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Daba igual que lo hicieran por la Puerta de Alcalá, por la desaparecida Puerta de Atocha –en las inmediaciones de la ermita de Atocha– o llegando desde la Puerta del Sol. Los guiris caían rendidos ante la ancha avenida, creada por el mejor alcalde de Madrid, Carlos III. Utilizada por reyes y nobleza como lugar de lucimiento, durante la segunda parte del siglo XIX fue uno de los sitios imprescindibles de Europa para mirar y que te miraran. Miremos pues.
En 1818, cuatro años después del fin de la Guerra de la Independencia contra los franceses, el bostoniano George Ticknor, profesor de Harvard y precursor de los estudios hispanistas en Estados Unidos, escribió sobre el Paseo del Prado: "Este es el cuadro en movimiento más sorprendente de mundo". Ticknor vivió meses en Madrid, entrando en las casas de la nobleza española, que por cierto le espantaba.
En 1840 el escritor francés Théophile Gautier –autor de uno de los libros de viajes más ameno y cruel sobre España (Viaje a España, 1843)– sentenció: "La vista del Prado es realmente una de las más animadas que se pueden ver y es uno de los paseos más bonitos del mundo". Y no regalaba nunca piropos gratis a este país.
En 1862, el barón Charles Davillier –intelectual culto, escritor, anticuario y algo rapiñero– se dirige al Prado, "el paseo de moda, punto de cita de los carruajes y de los caballeros, de los elegantes, como son en París los Campos Elíseos". Sus textos están ilustrados con los dibujos de su amigo, el artista Gustave Doré, que le acompañó por España. Los dibujos de Doré son reconocibles en libros de viajes del XIX y XX por la península.
Son solo tres ejemplos curiosos. El caso de los dos franceses, Gautier y Davillier, tiene mérito, porque visitan este país cuando aún persiste en la memoria la invasión napoleónica y en ellos pesa: son más despreciativos si cabe con la monarquía, la Iglesia y la nobleza española que los mismísimos británicos, los llamados curiosos impertinentes. Aún renqueaban con la expulsión de las tropas galas por un ejército desastroso y lleno de bandoleros zarrapastrosos.
Pero George Ticknor es otra cosa. Llega muy pronto tras el paso de Napoléon y su versión resulta de lo más interesante y menos contaminada por los hechos históricos. En sus Diarios de Viaje por España (1818), el señor de Boston –conocido por "ser el autor de la primera Historia literaria española (1849) y por su famosa y riquísima biblioteca de autores españoles", como cuenta el profesor Antonio Martín Ezpeleta– retrata una España increíble, apasionante y triste, luminosa y gris. Contrastes brutales. Habían pasado cuatro años escasos desde que los franceses fueron expulsados, ahora 202 años desde que Ticknor apuntó su descripción del Paseo del Prado, comparándolo con las Tullerías, Chiaia (el paseo de Nápoles) y mejor que la Quinta Avenida de Nueva York.
Para acceder a lo que para el bostoniano era "inagotable fuente de diversión", él comenzaba en la Puerta de Atocha: "y pasando la magnífica Puerta de Alcalá, se extiende alrededor del convento y la Puerta de Recoletos. Antiguamente era un prado irregular de poca belleza" escribe el profesor. Todos los escritores románticos se hacen eco de que este prado era el lugar que separaba al Palacio Real, o antiguo Alcázar, de la zona de caza de el actual parque de El Retiro.
Hoy, ni la Puerta de Atocha –que se da por situada en lo que a principios de siglo XX ocupó el Ferrocarril– ni la de Recoletos existen, pero sí que han sobrevivido las tres magníficas fuentes que citan todos: la Cibeles, Neptuno y la menos conocida pero igual de hermosa, la de Apolo de las Cuatro Estaciones. Conviene saber que la que hay en la Glorieta de Atocha, donde hace tiempo que desapareció el espantoso scalextric que empezó a desmantelarse en 1985, es la fuente de la alcachofa, copiada en bronce de la original, en el Retiro.
