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Un grupo de hombres asciende por el camino que va desde Berbusa a Ainielle. Son “hombres valientes, acostumbrados desde siempre a la tristeza y soledad de estas montañas”, según los describe Julio Llamazares, pero aun así están nerviosos porque no saben qué se van a encontrar en destino. Y es que el último habitante de Ainielle se ha ganado una fama de huraño y hasta peligroso. Después de que todos los vecinos abandonaran el pueblo, él decidió quedarse en un extraordinario ejercicio de lealtad a la forma de vida que había aprendido desde pequeño.
Así comienza la novela de Llamazares y nosotros vamos a replicar los pasos de aquel grupo que va en busca de Andrés de Casa Sosa, penetrando “en los terrenos del olvido”. Lo hacemos por caminos construidos, como repisas por la montaña, sobre muros de piedra que se fueron perfeccionando por los siglos, pero que, en cuanto se dejaron de transitar, empezaron a derrumbarse ante el castigo del clima pirenaico.
Desde hace unos años, un puñado de valientes se encarga de limpiar, rehabilitar y señalizar estos caminos. Así, cada primer sábado de octubre, pueden subir a Ainielle para hacer una marcha cultural en las que charlan sobre arquitectura o etnografía de estos pueblos y suena la música. “Es imposible volver a habitar el Sobrepuerto, sería una quimera. O no hay infraestructura o es imposible recuperarla. Pero sí queremos que sobreviva el recuerdo de aquellos hombres con un carácter forjado por la montaña”, nos cuenta Isabel Manglano, la presidenta de la Asociación O Cumo, que organiza las marchas y el mantenimiento del camino.
Al camino lo han bautizado como la Senda Amarilla, en honor a la novela de Llamazares. Comienza en Oliván, que con dieciséis vecinos es el último pueblo permanentemente habitado, antes de adentrarnos en este universo de despoblados. Los paisajes y unos robles centenarios majestuosos que flanquean el camino hacen que merezca la pena realizar la ruta entera a pie. Entre la ida y la vuelta suma unos veinte kilómetros que se completan en unas cinco o seis horas (sin contar paradas). En general es bastante asequible, pero puede resultar algo larga para los que no estén acostumbrados a caminar.
Por suerte se puede hacer una pequeña trampa conduciendo por una pista forestal hasta los pies de la senda que sube a Ainielle. Desde aquí solo habría que subir dos kilómetros, aunque hay que estar preparado para un primer medio kilómetro bastante empinado. Para subir hasta el cruce en coche es necesario solicitar permiso en el ayuntamiento de Biescas. Es un trámite sencillo, pero es obligatorio hacerlo presencialmente y por eso solo se puede de lunes a viernes -de 9:30 a 14:00 horas-.
Un aliciente para recorrer toda la ruta a pie es el paso por Berbusa. Se trata del pueblo desde el que parten, en la novela de Llamazares, el grupo de hombres que van a buscar al último habitante de Ainielle. Berbusa se despobló algo después que Ainielle, y quizá por eso se conserva algo mejor que este, especialmente si hablamos de la iglesia, en la que todavía pueden verse algunas policromías junto a una inscripción que la data en 1703. Llamazares, a través de Andrés, habla de un “sórdido paisaje de paredes y tejados reventados”, aunque ahora que ya nadie lo sufre en primera persona, se torna más romántico que sórdido.
Estos inviernos, más secos y calurosos, nos dejan transitar la senda amarilla sin problemas, pero cuando se vivía en los pueblos del Sobrepuerto sus habitantes podían pasarse más de un mes sufriendo un manto blanco en el suelo. Por eso, al final del otoño, bajaban a Biescas a pertrecharse con lo que no podían sacar de sus bancales y volvían cuando el viento batía los robles centenarios y la lluvia, amarilla de hojas muertas, anunciaba la llegada de los tristes meses de aislamiento.
Por fin aparece “el perfil melancólico de Ainielle”, aunque cada vez es más complicado divisarlo porque ahora el bosque crece libre, sin que nadie lo mantenga a raya talándolo para calentar las casas o construir cercas. Su quietud nos trae a la memoria algunas frases de Andrés en la novela, como la de que “solo mi propio aliento rompía apenas las láminas heladas e infinitas del silencio”. Lo imaginamos haciendo sus “visitas clandestinas a las casas” y sentándose “en un portal a conversar con los fantasmas de sus antiguos habitantes”.
