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Nieva en Jaca, y los copos presumen contra las sombras de "la lonja chica", la puerta sur de la Catedral de San Pedro. Hace tiempo que no caen tantos a mitad de noviembre. Tan solo un día antes, en las terrazas de alrededor de la seo chateaban gentes en manga corta. Ahora, al abrir las puertas, el olor a incienso se cuela a través de bufandas y abrigos, como si no hubiera pasado un siglo. Es el aroma que respiró la escritora neoyorkina Edith Wharton al traspasar el umbral y encontrarse "de pleno en la vieja Jaca. Allí el tiempo se aferra a las gruesas columnas como el serpenteo del incienso mismo, ese omnipresente perfume de España que acumula su miel en los profundos recovecos".
Belén Luque, la directora del Museo Diocesano, sonríe ante el comentario de los viajes de Wharton por la Península y las notas que tomó para un libro que nunca llegó a escribir, pero que recoge Teresa Gómez Reus en Del viaje como Arte. "No podéis imaginar la cantidad de gente que lo primero que comenta al entrar es el olor del incienso. Está incrustado en la madera, sospecho que incluso en la piedra" cuenta Belén Luque, directora del Mueso Diócesano de la catedral.
La luz destierra a las sombras gracias a la moneda insertada en una de las capillas que rodean la planta de la catedral. Y entonces, en el centro del presbiterio, surge el enorme órgano, telón de fondo del altar con la sillería. Aunque Wharton no hace ninguna referencia a esa rareza, cuenta Belén que en 1919 se trasladó al lugar actual porque estorbaba las ceremonias. La situación del órgano en su emplazamiento actual tapa una parte de las pinturas de fray Manuel Bayeu, el cuñado de Goya, realizadas a finales del siglo XVIII.
El paseo por esta catedral es el aperitivo de la historia de Jaca, porque el mismo edificio y sus avatares relatan todo lo que ha pasado en la villa en los últimos mil años. Primera capital del Reino de Aragón gracias al muy estimado Sancho Ramírez, ese rey inteligente y astuto que desvío el Camino de Santiago del Puerto del Palo a Somport.
Sancho también marchó a ver al Papa Alejandro II en 1068 y le ofrece ser su vasallo –con pagos en oro incluidos– y luchador contra los moros de la Península, cuando la primera cruzada está en puertas y se gesta la conquista de Barbastro. Europeísta convencido dicen algunos historiadores –aunque no esté claro si conocía el concepto de Europa–, establece el rito romano frente al mozárabe y otorga el Fuero de Jaca.
Total, un tipo inteligente, que entendió a la primera lo que significaría la Vía Láctea que lleva hasta Santiago. Pero hay un asunto que Sancho Ramírez deja pendiente y aún colea: el inicio de las obras de esta catedral. Aunque "las actas del concilio de Jaca", datadas en 1063, se dan como un documento manipulado por la mayoría de los historiadores, la disputa sobre si se empezó antes Santiago de Compostela o Jaca sigue viva para algunos aragoneses, tozudos en sus creencias como la tierra manda.
De la catedral románica de Sancho Ramírez al abandono hasta el renacimiento de Felipe II y los detalles del gótico y el barroco, el rastro se sigue con facilidad. La Capilla de San Miguel, la de Santa Orosia –la patrona de la villa–, las bóvedas de arcos cruzadas que sustituyeron a las iniciales de madera tras diferentes incendios. Todos los estilos arquitectónicos de los últimos siglos pasan por sus muros, a veces sometidos a la barbarie de los tiempos.
El claustro románico de la catedral fue desmantelado en el siglo XVII y aún hoy, los expertos y restauradores andan a la caza de algunos de los magníficos capiteles que fueron expoliados por particulares. Solo la historia de estos capiteles –no perderse el "de los Músicos" y "el del Sátiro" que es el desnudo más famoso del románico de la Edad Media– junto con el Museo Diocesano, merecen capítulo aparte.
La luz de la ciudad nevada daña la vista al salir a la calle. Los capiteles de la lonja chica y la "vara jaquesa" se ven perfectamente, gracias al aviso de Belén Luque. "La vara es una medida de 77,5 centímetros. Se instaló aquí para medir el paño y que los comerciantes no engañaran". Otro éxito de Sancho Ramírez, que convirtió Jaca en destino de comerciantes y burgueses.
Calles y tejados cubiertos de blanco, la estampa navideña que avala que este es un lugar para disfrutar el invierno. "Ojo, y primavera. Mayo y junio son deliciosos, porque se ha ido la marabunta de esquiadores tras Semana Santa, y entonces las montañas están gloriosas. Cae agua por todos los rincones", cuenta la camarera de Fau, uno de los bares frente al soportal, mientras sirve el café con leche calentito.
De las murallas que describieron viajeros de la Edad Media y el Renacimiento, hasta el romántico siglo XIX, no queda nada camino de la Ciudadela. Fueron derribadas en 1915 para acometer el ensanche. Por eso, cuando a mitad de los años 20, Wharton regresa a Jaca, serpenteando por "las laderas grises y amoratadas del color de los cervatos hasta que un recodo nos puso ante nuestra vista la perfecta Ciudadela, que perfectamente fortificada, se asienta justo encima de la ciudad", ella ya no las vio, pero menciona lo mucho que se ha escrito sobre ellas. Es desde la Ciudadela, escribe, desde donde se puede imaginar lo que debieron de ser.
