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Con obras increíbles, "inabarcable", reconoció el francés Théophile Gautier, creyendo que se necesitaría un mínimo de un año para entender lo que allí había. Y ahí siguen, incluidos los Murillo, las vidrieras, el coro, el altar, el cirio, la Biblioteca Colombina y ¡un cocodrilo, un colmillo de elefante y una virgen crucificada con barba! Es Santa Librada, querida y respetada por una parte de la comunidad LGTBI.
Cualquier momento es perfecto para refugiarse en la Catedral de Sevilla, ya sea bajo el cobijo de Santa Justa y Santa Rufina para librarse del brutal calor del verano, ya sea en invierno para templarse frente a la humedad del Guadalquivir. Para guiarse –más o menos– en este increíble lugar, el tomo de Andalucía de Richard Ford, de su Manual para viajeros y lectores en casa, es una posibilidad entretenida, siempre y cuando se ponga al señor Ford en su contexto: aristócrata británico, que vivió en Sevilla allá por 1831 con su señora enferma y su familia. Miraba a los españoles por encima del hombro, salvados de la ocupación de Napoleón casi contra su voluntad, por su admirado compatriota el general y duque de Wellington. Pero incluso pese a la irritación que produce a veces con sus juicios sobre los españoles, su obra es más que respetable.
El primer edificio de esa Sevilla árabe que selecciona el aristócrata británico es "la torre de la catedral, la Giralda, llamada así a causa de la veleta que gira. Sobre este campanario, único en Europa, se han diseminado muchos errores. Fue construido en 1196 por Abu Yusuf Yakub, que lo añadió a la mezquita que había sido erigida por su ilustre padre, del mismo nombre…". Más adelante recuerda que la construcción de las torres en aquella época era una moda, y por eso ahí están la Torre Asinelli de Bolonia o la de San Marcos en Venecia.
Para entonces, el turista ya se ha topado con dos dudas importantes: orden para visitarla y si subir o no a la Giralda. En cuanto a la grandeza de la catedral, la sensación de inabarcable que transmite, es un logro de los miembros del Cabildo que decidieron construirla. Como ellos querían, es imposible no pensar que estaban locos de poder y deseosos de gloria al Señor o a sí mismos. Ford la pateó de arriba abajo y, aunque escapaba de la ciudad en cuanto podía para recorrer el país y dejaba a su señora con las criadas y los españoles desmañados a los que pronto aprendió a mandar, se marca más de 60 páginas sobre la catedral en la edición de Turner.
Es mucho más gráfico y humano el francés Gautier cuando relata que "las pagodas hindúes más desenfrenadas y las más monstruosamente prodigiosas ni siquiera se acercan a la magnificencia de la Catedral de Sevilla. Es una montaña hueca, un valle volcado. Nôtre Dame de París podría pasear con la cabeza levantada en la nave central, que tiene una altura digna de causar asombro (…) Las cuatro naves laterales, aunque menos altas, podrían albergar iglesias enteras con sus campanarios (…) El candelabro de bronce que lo soporta es una especie de columna de la plaza Vendôme de París".
No es cosa de ponerse a especular con Gautier si la actual Nôtre Dame, medio arrasada por el fuego en un dolor que unió a toda Europa, cabe aquí dentro, pero lo que sí que consigue el lugar edificado por los locos es abrumar a la mayoría de los visitantes, que a menudo deciden que aquello es imposible. Salvo que uno sea un estudioso, el turismo de hoy no tiene tiempo para tratar de ver todo lo aquí hay acumulado y el guía coincide en que no hay horas "para describir una tras otra las riquezas de la catedral, sería una insigne locura: haría falta un año entero para visitar los fondos", como cuenta Gautier en su animado Viaje por España, un clásico recuperado por Cátedra.
