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Fueron y son peculiares. Epataron a los extranjeros por detalles como el origen misterioso de su nombre o por su endogamía. Hasta entrado el siglo XX seguían casándose entre ellos. Sus costumbres, su ingenio para el transporte y el comercio en una tierra desagradecida, deslumbraron a Richard Ford y George Borrow, los más célebres viajeros del XIX. Hoy es apasionante recorrer La Maragatería –la mayoría en la comarca de nombre La Somoza– a la sombra de estos impertinentes británicos, en un tiempo en el que esa cultura lucha por sobrevivir tras 500 años de historia.
Primer día
"Hay una clase de arrieros muy poco conocida de los viajeros europeos: los maragatos, cuyo centro está situado en San Román, cerca de Astorga; ellos, al igual que los judíos y los gitanos, viven exclusivamente entre los suyos, conservan sus trajes primitivos y nunca se casan fuera de su región. Son tan nómadas y errantes como los beduinos, sin más diferencia que llevan mulas en vez de camellos (…) cobran caro, pero su honradez compensa este defecto, pues puede confiárseles oro molido". Richard Ford, Cosas de España. El País de lo Imprevisto. Traducción de Enrique de Mesa. (1833-1836).
"Los maragatos son quizá la casta más singular de cuantas pueden encontrarse en la mezclada población de España. Tienen costumbres y vestidos peculiares y nunca se casan con españoles. (…) casi todo el comercio de una mitad de España está en manos de los maragatos, cuya fidelidad es tal, que cuantos han utilizado sus servicios no vacilarían en confiarles el transporte de un tesoro desde el Cantábrico a Madrid...". George Borrow. La Biblia en España. Traducción de Manuel Azaña. (1837).
¿Quiénes son estos maragatos, cuyo nombre ya genera misterio, al que dedican esos y otros cuantos párrafos más los dos viajeros británicos citados, Ford y Borrow? Ambos son curiosos impertinentes, nombre con el que los hispanistas han denominado a ingleses que divulgaron la imagen romántica de España, pero desde su mirada tantas veces insolente y acogida al tópico. El país de bandoleros y morenas de ojos negros tras las rejas escuchando una guitarra; inculto, atrasado, más árabe que europeo; de buenas gentes pero analfabetas por culpa de la monarquía y la Iglesia; un pueblo sobrio, que podría ser mejor si tuviera buenos gobernantes, pero al que le gusta la autoridad.
Sí, don Ricardo Ford –como le traduce Enrique de Mesa– y Jorgito el Inglés –como él mismo vendedor de biblias se presenta en España, [un tipo "de pocas letras" y bastante estrafalario según Menéndez Pidal]– se conocieron y trataron gracias a España, país que por diferentes circunstancias recorrieron a caballo por separado, y sobre el que vertieron todo tipo de juicios, aventurados y venenosos unas veces, acertados otras. Sus best seller de la época ha marcado a cada escritor y viajero que pretendía documentarse antes de cruzar los Pirineos o desembarcar en cualquier puerto de la península.
El hecho es que sus páginas dedicadas a La Maragatería son un cebo apasionante para recorrer una comarca en busca de unas gentes y unas leyendas que sobreviven sin teléfono móvil ni redes sociales. Entre otras cosas porque en determinados sitios parecen aliados de la desconexión estilo 'Ikea', por la sencilla razón de que no hay cobertura.
Con los dos libros de los ingleses en la mochila comienza el primer día por el país de los maragatos, en un noviembre generoso en aguas y nieves tempranas. La primera parada obligada es Castrillo de los Polvazares, imagen de La Maragatería. La capital económica de la zona es Astorga, villa en la que residen tres maragatos clave: Pedro Mato y los dos del reloj. Pero en Astorga nunca hubo arrieros, oficio que trajo doblones de oro a la comarca, quede claro.
Es el pueblo modelo de la cultura maragata, tan mimado que parece de cuento y del que se pueden escribir todos lo tópicos sin temor a equivocarse. A saber: en sus calles se ha parado el tiempo, en sus casas bien cuidadas queda a las claras que hubo maragatos ricos, influyentes y cultos. Y no solo el famoso diputado Cordero (era de Santiago Millas, otra cuna de arrieros de postín), que según Richard Ford, "se presentó en las Cortes con su traje regional".
