (1955) utilizan el lago artificial como espejo y el aroma a otros tiempos lo impregna todo. La entrada en Grandas de Salime, cuando las farolas ya amarillean el pueblo, es un final de jornada digno del día vivido.
Amanece sobre la iglesia de Grandas. Cae el orbayu y esta peculiar construcción, redonda, extraña y hermosa, con sus tejados de pizarra chorreando, es lo primero que se descubre desde algunas de las ventanas del hotel 'La Barra', en el corazón del pueblo. Es curiosa esta antigua colegiata, datada en el siglo XII como monasterio. La puerta es románica, como la pila bautismal y las gárgolas. Del siglo XV la puerta interior –dos hojas de roble de herrajes góticos– y lo último añadido es del XVIII. Todo está escrito en un cartelito de la fachada, esperando la curiosidad del viajero.
Manuel Niño Méndez, Lito para sus amigos, sirve el desayuno sencillo, rico y apropiado al lugar y el precio –35 euros la noche para trabajadores y 40 para turistas–. Al pie de la iglesia, el hotel 'La Barra' es limpio, austero, pero con buen baño y tamaño de habitación, sirve a sus principales clientes sin decepcionar. Es que "vivimos del peregrino", explica Lito. La última reforma es del 2007 y de nuevo, aquí, es importante la calidad del colchón y la almohada: "viscoelástica". Está claro que es una palabra mágica frente a los albergues y hotelitos públicos.
Desde primera hora, Lito estimula en el viajero la atractiva jornada que le espera. "Hoy entraréis en Galicia y estos últimos tramos entre Asturias y Galicia transmiten algo a los peregrinos". Nos lanza los primeros lugares, nombres que Rufin se ha ahorrado en el libro, pero tan reconocibles en la descripción clásica de la jornada: Cereixeira –'Casa Federico'–; en Malneira, la capilla de la Esperanza; la leprosería de San Lázaro en Padraira; el increíble Puerto del Acebo, y ¡voilá! la frontera de Galicia.
"Entrar en Galicia es llegar a la meta… el peregrino curtido no tiene ya ningún deseo… Otro de los descubrimientos es esa exaltación, esa felicidad, esa paz que aumenta a medida que uno se acerca a la meta". Las palabras del libro del médico francés respaldan las de Lito, mientras la carretera (AS-28) se abre, con el asfalto húmedo por la débil escarcha matinal.
Para seguir las huellas del peregrino desde el coche se imponen varias paradas, buscando los tramos de camino que marcan sus botas. Y 'Casa Federico', en Cereixeira, es una de las obligadas. Está aquí desde 1953, cuando Federico y Nieves, recién casados, abrieron la tienda, colmado, ultramarinos, bar o cantina; el nombre que use cada viajero para el lugar denota de dónde viene. Neli, su hija, confiesa que lo que más compran los caminantes son plátanos. Y este año, los portugueses son los más numerosos.
La mañana supera las emociones por esta modesta carretera, a ratos en paralelo con los caminantes del Camino Primitivo. En Malneira –a no más de 9 kilómetros de Grandas y pegado a Cereixeira– otro ratito para visitar la Capilla de la Esperanza, en una recta del camino. Sea por el día neblinoso, sea por el hermoso porche que se agradece con el calabobos, la capilla con la Virgen de la Esperanza traslada al viajero a ese estado de sosiego del que habla el escritor francés.
Antes de llegar a la siguiente parada, el Hospital de leprosos de San Lázaro, los paisajes ya se han metido por las ventanillas. En Padraira, preciosa aldea, los escasos 500 metros caminados hasta el hospital son el contacto imprescindible para reencontrar a los peregrinos. Las casas están bien restauradas y abiertas las ventanas, por donde se escapa el olor del puchero y el sonido de los informativos de las dos de la tarde. El rey emérito, Juan Carlos –se oye–, seguirá en el hospital por la operación de corazón.
Ante el lazareto que funcionó hasta finales del XVIII, una pareja joven, Celia y Jordi de Barcelona, confiesan que es su primer Camino; han hecho amigos y marchan encantados con los paisajes y sensaciones, bastones de marcha nórdica mediante. "Hemos quedado en la próxima parada. La verdad, es nuestra primera vez y el Camino Primitivo, desde el del Norte, nos parece maravilloso".
El alto del Puerto del Acebo y sus nieblas regresan con los molinos aerogeneradores marcando la ruta al conductor. A Rufin le parecen "puntos de sutura situados entre el cielo y la tierra"; pero desde el coche semejan fantasmas de gigantes, diseñados por algún amante del minimalismo.