Cumpliendo el ritual de Ford para sus compatriotas tras asombrarse por las dimensiones, es subir a La Giralda. Esta torre del muecín, que "en el original [cuando era mora], tenía solo 250 pies de altura, y los otros 100 fueron añadidos por Fernando Ruiz en 1568, y son más elegantes que los que la pluma puede describir". Para contemplar esa elegancia es un buen complemento el anochecer, desde los tejados transformados en atractivas terrazas que la rodean. Iluminada, La Giralda es un pinchazo de embrujo. Se sube "ascendiendo por suaves rampas, desde donde el panorama es soberbio", pero eso era hace siglo y medio.
En la actualidad, la subida a La Giralda en temporada media y alta de turismo –y Sevilla vive casi siempre en esas temporadas, salvo breves fines de semana de invierno– supone esperar una enorme cola, salvo que el visitante madrugue; si lo hace, ascenderá por las 34 rampas trazadas para los caballos de los sultanes y luego reyes cristianos. El turista sube entretenido en admirar por las ventanas los arcos y contrafuertes de la catedral, y con el móvil en mano, ya sea haciendo fotos o jugando para soportar la espera del lento ascenso. También puede enrollarse con los jóvenes coreanos que llevan un ventilador de mano para combatir el calor.
En cuanto esté arriba, entre las campanas que Richard Ford califica como desagradables por sus sonidos, el curioso debe de ser hábil para trepar a un saliente e intentar hacer fotos de los renombrados paisajes, porque otra turba igual de curiosa le va a aprisionar contra las campanas, las ventanas y le empujarán en férrea lucha por la posesión de un hueco para sacar la cámara. Cuando se rinda e intente salir, el lugar es tan angosto, entre tanta gente, que tendrá que empezar otros forcejeos o esperar.
Quien quiera arriesgar es muy libre, pero si ante sí se le presenta una larga fila esperando, mejor preguntar a los que bajan de la torre si merece la pena la ascensión en esa situación. Si los del no son rotundos, mejor dedicar un poco más de tiempo al catafalco enorme que se supone contiene los restos de Cristóbal Colón o a los cuadros de Murillo.
Este pintor hace estragos entre todos los viajeros internacionales del siglo XIX y hasta bien entrado el XX, que le consideran de una calidad muy similar a la del mismo Velázquez dentro de la escuela de Sevilla. Merece especial atención "el San Antonio de Padua de la capilla del baptisterio", como recomienda Gautier y los guías actuales, quienes relatan la historia de este cuadro. San Antonio fue cortado de la tela y robado, para asombro y disgusto de los sevillanos. Recuperado años después en Nueva York, regresó a la catedral y no hay guía que no muestre la marca que tuvieron que dejar los restauradores para devolver a San Antonio a su sitio en la pintura.
Hay miles de cosas que hacer en un parque temático tan hermoso si se visita la catedral con gente que quiere subir a La Giralda. Los mismos textos turísticos que allí se reparten –en trípticos o postales– hacen una lista para hacer el lugar manejable: los órganos, el Rosetón de Vicente Menardo del XVI; más obras de Murillo, como San Fernando o la Inmaculada Concepción; el Goya de Santa Justa y Santa Rufina, varias de Montañés, el Coro, el trascoro, la Sala Capitular, la sacristía de los Cálices y de la de los Católicos, el Altar Mayor…
Como sucede en estos monumentos donde "su característica es la grandiosidad y la solemnidad", a veces los trastos más absurdos son los más exitosos. Ni el gran coro, los retablos, los Murillo, los órganos o la Biblioteca Columbina –según Ford así llamada por haber sido dejada a los canónigos y a los ratones de biblioteca por Fernando, el hijo de Colón–, aquí quien triunfa es un cocodrilo disecado. De verdad. Y es hasta comprensible, porque la historia entretiene y fascina a los niños. Y a los adultos, aunque lo disimulen: "Una puerta penumbrosa, donde aún queda un arco en herradura de la antigua mezquita, conduce al interior, donde cuelga lo que en otro tiempo fue un cocodrilo o lagarto, enviado a Alfonso X el Sabio, en 1260, por el sultán de Egipto, que había pedido la mano de su hija (Berenguela); la Infanta rehusó un pretendiente cuyo primer regalo a duras penas indicaba un tierno afecto", escribe don Ricardo.