Las tres fuentes eran el corazón de lo que se llamó "El Salón", desde la calle Alcalá hasta Atocha. El lugar mítico de Madrid durante el siglo XIX. En la estructura del paseo tuvo mucho que ver Ventura Rodríguez –que fue quien diseñó el Museo de Ciencias Naturales, hoy Museo del Prado – y se escogió a Cibeles –la diosa de la Tierra–, su hijo Neptuno –dios del mar–, y al dios Apolo –de las artes y la cultura, la belleza–. Imposible imaginar que andando un siglo y medio, los hinchas de una cosa que empezó llamándose balompié y luego terminó en fútbol o furbo, iban a convertir a la madre Cibeles y al hijo Neptuno, en centro de las celebraciones de noches de gloria.
Pero mientras llegaba ese momento, el citado "Salón" hizo las delicias de todos los visitantes de la capital. Las mujeres con sus mantillas y abanicos, cuyo lenguaje fascinaba a Gautier y al más prudente Ticknor, marcaron el paso. Si hoy pruebas a sentarte en uno de los bancos de alrededor del museo o de los de Cibeles, frente a los kioscos de periódicos, con recuerdos y agua, lo más que descubres son las gorras de los equipos norteamericanos o algún sombrero de paja en verano. Los de lana en invierno mantienen la influencia parisina que denunciaban los escritores como detestable porque acababa con la tradición de la mantilla.
Cuatro kilómetros semicirculares ocupaban este lugar, dicen que ideado al estilo de la Plaza Navona, como quería el rey que venía de Nápoles. Cuenta Ticknor que a las cinco de la tarde cada día, el Prado y especialmente el Salón se remojaban para prevenir el polvo. "Justo antes del atardecer, los coches y las multitudes comienzan a aparecer. Una media hora después de comenzar el desfile, el paseo alcanza máximo esplendor". Hoy deberían remojar el asfalto que abrasa en verano, hasta el punto de que el alquitrán de finales de julio se pega en los zapatos a veces al cruzar por los semáforos, pero es imposible no pararse ante el Palacio de Correos o el Banco de España, y hacerse el selfie con la Cibeles.
Por la izquierda, pasaban dos hileras de coches, arriba y abajo todo el tiempo. "Pero el rey –Fernando VII, el Felón– y las infantas van arriba y abajo también, pero por en medio, con todos los privilegios de la realeza. Además, obligan a todo el que va a pie a quitarse el sombrero según pasan y a aquellos que van en coche, a pararse y ponerse de pie (…)".
En el siglo XXI, las multitudes que describe Ticknor han sido sustituidas por paseantes que utilizan el paseo central para caminar, turistear, montar en patinete o ir en bicicleta. El polvo del que se quejaban las visitas extranjeras ha sido reemplazado por el humo de la contaminación, pero el paseo sigue siendo bellísimo. Los domingos y festivos, el Paseo vuelve a convertirse en el mítico "Salón", porque el lado que discurre junto al Museo y el Jardín Botánico se convierte en peatonal.
Una sentada en sus bancos de granito –Ticknor y Gautier hablaban de bancos de mármol– frente al Thyssen o a las puertas del Prado o del Jardín Botánico con las páginas de entonces, permite imaginar lo que fue el lugar. Aquellos "carruajes que no se encuentran en ninguna otra parte de la cristiandad, tal es la extraña e incongruente variedad", dice el bostoniano.
Porque los coches a caballo de la nobleza española –la peor y menos noble de Europa, escribiría Ticknor– eran una mezcla increíble. Como a Gautier, le llama la atención poderosamente que esos carruajes fueran enganchados con mulas –"dos viejas mulas, atadas mediante cuerdas y con un postillón" propias del reinado de Fernando e Isabel la Católica, remata el norteamericano–.
Théophile Gautier también habla de lo poco lucidos que son los coches con mulas que tienen el honor de rodar por el Salón y el Paseo del Prado –"cabría tomarles por coches de acompañamiento de los coches fúnebres"– pero mitiga la situación con la mirada a la belleza de los caballos andaluces, amén de las damas que los montan a veces. Por cierto, el francés, que no había llegado a la treintena cuando viene por España, se marca unas líneas sobre las rubias que hay en el paseo que resultan hasta algo chochonas leídas hoy.