Castrillo es lo que Santillana del Mar a Cantabria o Pedraza a Segovia, un pueblo para mirar, disfrutando de sus calles y casas teñidas con la tierra ocre y naranja, ese color que da el óxido de hierro y que cambia según la estación de año y el grado de humedad.
Con los colores tostados y los suelos destacando contra el verde y azul de las puertas, todo subido de belleza y color, se dobla la esquina de la plaza, donde una capillita atestigua la fe del pueblo, hasta llegar a una de las casonas que, como todo el lugar, vive por y para las visitas turísticas.
A Castrillo le vino muy bien que el desarrollo tardara en llegar. "Pudimos mantener las calles empedradas, las casas históricas cuidadas. Cuando en 1980 fue declarado conjunto histórico, llegó el aldabonazo definitivo", explica Miguel Centeno Ares. Es un maragato "si por maragato se entiende el que ha nacido en La Maragatería, no el hijo de arrieros. Aquí también hubo ganadería, labradores y miseria, porque es una tierra muy dura". Centeno habla con el libro de registro de las habitaciones entre las manos, porque regenta 'Cuca la Vaina', uno de los lugares del pueblo donde también se come bien, además de dormir.
Para pasear por Castrillo conviene llevar calzado cómodo. Las calles empedradas y húmedas cobran su cuota de esfuerzo al turista y no están hechas para tacones. En la plaza, los poyetes enmarcan el lugar donde se celebran las famosas bodas maragatas, que Richard Ford describe con cierto detalle, aunque nadie ha podido confirmar que lo de los dos pollos asados para desayunar a los novios a la mañana siguiente de la noche de bodas sea tan ancestral como dice el inglés.
Pero en esa plaza se siguen bailando el folclore tradicional, las fiestas y las procesiones. A veces las celebraciones son reales, otras representadas para grabaciones, como el estupendo documental sobre La Maragatería, La memoria de las piedras de TVE2. Esta mañana es un día de diario, así que los turistas –una pareja madura y peregrinos que se han desviado del cercano Camino de Santiago– campan a sus anchas, como alguno de los coches de los vecinos, aparcados en mitad del pueblo, "sin pensar en que joroban la foto" comenta Miguel Centeno. Quizá es que no conviene engañar a los jóvenes de Instagram, porque aquí también vive gente, no es solo para turistas.
Observando las viviendas de la calle Real, los portones por donde pasaban en otro tiempo las mulas y las casas con pocas ventanas a la calle, pero sí abiertas a los patios, cobran sentido las palabras de Laureano Rubio, catedrático de la Universidad de León. Sus estudios dedicados a la maragatería son claves para entender esta cultura. "Los apellidos maragatos están en Castrillo de los Polvazares, como los Botas, los Salvadores; los Crespo en Santa Colomba, los Calvo (los del Atún Calvo) en Santa Marina. Hay otros pueblos de la comarca, como Turienzo de los Caballeros, donde más que arrieros había gentes que trabajaban para ellos. Lo mismo sucedía en La Cepeda".
El profesor Rubio dedicó diez años a su tesis doctoral, documentando e investigando la tradición escrita y oral de esas tierras. "Los arrieros maragatos fueron una realidad que controlaba el comercio. Ellos dan el nombre a la tierra que habitan –el territorio de La Somoza– un caso seguramente único en la historia, en vez de que la tierra les dé nombre a ellos".
El historiador sonríe cuando se le pregunta por la extensión de La Maragatería, esa que Richard Ford asegura que tiene su centro más importante en San Román. "San Román nunca formó parte del País de la Maragatería y hay otros pueblos, como Val de San Lorenzo, que progresaron con otro comercio, como las telas. También fueron muy importantes entre los maragatos, que llegaron a fabricar velas para los barcos. Muchas". En fin, estos británicos, tan dados a la impertinencia y a la flema con las tierras que no son suyas, está claro que no siempre contrastaban lo que escribían.
En una de esas viviendas de la calle Real reside Esteban Salvadores, el alcalde de la pedanía de Castrillo, propietario de la fábrica de legumbres El Maragato, y muy de la tierra. "Mi padre, Esteban Salvadores Crespo, es 100 % maragato. No había ningún cruce con ninguna otra familia. Esteban Salvadores Crespo De la Puente Botas. Los Salvadores somos de Castrillo de los Polvazares, y de ningún otro sitio, residentes en Castrillo de siempre".