El silencio es hipnótico y llama a más silencio, como si quebrantarlo fuera una falta de respeto a la memoria de quienes vivieron allí. Igual que Andrés cerraba las puertas sin hacer ruido para no molestar el silencio reinante, un cartel nos pide cerrar la puerta del cementerio al pasar a la iglesia. En el camposanto, salvo que la maleza nos esté ocultando algo, vemos que las últimas lápidas datan del final de la década de 1950. Sorprende que, desde entonces, algunos de los arcos que sostienen la iglesia y otros caserones hayan podido mantenerse en pie sin reparaciones, a pesar de las inclemencias y la maleza.
La Senda Amarilla se completaría descendiendo a las escasas ruinas de un molino que hay en el barranco, donde Andrés iba a esconderse cada vez que un vecino hacía las maletas para abandonar el pueblo. Más allá, se podría alargar la ruta por un buen número de despoblados tanto o incluso más interesantes que este, como podrían ser Otal, con su iglesia restaurada, o Escartín. El problema es que ya son rutas que exigen hacer noche en la sierra o, una opción también interesante, caminar hasta Fiscal o Yebra de Basa para, desde allí, llamar a un taxi de Sabiñánigo que nos devuelva a Oliván.
Hay una razón de peso para volver a pie a Oliván por la pista forestal. Además de que es mucho más sencilla que la Senda Amarilla, nos ofrece la oportunidad de echar un vistazo a un último pueblo donde hay un proyecto de “reanimación”. Hablamos de Susín, que sería un despoblado más en este universo de no ser porque una heroica Angelines Villacampa, nacida en el pueblo y emigrada, regresó en el ocaso de su vida, pero con mucha energía, con la idea de conseguir una restauración real del pueblo, o sea, una en la que cada construcción recuperara su uso original.
Su hijo Óscar le ha tomado el relevo y está a la cabeza de la Asociación Mallau, aunque insiste en que él solo es uno más dentro de un grupo de gente que toma decisiones en común. Un grupo que, el último sábado de cada mes, hace una “quedada comunal” para limpiar los caminos y mantener los muros en pie, y a la que cualquiera es bienvenido; un grupo que busca fondos y apoyos para dar viabilidad y futuro al sueño de Angelines. Otra de sus actividades es el Cuentacuentos del Pirineo, el segundo sábado del mes de julio, que perpetúa la tradición oral de la zona.
En Susín hay dos templos para dos casas. Óscar, que es profesor de escuela y derrocha pedagogía, nos habla, a propósito de esta desproporción, de la espiritualidad de la gente que habitaba esos pueblos. También de iconografía, a propósito de las pinturas que se conservan en el interior de la iglesia románica de Santa Eulalia de Mérida, con raíces en el siglo XI, y de los petroglifos que encontramos en la mampostería. Uno de ellos lo lleva tatuado en el brazo. “Es como el yin y yang aragonés”.
Más allá de las quedadas comunales, se pueden hacer visitas guiadas. En ellas nos abren las puertas de la Casa Mallau, la de la familia Villacampa. Se trata de una casa infanzona, en referencia a un título nobiliario menor del Reino de Aragón, como atestigua el escudo que hay a la entrada.
“A nivel etnográfico aquí se produjo una congelación temporal”, cuenta Óscar mientras nos muestra algunos aperos recuperados, el "espantabrujas" o la gran chimenea, en torno a la cual se hacía la vida social y familiar en una sierra donde a las casas se les llamaba “fuegos”.
Las ortigas, escribió Llamazares, “adueñadas ya de las callejas y los patios, comienzan a invadir y a profanar el corazón y la memoria de las casas”. Ahora también son las zarzas y las enredaderas, que amenazan con cubrir para siempre los pueblos de Sobrepuerto. Como bien dice Isabel Manglano, la repoblación es una quimera. Pero valen la pena los esfuerzos de estas asociaciones por mantener vivo su recuerdo, aunque solo sea para que no se repita la soledad de Andrés de Casa Sosa.
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