Establecimientos gastrónomicos más buscados
Lugares de interés más visitados
Lo sentimos, no hay resultados para tu búsqueda. ¡Prueba otra vez!
Añadir evento al calendario
Es fácil distinguir a las dos clases de visitas –peregrinos y turistas– en este lugar, esta plaza presidida por una catedral que ha rejuvenecido y deja estupefacto al viajero que la ha visitado antes. La reciente restauración le ha robado el traje oscuro, de dama de rosario con siglos a sus espaldas; ahora luce con una tonalidad dorada, clara, de señorita vestida para baile de debutantes.
El cambio no le roba ni un ápice de emoción al caminante que llega a su meta, pies ligeros pese a los destrozos de semanas o meses de viaje. "Sus ojos están llenos de belleza, de una belleza divina, plena de comprensión, y sus almas del murmullo del cielo, de la oración divina y penitente. Esta es la calzada del cielo", escribía Wharton a finales de los años 20, cuando realizó uno de sus viajes a Santiago de Compostela, sobre cuatro ruedas, un coche que la convirtió en una de las mujeres privilegiadas del París de la época. Viajera empedernida, tomaba notas para un libro de sus experiencias por España, como lo había hecho antes sobre Francia e Italia.
No pudo ser, pero en esta mañana de inicios de setiembre, el libro Del viaje como arte, donde se recogen las notas que Edith Wharton tomó sobre Santiago de Compostela, reposa en el suelo, aunque las impresiones de la neoyorquina ganadora del Pulitzer siguen pesando en nuestra mirada.
El pobre libro está bien acompañado por mochilas sucias, zapatos y calcetines agujereados y deshechos, entre piernas y pies que se entrelazan porque sus dueños siguen abrazados mirando la catedral, recordando a otros miles que desde hace siglos llegaron a la meta. Algunos ni se enteran de la curiosidad que despiertan entre tantos turistas.
Basta estar un rato tirados para distinguir eso que hemos aprendido durante tres días con otro escritor, Jean-Christophe Rufin –él nos ha traído hasta aquí– y sus amigos por el Camino Primitivo. Rufin ha transmitido cómo distinguir al turista del peregrino en estado zen, de esos católicos, protestantes, ateos, agnósticos, musulmanes, budistas o buscadores de la paz que han compartido el camino quasi milenario que inició Alfonso el Casto desde Oviedo.
Mientras los caminantes caen exhaustos, el tren turístico que recorre Santiago de Compostela arranca de una esquina de la plaza entre risas y voces infantiles mezcladas con las de abuelos; entran las riadas de viajeros de autobús, con gorras de un color rojo o azul, que siguen al guía con un paraguas levantado, y los chicos que dan abrazos gratis son rodeados por los quinceañeros de un colegio.
Nada distrae a Marina (nombre que no es auténtico, asegura, pero le gustaría). Está tirada en el suelo, es italiana, de mediana edad y no para de llorar. "Creí que no iba a llegar nunca, he estado a punto de abandonar muchas veces. Venimos desde Roncesvalles, por el Camino Francés. Demasiada gente a ratos, pero esto… No soy especialmente creyente, pero lo entiendo todo ahora mismo". Ha tenido que respirar hondo para incorporarse, entre los brazos de sus compañeras. Rodeadas por el postureo de las adolescentes que pelean para hacerse el selfie al sol de la primera hora de la tarde ante la catedral, las tres amigas logran ¡por fin! sujetar las emociones y posar unidas tres semanas después, con el objetivo al fondo.
Un poquito más allá, por la puerta de arriba de la plaza, a la izquierda del Pórtico –ahora cerrado porque sigue la restauración dentro– están Sara y su padre, José, ayer encontrados en el Monte do Gozo. Son reincidentes en su bici, desde Ourense y parecen felices, mientras se fijan en el corro de jóvenes que cantan alrededor de un párroco, culminada su excursión.
Hay un par de peregrinos más que miran ajenos, desde el suelo, el jolgorio turístico. Como escribe Rufin, esto es "Santiagolandia" y allí están los puestos que rodean la catedral, con todo tipo de recuerdos turísticos; también espectáculos, como el de un joven payaso, que se luce ante los cientos de personas sentadas en las escaleras de la plaza de las Platerías; le aplauden con generosidad.