Este Esteban de hoy sí que rompió la tradición. Se enamoró en Galicia de una mujer guapa que le observa con cierto humor, mientras él desgrana la historia. La estatura y los ojos claros del propietario de la casona de los De la Puente tienden a corroborar una de las afirmaciones de George Borrow, sobre sus antepasados: "Es evidente que su sangre no se ha mezclado con la de los salvajes hijos del desierto, porque con dificultad se encontrarían en las montañas de Noruega tipos y rostros más esencialmente godos que los maragatos".
Lo de godos es otra leyenda muy debatida. Nadie se atreve a decir con exactitud cuál es el origen de los maragatos. Unos, como Borrow y Ford, se apuntan a lo de los godos y visigodos; otros, a un grupo de árabes que se quedó aislado durante la Reconquista, una teoría muy rechazada entre los propios maragatos. Hay expertos, como Laureano Rubio, que defienden que el nombre proviene de su trabajo, "iban al mar, a los puertos, y llevaban las mercancías a los habitantes de Madrid (llamados gatos). Del Mar a los Gatos, maragatos. Sus orígenes, como todos en esos territorios, son las repoblaciones del siglo IX y están documentados. En cuanto al nombre, aparece por primera vez en un documento del siglo XVII", remata el historiador.
[Para Rubén Domínguez, licenciado en Geografía e Historia y el chef de 'La Lechería', en Val de San Lorenzo –uno de los mejores restaurantes de la zona– opina que son norteafricanos "les guste o no". "Los maragatos básicamente eran buenos comerciantes, por encima de los convencionalismos. Muchos de ellos quedaron excomulgados por comprar tierras de la Iglesia en las desarmotizaciones", explica. Rubén, un amante de las costumbres y la historia de toda la comarca, especialmente del textil del Val de San Lorenzo. Reconoce que entre los maragatos también había clases sociales: "Es evidente que hay diferencias entre los grandes apellidos del negocio arriero y quienes trabajaban para ellos en otros pueblos, labrando sus tierras o cuidando los machos"].
El debate sobre los orígenes de los arrieros también divierte en parte a sus descendientes y, según las sospechas del alcalde Esteban Salvadores, quizá estén relacionados de alguna manera con el pueblo hebreo. "No sé si éramos una etnia pura, pero seguro que tenemos algo de judíos. He convivido con ellos y son lo más parecido a nosotros", cuenta Salvadores, haciendo referencia a lo "retorcidos para mercadear a la hora de conseguir un negocio", como rasgo en común entre las dos culturas. "También en la seriedad de la palabra y el acuerdo. Ten en cuenta que los antepasados transportaban también oro y dinero de la Corona y si lo perdían, lo avalaban con todos sus bienes", señala el alcalde, mientras intenta que la chimenea tire y no se acabe la llama. Las noches son frías en Castrillo.
La sombra de los dos británicos que descubrieron al mundo las andanzas maragatas no debería llevar a segundo lugar el dato literario más importante de Castrillo: La Esfinge Maragata, la novela de Concha Espina está situada en este pueblo, donde la escritora cántabra residió un tiempo con unos amigos y ahora cuenta con su correspondiente calle y un busto en la plaza. Valdecruces, el nombre del pueblo que Espina da a Castrillo en la obra y es reconocible en las calles aún hoy. La película sobre la novela se rodó aquí en 1969 y también se puede identificar en sus planos:
Mariflor Salvadores –la protagonista– también lo recorrería sin perderse. Lo que queda muy lejos es la pobreza que retrató la escritora, aunque nunca se sabe qué se esconde detrás de cada puerta. En la plaza, al atardecer charla una dama bajada de un buen coche con un viejito seguido de su perrito blanco. Ambos se lamentan de lo carísimo que es mantener las casas al día, sin goteras ni grietas.