Esta mañana, la Ciudadela de Jaca y Castillo de San Pedro están magníficos. Un grupo de excursionistas se entretiene con un muñeco de nieve, admirados de que la tarde de antes visitaran la fortificación sin rastro de la nevada que ahora disfrutaban. La historia del lugar es curiosa, incluso divertida. Construida por orden de Felipe II para defendernos de los franceses, nunca fue utilizada para tal fin.
Paradojas de la historia, en marzo de 1809 fue ocupada por las tropas de Napoleón, puesto que los españoles se rindieron ante las escasas fuerzas con que contaban. Y allí se establecieron los gabachos hasta que cinco años más tarde, en 1914, el general Espoz y Mina logró echarlos. En 1968 fue muy restaurado y hoy es un lugar para exposiciones y actos oficiales.
Lo mejor, pasear por sus alrededores, disfrutar del puente levadizo con los niños, observando los ciervos que disfrutan de la hierba en lo que fue el foso. La teatralización de algunas salas, el paseo por el patio de armas –es fácil imaginar allí a los de Napoleón durante cinco años– la vista de los picos y una parte modernista de la ciudad, merecen la pena. Hasta febrero del 2020 se mantiene una exposición organizada por la Asociación de Coleccionistas de Playmobil, que soluciona una tarde fría o lluviosa, cuando las calles no apetecen.
Pero lo que sí que merece un paseo es el Puente de San Miguel, al lado de la carretera que va al Valle de Aísa. Cuesta 20 minutos bajar desde la Ciudadela hasta este cruce medieval tendido sobre el río Aragón. No se sabe cuándo fue construido exactamente, pero se suele datar en el siglo XV. Lo cierto es que da igual. Está muy reconstruido, pero las vistas ofrecen una sensación clara de la belleza del Aragón y su valle, además de imaginar a los peregrinos cruzando por aquí durante siglos.
Para los amantes de las murallas, los pocos restos que quedan de la fortaleza medieval están al otro lado de la villa, cerca del convento de las Benedictinas,que es prácticamente nuevo. Conviene aprovechar para pasar por la Torre del Reloj, tras la Catedral y la Ciudadela, otro lugar que define el ADN de la vieja capital aragonesa. Aunque también la llaman Torre de la Cárcel, lo fue por poco tiempo. Este edificio ha tenido todo tipo de funciones, desde casa del Merino –el hombre del rey en la ciudad– a hacer de iglesia cuando la catedral se incendiaba. A sus pies, vigila la estatua de Ramiro I –el padre de Sancho Ramírez– que llama la atención a algunos paseantes más que la misma torre. Una injusticia.
El río Aragón y el monte Oroel definen las tierras de Jaca, situada en una terraza desde la que se divisa la llanura del canal de Berdún. Abandones la ciudad por donde sea, los paisajes y los caminos acaban siempre en parajes únicos. Un ejemplo son San Juan de la Peña o Santa María de Igüacel o bien -el más transitado- el destino a Francia, vía Canfranc y Somport y las estaciones de Astún y Candanchú.
Por más que se hayan escrito ríos de tinta sobre la estación de Canfranc, el lugar merece una visita. No solo por la mítica parada del tren –siempre se descubre algo nuevo en su belleza– para espías y reyes, sino para reparar en la iglesia que el arquitecto Miguel Fisac levantó aquí, frente a la estación al inicio de los años 60. El edificio, que recibe mucha menos atención que la espectacular estación con sus explicaciones al pie del puente, es una belleza y un ejemplo de integración en el paisaje.
Fisac se hizo una casa familiar en Canfranc y en el lugar de la antigua iglesia, diseña un templo que hoy resulta un ejemplo de modernidad y fusión, con un paisaje tan brutal como el Pirineo. Dicen los expertos que son notables las influencias de Aalto y Le Corbusier –como en toda su carrera– y el hecho es que el exterior admira por la elegancia y discreción y el interior sobrecoge con la distribución acertada de la luz.
La subida hasta las estaciones de esquí se impone por la belleza del paisaje, la imaginación que vuela en el túnel de Somport, con la facilidad con que los lugares pegados a fronteras transmiten la sensación de libertad, de viaje a tierras diferentes, desde donde llegaron otras culturas hace siglos, como los maestros lombardos o franceses. O viceversa, porque a medida que avanzan los estudios sobre el románico y los maestros de la Jacetania, empieza a pensarse que quizá alguno nacido aquí –como el de San Juan de la Peña– marcharon a Francia.
El sol entra tímidamente entre los pinos blancos y los quitamiedos de la carretera, que aún mantienen sus tres dedos de nieve. Un adelanto que ha permitido que en este otoño, las estaciones de esquí abran antes de lo previsto. A las puertas de Astún, el camarero ruega porque no venga un blando con tanta agua que arrastre la nieve de las pistas, como ya sucedió el año pasado.