Ha empezado su actuación cuando ha terminado la del tipo que toca toda una orquesta de baterías de cocina –pucheros, cazos, cacerolas, sartén, platos–, arrancando sonidos que quizá sorprenderían a los peregrinos de la Edad Media, pero que desde luego espantarían a Edith Wharton, esa exquisita hija de Nueva York, escritora, jardinera, decoradora, amante del románico y el barroco, e irritada ante el avance de la sociedad industrial, del feísmo que le sacaba de quicio hace cien años. Pero era feliz aquí.
"Debe haber cantidad de peregrinos que llegan en tropel al santuario de Santiago que no sabían nada ni de Santiago ni de España, ni de lo que se iban a encontrar en el camino, ese lejano y misterioso santuario que estaba haciendo una llamada a la Cristiandad; pero fueron empujados por su poder de sugestión", escribe en sus notas Wharton, recogidas en Regreso a Compostela, la edición de Patricia Fra y la Universidad de Santiago.
Y aquí, en estos alrededores de la plaza, hay mucha, muchísima gente –turisperegrinos, claro– que no tenían muy claro adónde venían, pero sí que han llegado atraídos por la sugestión del Camino de Santiago, famoso en el mundo entero –vale la frase publicitaria– porque por aquí pululan los japoneses, coreanos, chinos, australianos, británicos, holandeses, marroquíes, tunecinos…
Además de la admiración por el lugar, muchos de ellos, jóvenes y viejos, comparten una frustración: la catedral por dentro está en obras. La misa del peregrino se celebra en otras iglesias de Santiago y para entrar al Pórtico de la Gloria hay que tener una entrada sacada por internet o estar a primera hora de la mañana, primerísima, ante la taquilla, por si sale alguna a la venta.
Siempre queda la posibilidad de hacer la cola para subir a besar al santo, el busto enorme y frío que transmite cierta calidez con los empujones del que te sigue en la fila, para poder hacerse la foto. Porque aquí todo son fotos, selfies y explicaciones curiosas, mientras aguardas tu momento. Un padre explica al hijo lo grande que fue el Imperio Español en tiempos del Santo –imposible hacerlo con datos históricos, Santiago Apóstol ya llegó aquí con siglos de retraso, estuvo por ahí en una barca de piedra perdido durante años, aunque hay leyendas que pueden ser realidad por su belleza– y que de ese apóstol tan grande que eligió la ciudad gallega para dormir eternamente, vienen gritos contra los moros como "¡Santiago y Cierra España!", o aquello de "Santiago Matamoros".
La historia del papá continúa en la subida al abrazo al Santo –seis escalones– y la bajada a la cripta –nueve escalones– mientras los clicks de los móviles siguen disparando fotos, a espaldas de los guardias de seguridad o de los guías, que a veces se hacen los tontos. Todo sea por evitar continuas peleas. En la cripta, donde está el apóstol para los católicos, una pareja se tira diez minutos, arrodillada en los reclinatorios, impertérrita ante las señoras mayores que esperan para hacer lo propio. La fe a veces tiene lados curiosos.
Y llega el momento de la Gloria, la sublimación de las emociones de cuatro días sobre ruedas, persiguiendo a los caminantes del Camino Primitivo, robándoles unas pocas de sus muchas emociones. Estamos bajo el Pórtico de la Gloria. El Apóstol, advierte el vendedor de entradas, ha tenido piedad. Una señora enferma ha dejado su entrada. Y el Maestro Mateo nos espera tras pasar la puerta de cristal y seguir a una guía con aire de profesora, enamorada de Mateo. No es para menos.
Una cierta decepción invade al personal cuando se entera de que al Santo dos Croques, ese que desde hace siglos se tiene como el mismísimo Maestro Mateo, el artífice de tanta belleza, ya no recibirá más cabezazos de estudiantes, peregrinos y turistas. Ese hueco que luce en su frente, permanecerá intocable para evitar más desgaste. Tampoco millones de dedos podrán horadar los cinco agujeros del parteluz, explica la guía.