Entre serbales –el árbol del cazador– fresnos y pinos que resisten en la niebla, queda atrás Bustelo del Camín y el cartel de bienvenida a Galicia es un hecho. Y se confirma que esta ruta, la iniciada en Oviedo por Alfonso II el Casto hace 1.200 años, es de las más bellas, si no la primera.
Gracias a Ricardo Ruiz, un joven que viaja en un todoterreno de la empresa que mantiene los aerogeneradores, es posible encontrar esa raya de frontera que sube la adrenalina y hasta las lágrimas a los jacobeos. Es el paso físico de Asturias a Galicia, una línea de piedras y un jalón de cemento a la izquierda, con otro montoncito repleto de mensajes, tal y como lo describe el escritor francés. Hace unos años, Rufin se encontró aquí con un "español de unos 50 años, de físico ejecutivo con gafas de concha, camisa Lacoste y botas bajas con tela vaquera" que le tiende la mano –"Es Galicia" le dice– y cruzan juntos ese paso tan simbólico y emocionante en la peregrinación. Luego, cada uno sigue su camino. No se vuelven a ver.
Este final de agosto de 2019, este paso está concurrido. Primero tres holandeses más que cincuentones, fantásticos, animosos. Dos por delante y un tercero más alejado, que grita en inglés: "¡Ehhh, peregrinos!". "Aquí, ¿cómo estás?", responde el fotógrafo. "¡Ohhh, estoy muerto!", y allí detrás, entre la niebla, surge con su camiseta burdeos pegada al cuerpo por la humedad.
Quizá sean una réplica de la imagen del mismo Rufin en la peregrinación. Transmiten sosiego y buen humor. Han superado la subida y ya solo les queda bajar hasta la próxima parada con café, la 'Venta do Acebo', otro capítulo de renombre en este viaje.
Unos minutos después de los holandeses, de la niebla surge un ciclista –la segunda forma más asidua de hacer el Camino– con algo en la mochila. De cerca es fácil descubrir que ese algo se llama Txoc, es un chiguagua de un año y baja cómodamente a la chepa de Óscar Ruiz, un vasco al que esta ruta le pone "mucho menos que el Francés. El año pasado hice la otra y esa sí tiene marcha. A cada paso, un tío disfrazado de peregrino; otro de cruzado, de todo. Aquello es más original, más entretenido". Gustos hay para todo.
Eso mismo piensa Rosalía, nacida en una zona de los Urales, pero residente en Toulouse, con una sonrisa que le come la cara. Va camino de la 'Venta do Acebo', donde le están esperando los amigos. Bastaría pararse una jornada aquí mismo, al pie de esta frontera ingenua, trazada con cantos repletos de deseos, para poder llenar un libro de historias.
Una hora después, a las puertas o dentro de la 'Venta del Acebo', están sentados todos los personajes que han cruzado con emoción y euforia la línea de Galicia. Los holandeses, el ciclista con el chiguagua, Rosalía con su amiga, y el dueño de la 'Venta'. Toman cañas o café, bocatas o un tentempié que José Luis –que hoy tiene abierto– sirve desde la barra.
Porque aquí el protagonista es este señor que hay detrás de la barra, cuya venta y talante son mencionados no solo por Rufin –sin nombre exacto– sino por otras guías y blogs de peregrinos que intentan retratar al personaje. "Eso de que abro cuando quiero no es verdad. Aquí está abierto todos los días de 9 a 2, mis amigos lo saben", sentencia el susodicho José Luis, de buen humor. Las paredes con retratos de Bob Marley mientras suena Pink Floyd descolocan a parte del personal, que no deja de entrar y salir.
"Prohibido descalzarse", reza más de un cartel, perdido entre los rostros de los amigos en fotos, la cara repetida de Marley, cuadros al óleo del dueño echando un tute con los colegas. "Dicen que soy un gruñón porque me pongo siempre a la altura del que tengo enfrente. Allá por 1802, no estoy seguro, este negocio lo fundaron mis tatarabuelos. Puede que incluso sus padres. Era una parada arriera y aquí, en el 'Valle do Acebo', en esta casa, nací yo. Hace 30 años que murieron mis padres y me vine. He corrido lo mío, Mallorca, Cangas del Narcea, otros trabajos. ¿Pink Floyd y Marley? Me gustan; porque sí".
La 'Venta do Acebo' confirma por qué se ha convertido en uno de esos cafés que ganan líneas en los cuadernos de viaje, ya sea para retratar este lugar, reflejo de una parte de lo que es la senda primitiva, ya sea por lo pintoresco del sitio. Aquí, nuestro escritor se encontró con viejos amigos, "Marika –otra colega del camino– y un belga, mientras se zampaban unos bocadillos". Para guiris sobre todo, tras una jornada mañanera de subida al 'Acebo' (1.050 metros de altura) y entrada en Galicia, es un chute de complicidades y vida.