Lo más alucinante del paseo, además de la anchura, el colorido, la posibilidad de saludar "a la gente que pasa en calesa por la calzada, un honor para quien va a pie a saludar a quien va en coche", dice Gautier, son las mujeres y su tocado de peineta y mantilla. Que no se vean sombreros femeninos y que "la mantilla sea una realidad" fascina por igual al norteamericano, al escritor francés y al barón Charles Davillier, que llega aquí veinte años después que su compatriota y cuarenta desde que lo describió Ticknor.
El pobre Davillier las pasa ya negras en 1862 para descubrir una mantilla y las que ve resultan casi tan milagrosas como las de la joven aparecida una mañana del siglo XXI en este Paseo del Prado. Aunque el milagro se deba a la necesidad de posar con aire de española, para algún trabajo, el hecho salva el día al paseante que repasa las páginas. "Cada día, la mantilla va cediendo el paso al sombrero", se lamenta el barón, aunque el efecto se deba al éxito de la moda francesa que impone el sombrero.
Cuando escribe Davillier, el Paseo del Prado y su Salón ya han sufrido cambios. Hay sillas de hierro "alineadas a lo largo de los árboles, están ocupadas como en los Campos Elíseos de París, por los que quieren limitarse al papel de espectadores" y observar a los caballeros y a los "elegantes carruajes". Debe de ser que con Isabel II, las mulas y los carruajes habían mejorado. Hoy, el lugar acoge un parque para niños, algo desangelado pero tan necesario en una zona así. Pese a la invasión de los Airbnb, aún resisten algunas familias jóvenes viviendo por aquí.
En aquellos años 60 del XIX, Davillier y su amigo Doré, ya entraron "en la Fuente de la Castellana, a la sombra de hermosos árboles, cuyo pie se baña en un agujero redondo rodeado de ladrillos" de reciente creación. Hoy no queda ni rastro de esa fuente y otras dos mencionadas, la fuente del Cisne y la del Obelisco –una en el parque de Arganzuela, la otra desmontada y perdida– ya ocupan su lugar en el nuevo paseo, pero durante no mucho tiempo.
Eso sí, desde el Paseo de la Castellana de "reciente creación… esta parte de Madrid, con sus hermosos palacetes, se está convirtiendo en un barrio elegante, de la misma clase de nuestra Avenue de l'Impératrice o el West End londinense”, escribió el barón en su Viaje por España (1975), ilustrado por Doré. Si el marqués de Salamanca hubiera leído tal párrafo se hubiera sentido encantado, que para eso se curró la prolongación y el barrio al que dio su nombre, más allá del palacio que se construyó y que ahora es propiedad de un gran banco, pero sede de exposiciones también.
Hoy, ya sea una mañana de primavera, de verano o de otoño, sentarse en el Paseo del Prado, el corazón de la milla de oro de la pintura europea –el Prado, el Thyssen, el Reina Sofía y las exposiciones de CaixaForum– para contemplar el lugar con la mirada de estos personajes, nada exentos de prejuicios hacia España, pero también enamorados de sus gentes, es toda una experiencia.
Y rematar con el Jardín Botánico –también idea de Carlos III– al que Charles Davillier bordea y se topa con la feria de libros –la Cuesta Moyano– para llegar a los Jardines del Buen Retiro, un lugar para terminar el paseo y escogido por el barón como sitio perfecto para descansar.
Sin embargo, los más inquietos pueden aspirar al momento mágico que retrata Ticknor. Ese segundo en el que todos los personajes de la opereta que caminan hacia sus oficinas, guardan cola en los museos o echan azúcar al café en la terraza del Thyssen, debieran quedar congelados. El profesor de Harvard lo presenciaba cada tarde, "cuando el Prado está en general bastante lleno, el ángelus o rezo de la tarde suena, y la fila de coches se detiene como por arte de magia, mientras que la gente que va a pie permanece quieta como una estatua y reza".
Hoy, ese momento congelación solo sucede un segundo, cuando el carillón del edificio Plus Ultra, por encima del 'Hotel Palace', comienza su danza y saca a pasear a Carlos III y su corte. Sería apasionante saber qué piensan del lugar 200 años después.