La ruta de la Maragatería coincide con el Camino de Santiago, la ruta francesa; ni en noviembre descansan los peregrinos, aunque el frío aprieta. Hace 500 años se cruzaban con los maragatos y sus reatas, que marchaban a toda prisa, sin siquiera "ceder el camino". "Sus caballerías no se mueven de su sitio, y como la carga sobresale a uno y otro lado, igual que los remos de un barco, ocupan toda la vereda", escribía Richard Ford. Por esos caminos que llevan a A Coruña o a la ría de Arousa, los que hoy se cruzan son los todoterrenos y furgonetas de familias maragatas, que han cambiado los machos por las pescaderías y las carnicerías, las fábricas de legumbres, la hilandería, y conservan sus casas en lugares especiales.
Una parte del camino de los arrieros serios, cumplidores de su palabra, lo andan hoy parejas de italianos, rubias alemanas o suecas, que aparentan estar en su año sabático antes de la Universidad; o algún hombre disfrazado de peregrino en un peregrinar de su alma de ejecutivo, escapado del mundanal ruido de Ámsterdam. También los hay solitarios, recién estrenada la jubilación, dispuestos a entrar en la fase zen, dentro de ese pacto triunfante al que parecen haber llegado el apóstol Santiago y los monjes del Tíbet. A ratos la ventisca sacude sus impermeables de plástico verde o de fuertes colores, como las ramas de robles y fresnos que se extienden por las faldas del Teleno, la montaña mágica de La Maragatería, que juega al escondite con las nubes.
"El Teleno es nuestro referente, está ahí. Para los arrieros maragatos, su guía. Mi padre, mis abuelos, salían a comprar o vender –mi padre jamones– y no se sabía cuando volvían. A veces viajaban dormidos sobre los machos, porque iban a las ferias, compraban animales y luego, en estas fechas, se preparaba la matanza". Carmen Martínez es la hija del último maragato, una leyenda en Astorga y toda la comarca de la maragatería, Antonio El Jamonero, quien, según su hija, creó la cecina.
El último arriero maragato era un tipo muy especial, repleto de flema y amante del folclore, alma del Grupo de Danza Maragatería, que ha viajado por medio mundo. Carmen, que sigue en el grupo al igual que su hijo, se ha vestido con las mejores galas tradicionales de las mujeres maragatas para las bodas, las fiestas y las procesiones. Por su cara se cruza un rasgo de dolor cuando engancha el mandil bordado de su bisabuela, una pieza única, maravillosa, al ir a cortar jamón para una clienta, a quien le parece de lo más normal que la hija de Antonio esté vestida de esa guisa: "hoy actuáis".
Pues no, hoy habla de su padre, de su tierra, de sus mujeres, una vida tan dura como la que describe Ford. "Las mujeres no salen casi nunca de sus casas, en cambio los hombres están poquísimo en ellas", escribe el ilustrado inglés. Antes ya había descrito una parte de los ritos de las bodas maragatas."Esta era una tierra pobre –cuenta Carmen– y hubo que salir a buscar la vida fuera. Las mujeres se quedaban en casa, con una vida durísima, haciendo todos los trabajos, los del campo y los de la casa, más la crianza de los hijos".
La hija de El Jamonero ama esta tierra, pero no quiere olvidar lo complicada que es, por más que "mi padre tenía mucho humor, flema casi inglesa. Le encantaba lo que hacía, tocaba la chifla, se empeñaba en mantener la memoria viva entre los jóvenes... y en parte lo logró, pero trabajaron de una manera increíble. Dormían sobre los machos muchas veces y ellos solos los traían hasta casa" explica, mientras se mueve entre los centenares de piezas antiguas que su padre fue coleccionando durante años y con las que pensó montar un museo. Ahora tendrán que ser vendidas.
La imagen de los últimos arrieros dormitando sobre sus machos es la que recordaba Carmen desde su infancia y la que describía "Jorgito el Inglés" hace 200 años. "Por todos los caminos de España, y particularmente al Norte de la cordillera divisoria de ambas Castillas, pasan los maragatos, en cuadrilla de cinco o seis dormitando, o simplemente echados en el lomo de sus gigantescas y cargadísimas mulas", espolea al turista para regresar a esos caminos que a ratos vigila el Teleno, el monte sagrado de los romanos, los musulmanes, mozárabes, visigodos, cristianos y maragatos. Imposible que compita con La Cepeda, la otra cumbre que protege estas tierras.
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