La otra curiosidad que compite con el cocodrilo del egipcio rechazado es una virgen barbuda y crucificada, Santa Librada. Su presencia no se recoge en los trípticos de la catedral y hay que pedirle al guía que la muestre y relate su historia. Librada era "nonelliza", nació en un parto con otros ocho hermanos más, del vientre de una mujer romana que los rechazó y entregó a una esclava cristiana.
Resultó que su padre era rey de Portugal y quería casarla con el rey moro de Sicilia, pero la doncella rogó a Dios que la hiciera fea para ser rechazada. "Las uñas se le rompieron, le creció barba por todo el cuerpo y su padre la mandó crucificar", reza la historia católica. En la catedral, entrando a la derecha, en una capilla está Librada discretamente, virgen crucificada y con barba, patrona de las malcasadas y querida por el colectivo LGTBI. Hay otra Librada en la Iglesia del Salvador, pero no tiene barba. No hay comparación.
Mientras japoneses, nórdicos y árabes recorren las naves catedralicias con los guías, los bancos son una tentación para descansar y a eso se dedican una buena parte de quienes huyen del fuego en la calle, porque el calor a partir del mediodía es para las gentes del sur. Es buen momento para, entre tanta grandeza, poderío y miedo, sentarse al fresco con algunos párrafos de Ford, retrato de una época de la que venimos.
El británico asegura que "hubo método en la locura" que atacó a los impulsores de tal construcción. "Los gigantescos gastos de estas colosales catedrales, edificadas en días de pobreza, contrastan con las miserables chozas de reclinatorios que se han levantado en esta edad del capital, ¡y qué diferentes son también los donativos! Ahora, cuando el regalo de medio acre de tierra por alguien que es dueño de media provincia es anunciado como gran munificiencia, y 20 libras esterlinas son el donativo de un soberano. Los antiguos españoles fueron por el camino de los primeros romanos que reservaban sus esplendores para la casa de Dios". Debajo de semejante cúpula, y rodeados de tanto gótico y barroco, de mantos ricamente bordados y cálices y custodias valiosos, es difícil rebatirle.
Cuatro páginas adelante, cuando viene de enumerar algunos inconvenientes, Ford se para en uno imposible de evitar. Se trata de otra "inconveniencia, común a esta y a la mayor parte de las iglesias españolas, que es la tribu de mendigos, que frecuentan en particular los altares de la Virgen, como sus hermanos paganos frecuentaban los de Palas (Marcial, IV,53). Esta peste, como los mosquitos, husmea el olor de los ingleses… cuando se vea al viajero incordiado por los impostores y los objetos indignos recúrrase a la frase específica: '¡Perdone Vuesamerced, por Dios, hermano!'. El mendigo entonces se inclina porque sabe que toda insistencia sería inútil". Queda claro que don Ricardo pertenecía a esa clase de cuello estirado y nariz arrugada, inevitable reflejo de los caramalhuele.
Sí, los tiempos han cambiado y mejor cambiar de aires, aunque afuera espere el sol de primavera. Es el momento de atravesar la puerta que lleva al patio de los naranjos, y pasar por debajo del desdichado cocodrilo disecado, al que se le han caído unas cuantas escamas. "No es el verdadero, este es una copia", explican Dani y María Angeles, ambos guías de una compañía importante, que esperan a sus compañeros. Siguen dentro con un grupo de escandinavos. "No sabemos qué pinta ahí el marfil de un elefante (cuelga al lado del cocodrilo), suponemos que fue otro regalo a alguno de los reyes". Fue el mismo sultán de Egipto para la ofendida doña Berenguela.
En el Patio de los Naranjos habrá que esperar a otro marzo o abril para disfrutar del olor del azahar, pero están sus naranjas y el aroma al atardecer. Y la fuente, con su distribución. Es la herencia de la mezquita y la sabiduría árabe en los jardines lo que se percibe, junto al golpe de luz que envuelve el ánimo tras el paseo por la catedral.