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Esta tierra rojiza que se arropa con una manta de hojas teja, marrones, beige o amarillas, de encinas, robles, chopos e incluso alguna trifoliada roja de arce, inflama los pulmones y el ánimo desde primera hora de la mañana. A falta de los machos de las reatas de los maragatos hay que conformarse con el coche, que se convierte en un nido agradable durante estos fines de semana de vientos y avances de lluvias, ideales para carretera y manta.
Dice el historiador Luciano Rubio que los avispados maragatos utilizaron el carro y la diligencia muy tarde, cuando ya el tren les pisaba los talones, por más que ellos conspiraran contra su llegada. La compañía de diligencias que fundaron los más ricos, como Pedro García Matanzo, quizá el más desconocido y más importante de los maragatos, socio del famoso diputado Santiago Alonso Cordero, duró pocos años.
Tras una primera jornada en la capital turística de la zona, el objetivo de este segundo día es llegar hasta Foncebadón, uno de los pueblos más altos de la zona, por donde Esteban Salvadores, alcalde de Castrillo, cree que viajaban algunas reatas. Lo que queda claro es que la ruta más transitada por los grandes arrieros, los de los 25 machos, es la que cubre la antigua N-VI, ahora autopista.
Sin embargo, sobreviven otros caminos y senderos, hoy pistas de montaña a veces, otras carreteras comarcales que durante muchos kilómetros transcurren paralelas con las veredas del Camino de Santiago. El trayecto desde Castrillo a Santa Catalina esconde lo que muchos llaman "el Balcón de la Maragatería", donde la vista alcanza al Teleno, las torres de Astorga y por encima, las crestas del Bierzo y los Picos de Europa al lado. Una pasada.
Segundo día
A las 10 de la mañana, el silencio de El Ganso solo lo rompen los cantos de los pájaros; todo muy bucólico hasta que a lo lejos, el berrinche de un niño sin edad camino del colegio devuelve la vida a un lugar limpio, que por las nuevas casas bien cerradas, debe de rebosar en verano y solo resucita los fines de semana el resto del año. A George Borrow (el vendedor de biblias y autor de La Biblia en España, que llegó a ser un best seller allá por los años 30 del siglo XIX) no le gustarían estos pueblos tan cuidados, restaurados con piedra y tejas tradicionales, con la fama de sucios y tragones que adjudica a los maragatos. "Son aficionados a la bebida y se regodean en las comidas copiosas y empalagosas, así tienen esos corpachones tan rozagantes", traduce don Manuel Azaña del libro de Borrow.
La iglesia del pueblo encaja en ese territorio humilde y místico, con sus piedras recubiertas de musgo. Una subida al campanario de espadaña, con escaleras de madera desvencijadas, demuestra que un monaguillo no se tropieza por subir a volear hace tiempo. En la puerta principal que da al camino descansan unas deportivas de marca de futbolista sobre el poyato de la entrada, tan absurdas que ni para el fotógrafo sirven de lo poco creíble que resultaría la imagen. ¿Serán de un peregrino o de un habitante del pueblo, confiado en que el jacobeo no roba?
Como en la mayoría de las villas maragatas que están en el Camino de Santiago, hay al menos un bar o restaurante que ofrece menú del peregrino. Oscila entre los 12 y 20 euros y compite con el cocido maragato. Un valor seguro en casi todos los lugares donde se ofrece.
El Teleno se resiste y sigue flirteando tras las nubes, que se dejan algunos trozos más grises que blancos, colgados en las ramas de las encinas, más desnudas que los robles. Desde la carretera, los brazos de los elegantes gigantes, modernos y aspados, se mueven agradecidos al viento. Mucho más estéticos y hermosos que los postes de luz, los molinos de aspas blancas que generan electricidad hacen pensar que terminarán formando parte en la comarca del imaginario de la infancia, como ya lo hicieron los de don Quijote en La Mancha.
El desarrollo molestaba enormemente a los viajeros románticos del siglo XIX –les parecía horroroso eso de romper el tipismo, no era cuestión pararse en nimiedades como las comodidades de los habitantes de las tierras que pisaban– por eso estas calles recuperadas como antaño, quizá recibiesen su aprobación.
Rabanal del Camino se merece un buen rato. No solo porque su calle Real a media mañana solamente está poblada por gatos de todos los colores y un sufrido peregrino con muchas leguas a sus espaldas, a juzgar por su aspecto, sino porque allí se encuentran los restos de la casa de los Caballeros Templarios. Pero sobre todo está la Capilla de San José, una recomendación del historiador Laureano Rubio y donde se cimenta una de las leyendas más populares de la Maragatería, contada en esta ocasión por Javier, el tamborilero de Val de San Lorenzo que, pese a sus poco más de 20 años, va camino de convertirse en uno de los mejores conocedores de la etnografía de la comarca.
Cuentan que al inicio del siglo XVIII, cuando ni los impertinentes Borrow y Richard Ford habían ensillado sus caballos para recorrer la península, desembarcó en A Coruña un rico llamado don José, con cuatro arquetas donde iba todo su dinero. Preguntó quién podía trasladarlas hasta Rabanal del Camino mientras él negociaba en la capital gallega, y le recomendaron a un arriero maragato. Don José le entregó las arcas, que colocó sobre sus machos, pidiendo al transportista que si, por cualquier cosa, él desaparecía, abriera las arcas pasados 25 años e hiciera una buena obra con lo que en ellas había.