Según la tradición, la costumbre de dejar las yemas de los dedos sobre la pilastra que representa el árbol genealógico de Jesús llega desde las primeras peregrinaciones, cuando el viajero decía aquello de "al fin he llegado". En la Edad Media, había peregrinos "que llegaban aquí con los pies encadenados", escribe Wharton, la autora de La Edad de la Inocencia y de la maravillosa Ellen Olenska.
Mientras pensamos en la escritora, las instrucciones de la guía transcurren por el interior y la parte de atrás, bordeando hasta el mismo pórtico, ahora cerrado en su entrada principal porque siguen las restauraciones. Y entonces la guía susurra "levanten sus ojos". Un murmullo sordo, interrumpido con suaves exclamaciones, se extiende entre los presentes. La restauración iniciada en el 2008 y terminada en 2018 –premiada internacionalmente– ha devuelto el color, la sonrisa y la vida a este lugar que más que nunca, justifica su nombre, el Pórtico de la Gloria.
Y sí, durante la hora siguiente, el espectador siente que está viendo la eternidad, como escribió la norteamericana; solo se lamenta no poder abrazar a ese Maestro Mateo que tiene la frente abollada. Esta es la calzada del patio de cielo gracias a un genio, Mateo.
"Entre los años 1168 y 1211, el Maestro Mateo desarrolló un ambicioso proyecto en la catedral, que supuso la conclusión del templo románico, iniciado en 1075. A él se deben su adaptación del espacio y el concepto. Se sabe de él que disfrutó de una pensión vitalicia concedida por Fernando II de Galicia y León, fechado el 23 de febrero de 1168; en los dinteles del Pórtico ¿lo ven? –apunta la guía con el puntero linterna– está la fecha del 1 de abril de 1188, donde consta que Mateo dirigió la obra desde los cimientos".
No se sabe mucho más del genio, pero el oyente y espectador siente que la sonrisa –ahora limpia y con color– del apóstol Daniel es la última burla del genio. Todo ha merecido la pena, tanto que no hay palabras capaces de expresarlo. Tras una hora corta, atrás queda ese lugar único, que solo decepciona por el hecho de no poder acampar ahí sus días y sus noches. Alguien debería imaginar y trazar –aunque fuera con leyendas– la ruta del Maestro Mateo para imaginar tanta gloria.
Una mezcla de estado beatífico y en shock echa a los visitantes del Pórtico de la Gloria a la luz de la calle, al jaleo de la plaza del Obradoiro. Una solución para mitigar el efecto de la mercadotecnia entre el Santo Apóstol y los turistas es seguir los pasos de la escritora de la jornada. Edith Wharton enfiló hacia "la curiosa iglesita románica de Santa María del Sar, que está debajo de la ciudad, atravesando los andurriales de costumbre".
Hoy, Sar es un barrio más de Santiago, al que no costaría tanto bajar andando, pero apremia el tiempo. Allí cerca están "los curiosos y grandes contrafuertes de apoyo evidentemente añadidos más tarde. Dentro, las columnas se inclinan abruptamente. Precioso claustro pequeño del siglo XII, atribuido al Maestro Mateo".
Eso lo vio la norteamericana. En la actualidad, muchos de los peregrinos y turistas se tienen que conformar con observar los contrafuertes, porque tanto el pequeño museo de la parte trasera –"cerrados hace años temporalmente", apunta con ironía un padre que juega con su niño en el pequeño parque de al lado de la iglesia– permanecen cerrados. Solo "el padre José puede ocuparse de eso y el hombre ha tenido que marcharse hoy a visitar a una enferma en el hospital", comenta la señora de la limpieza que hay en un cobertizo de reuniones, enfrente de la iglesia.
Adiós pues, a la despedida a Maestro Mateo. Hasta la próxima al Camino Primitivo, al Camino de Santiago, a esta "calzada hasta el cielo" que ha dado tanto en tan solo tres días y medio sobre cuatro ruedas. Hay recogido alimento para tiempo en este menú de sensaciones indescriptibles: sorpresa, curiosidad, emoción, tristeza, felicidad, penurias, alegrías, cansancio, amistad, culturas del mundo, respeto…
En general... ¿cómo valorarías la web de Guía Repsol?
Dinos qué opinas para poder mejorar tu experiencia
¡Gracias por tu ayuda!
La tendremos en cuenta para hacer de Guía Repsol un lugar por el que querrás brindar. ¡Chin, chin!