Mientras los jacobeos de a pie giran por detrás de la venta, la siguiente parada en coche será Fonsagrada. Si nada se interpone en el camino. Pero sí hay algo que se atraviesa, y es la belleza. Esta vez es la aldea de Paradavella, un lugar que honra su nombre. Esto es lo que es, una parada bella, aunque en realidad la traducción del gallego, apunta un vecino que sale a husmear, sería "parada vieja". El Camino cruza la carretera que lleva a Fonsagrada y Lugo. El valle, ya bañado por el sol del mediodía y sin niebla, alardea con todos los tonos de verde de que es capaz.
Un poco más arriba, un matrimonio de Colmenar Viejo (Madrid), que debe estar a punto de entrar en los 80, ha sacado mesa y sillas, vino y chorizo, queso y otras delicias gallegas y astures. El señor, de enormes orejas y sonrisa curiosa, se dispone a ofrecer un vaso al fotógrafo que les pide permiso para la foto. "Hace años que lo hacemos. En coche, que ya no tenemos edad para más. En Melide es obligado que toméis el pulpo. A Lugo vamos esta tarde, porque somos muy devotos del Cristo de la Mano Tendida".
En Fonsagrada huele a peregrinos más que a turisperegrinos. Nada más aparcar en la plaza del Ayuntamiento se topa una con ellos, comiendo en las terrazas, bajo los toldos que les protegen del orballo (ahora en gallego). Enfrente, en la farmacia Peña María, una amable Cristina no tarda ni diez minutos en preparar otro kit del peregrino: "Compeed, rodilleras, tobilleras, antiinflamatorios, cremas tipo árnica y un antiséptico. No creáis, aún hay algunos que se ponen en marcha sin lo más elemental, pero aquí estamos".
Saltándonos las recomendaciones del amigo de Colmenar Viejo, en el bar-mesón 'El Cantábrico' sirven un plato de pulpo que, tal y como ha prometido la camarera, en nada tiene que envidiar al famoso de Melide. Y ahí está, en el mostrador la Lotería, entre billetes de varias nacionalidades, que al igual que el virus del Camino, ataca a los peregrinos españoles "y también a los extranjeros. Alguno coge un décimo".
La entrada en Lugo al atardecer, después de dos días intensos de montañas, valles, aldeas y pueblos, resulta hasta molesta. Es la última tarde de agosto y asombra la cantidad de marcha en las calles, sin distinción de edad. Las terrazas de dentro de las murallas están repletas y el ruido –esos decibelios en los timbres de voz de los españoles– sorprende tras el silencio de montañas y valles.
Es una hermosa ciudad, con la muralla romana mejor conservada de Europa según Turismo; 85 torres "de la antigua ciudad romana de Lucus Augusti, fundada por Paulo Fabio en nombre del emperador Augusto en el año 13 antes de Cristo", rezan las guías. Rufin escribe que "pocas ciudades en el mundo pueden enorgullecerse de tales fortificaciones, tanto más cuanto que en Lugo están prácticamente intactas".
De entrada, tenemos más suerte que el ganador de los dos premios Goncourt, porque mientras él se encuentra la ciudad tomada por varias Cleopatras, César, Marco Antonio o Nerones con motivo de las fiestas romanas, los únicos hombres con túnica que aquí se ven esta tarde, son los que hay a la espalda de la catedral, presidiendo la plaza.
Cada puerta de la muralla acoge debajo el deambular de algún músico, unos más soportables que otros; el paseo por encima, frecuentado por jubilados, amantes del running, turistas y curiosos, es un placer, pese a la gente que lo transita. Tras los caminos entre montañas de la Ruta Primitiva, esto suena a barullo.
Pero más apelotonado y significativo resulta el grupo de jóvenes que visitan la catedral. Pertenecientes a una de esas congregaciones fervientes y reconocidas por sus cantos con guitarras que abundan ahora dentro de la Iglesia, levantan sus voces y sus instrumentos de cuerda –deben de haber dado media docena de clases, si llega– para jalear su fe, sin fijarse demasiado en los fieles que, silenciosamente, buscan un poco de reposo mientras rezan. Si alguien peregrino cruza la muralla buscando las vísperas, no las encontrará.
El sol se pone tras las torres del recinto amurallado y la ciudad tiene más marcha, aún si cabe, que dos horas antes. Los bares de tapas están a tope, pero no se distingue a ningún peregrino. La mayoría pernoctan fuera de la parte antigua, más económico, y en los albergues. Con una última mirada a las murallas de los tiempos de Augusto, cae el telón.
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