El americano desapareció y el arriero de Rabanal abrió las arcas pasado el cuarto de siglo. Estaban repletas de doblones, con los que se construyó esta iglesia, datada en su fachada en 1739. Su pórtico de piedra se merece una buena mirada, aunque no sea tan influyente sobre el barroco gallego como algunos genios locales pretenden. Hubiera o no americano desaparecido, lo que sí es cierto es que esta iglesia fue rica en piezas de plata. Pero las tropas francesas de la Guerra de la Independencia arrasaron con todo.
La calle medieval repleta de gatos y la modesta pero exquisita iglesia –fundada por José Calvo y Antonia Rodríguez, no se sabe si con el dinero del americano– con las casas restauradas con mimo y cuyas ventanas permanecen cerradas entre semana, se merece un paseo, además de ese selfie gatuno que te asegura los likes.
La subida al pueblo más alto de la Maragatería está justificada para comprobar cómo cambia la fisonomía de un lugar a otro en escasos kilómetros. Es un pueblo de montaña, con tejados de pizarra, todo reconstruido, porque los franceses durante la Guerra de la Independencia no dejaron nada. Ahora, como hace 500 años, su vida se la debe al Camino de Santiago, con quien siempre ha mantenido una estrecha amistad. Son peregrinos los que más se alojan en algunos de los albergues y casas rurales que existen, junto a la típica cabaña reconstruida para hacerse la foto.
Foncebadón es un lugar contradictorio, entrañable y desolador a la vez. Entrañable por lo fácil que es imaginar a los peregrinos que hoy la transitan, cobijados del viento por la noche y de forma confortable en esas casas reconstruidas; desolador por esas montañas peladas, con escasos árboles ya –salvo algunos pinos repoblados– pero llenos de retama, cantueso o tomillo, dispuesto a dormitar bajo las nieves que ya han empezado a caer.
Es el pueblo más señorial de la comarca. En cada esquina destila el poder económico de los maragatos, que se construyeron hermosas casas de piedra con buena sillería y, sobre todo, miradores acristalados que en nada envidian a los de las villas del Cantábrico para un lugar tan chico. Atravesado por el río Turienzo, la parada para tomar un café al otro lado del río y tirar de móvil para la foto al pie de algunas de las esquinas con el mirador pintado de azul, entre añil e índigo, es una delicia.
La villa está integrada desde hace poco tiempo en el Camino de Santiago, en la ruta del Camino Francés y los pueblos del Norte, lo que ha ayudado a reconstruir las casas con cuidado, como morada de peregrinos y turistas. Tiene verdaderos enamorados, que han llegado a escribir que es el Biarritz de la Maragatería, pero es una afirmación un tanto hipérbolica, que no le resta nada de encanto. Dos lunes al mes celebra mercado, alternando con Lucillo, y en verano son interesantes, más por los alimentos que por los puestos de ropa.
Dos días en la Maragatería y La Montaña Sagrada sigue sin mostrarse en todo su esplendor. No es posible, los romanos se lo tomarían como un signo de Zeus, los católicos como un deseo de Dios. Pero ambos dioses exigen esfuerzo para la recompensa, así hay que seguir más arriba, a Lucillo y Filiel, donde según Carmen, la hija del último maragato, la vista del Teleno es bien hermosa.
Lucillo es el pueblo de Manuel Rodríguez, que pasea por sus calles con "las madreñas, o sea sabots de madera como los franceses, con las puntas vueltas hacía arriba y con la suela también de madera". Así las describió el británico y gran cronista Richard Ford en su Cosas de España. El País de lo Imprevisto y Manuel no parece nada torturado sobre su calzado. Curioso, solo se lamenta de que la juventud ha dejado ahora estos pueblos, adonde han llegado extranjeros, ingleses, alemanes "unas veces con unas mujeres, otras con otras", pero no hay jóvenes ya que lo cuiden "como antiguamente. Quedan pocas casas habitadas". Y lo dice con tristeza, porque él sí que ha perdonado a la tierra su dureza.
Por fin, en la carretera de Lucillo a Filiel, ya bien cerca de las enaguas del Teleno más que de las faldas, la montaña sagrada concede sus sombras poderosas a través de las nieblas.
Este es, ante todo, el pueblo del diputado Santiago Alonso Cordero, el maragato más conocido fuera de estas tierras, aquel que maniobró en las Cortes para retrasar la llegada del ferrocarril, que acabaría con la vida de los arrieros –el historiador y catedrático Laureano Rubio ha contrastado tales maniobras en los archivos– y que es mencionado por un sobrado Ford, como "Cordero, el rico diputado maragato, que se presentó en las Cortes con su traje regional". Es decir, con los zaragüelles que también menciona el vendedor de Biblias, George Borrow en La Biblia en España.
En el pueblo, muy restaurado, queda la casa-palacio edificada en el XIX, a la que el diputado Cordero invitó a la reina Isabel, asegurándole que le forraría el suelo de onzas de oro. La reina, una cachonda, le reprochó que entonces todos le pisarían la cara, a lo que el maragato le respondió que lo forraría con las monedas de canto. Isabel II nunca pasó por esta casa, aunque el maragato fue diputado a Cortes en 26 ocasiones. De las onzas de oro tampoco hay rastro.
Un poquito fantasma y orgulloso sí que era el tal Cordero, quien dejó a su nieta la herencia. "La Monja" la llaman entre los vecinos, pero de nombre Carmen Rodríguez Alonso, viuda de un coronel, que acabó dejando sus bienes al Obispado de Astorga.
Este noviembre no hay ni un alma, pero hay casas hermosísimas, claramente de fin de semana o de verano, porque aquí, como recordaba el historiador Rubio, la gente viene a pasar las vacaciones o los fines de semana. Además de pasear por el pueblo, si hay tiempo merece la pena echar un vistazo al Museo de la Arriería Maragata, situado en las antiguas escuelas, cerca del Palacio de Cordero.
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