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Transcurre la última tarde del mes de mayo y a las 16.30 el sol sevillano cae sobre la cola de turistas –la mayoría asiáticos– que esperan para entrar al palacio mudéjar y gótico con mil años de historia y en el que se encontraron restos de ocho siglos antes de Cristo, además de los restos romanos que rodean toda la capital sevillana, que ha utilizado Itálica como cantera desde hace siglos.
Estas historias, si el rey de la entonces taifa de Sevilla, el culto Al Mutámid, amplió y mejoró el Alcázar o si Pedro I –artífice del palacio mudéjar que se visita– fue Cruel o Justiciero no interesan gran cosa al grueso de estos turistas. Lo que cuenta, lo que ha reventado las expectativas del lugar –ya muy altas– es que aquí se han rodado capítulos de Juego de Tronos. Hay otras series y rodajes de igual o mayor solvencia, pero sin tanto relumbrón.
El Salón de los Embajadores del Alcázar de Sevilla es uno de esos escenarios míticos, ideal para esconderse del calor con un libro. Uno que dice que la sala "es tal vez más bella y más rica que la de Granada". Es el del francés Théophile Gautier, dado a la contundencia y el desenfado para juzgar en sus viajes. Eso le hace ameno para los lectores, pero 180 años después, resulta un sobrado para quienes conocen los territorios y se asombran de la osadía con que se opina sobre todo un pueblo.
En ese tono, sin morderse la pluma, Gautier dispara de la serie de retratos de los reyes de España que "no cabe cosa más ridícula en todo el mundo. Los antiguos reyes, con sus corazas y sus coronas de oro pueden ofrecer un aspecto pasable; pero los últimos, espolvoreados de blanco, con uniforme moderno, producen el efecto más grotesco. Jamás podré olvidar cierta reina, con gafas apoyadas en la nariz y un perrito en las rodillas, que debe de encontrarse allí muy fuera de lugar". Hay que buscar esa imagen.
Buscar a la reina con anteojos que abre este reportaje –y cuyo nombre no sabemos ni conocen los guías consultados, ni se recoge en esa biblia de sabiduría que se supone es internet– ha necesitado de un objetivo más que potente y del empeño en encontrarla en ese Salón de Embajadores que nada tiene que envidiar al de la Alhambra, en eso tiene razón Gautier, pese a que en su opinión Carlos V y Felipe II metieron baza excesiva.
Su hallazgo produce una sonrisa, incluso una carcajada, porque la dama lo merece. Se equivoca Gautier en una cosa, como revela la cámara de la fotógrafa Sofía Moro, y es que el perrito no está entre las rodillas de la reina, sino algo más arriba. No es extraño que una reina use anteojos o quevedos –las tablas están pintadas entre 1599 y 1600– porque hacía tiempo que existían. Lo curioso es que Diego de Esquivel, el pintor del rey en esa sala, se los dejara puestos para la posteridad.
Y sin embargo, esa estampa de cómic, que lleva a pensar que algún gamberro se ha subido hasta los balcones que añadió Felipe II para poner los lentes a la dama, pasa desapercibida a varios guías y, por supuesto, a los turistas, por más sorprendente que resulte. Si no fuera porque es un francés quien escribe el hecho hace casi dos siglos, el asunto daría para la chirigota, seguros de que un grafitero se la ha jugado a Patrimonio. Se sabe quiénes son todos los monarcas, desde Chindasvinto a Felipe III, pero las guías no citan a las reinas.
Al abandonar El Alcázar y los jardines, con los anteojos grabados en la mirada, la temperatura ha bajado ligeramente y los caballos de los coches de paseo mantienen su dignidad a la sombra, ayudados por la manguera de agua fría con que les rocían los cocheros. Están limpios, llevan 'dodotis' para no manchar las calles –un recogedor de plástico bajo las riendas, entre el conductor y el tiro, que fascina a los niños– y no tienen nunca un solo dueño.
"Yo no les pongo nombre para no encariñarme con ellos", explica José, uno de los más jóvenes, mientras moja el lomo del zaíno que le ha tocado hoy. "Ya veis, la mujer todos los días la misma, los caballos cada día uno", remata el compañero al tiempo que se vuelve para atender a una pareja muy rubia. Son 45 euros el paseo –no llega a una hora– y merece la pena salir de ese núcleo central que forman la catedral, el Alcázar, el Archivo de Indias, donde se apelotona el personal. Coches para ir hasta el Guadalquivir y la Torre del Oro no faltan. Hay un centenar puestos por el Ayuntamiento.
Con Gautier guardado en la mochila, hay que hacer caso de otra de sus visitas, "al célebre hospicio de la Caridad… ¡Un hospicio fundado por don Juan!¡Dios mío! Una noche don Juan, al salir de una orgía, se encontró con un convoy…". Gautier relata el susto de don Juan cuando se vio muerto y cómo decidió levantar el hospicio para los pobres, buscando el perdón por sus golferías.
Lo cierto es que el Hospicio de la Caridad, hermoso y con cuadro de Murillo, fue creado por Miguel de Mañara, un personaje real que algunos citan como el inspirador del Don Juan de José Zorrilla, aunque no hay pruebas definitivas. Mañara también fue utilizado por Próspero Merimée –sí, el de Carmen, amigo de doña Manuela, la madre de Eugenia de Montijo– pero hoy lo importante es el lugar, menos visitado por el turismo que otros muchos edificios de la ciudad, pese a su significado y arquitectura. Sigue funcionando como asilo para pobres y hace tiempo que a su fundador, el caballero casquivano, le han presentado a la canonización.
Tras el hospicio y dejando atrás a Théophile Gautier, es el momento de recuperar las páginas de Stefan Zweig sobre la ciudad. Despachar a un paternalista y sobrado francés, aunque simpático, por un austríaco, tiene su gracia. Recorrer las esquinas con su mirada resulta fácil, incluso un siglo más tarde. Más allá de la afirmación de que "Sevilla y Salzburgo son ciudades gemelas" –sobre apreciaciones y momentos nada hay escrito– hasta llegar al Ángel Fama de la Fábrica de Tabacos, se pueden encontrar los rastros que llevaron al ilustrado escritor judío, burgués y acomodado, a declarar que Sevilla "es la sonrisa de España".
En la misma Puerta de Jerez, un modesto grupo de flamenco, guitarra, cajón y cantaor más dos bailaoras, reflejan que "basta con ver bailar flamenco en el más pobre de los tugurios para darse cuenta de lo feo, simplón y acartonado que resulta el ballet de nuestros teatros". Como Zweig hace más de un siglo, ahora varios turistas, que podrían ser sus compatriotas, dejan el abanico en el banco para aplaudir el taconeo, que hace sonreír al sevillano de pro, jersey con nudo al cuello, pantalones de Ralph Laurent y mocasín tan brillante como la gomina de su pelo, que atraviesa observando el aplauso del turisteo con suficiencia.
Unos pasos más allá, el Ángel Fama que preside la puerta de la antigua y magnífica Fábrica de Tabacos –no hay viajero ni escritor del siglo XIX e inicios del XX que no la describan– hoy convertida en Universidad. Zweig, encantado con "esa manera indolente, sensual y voluptuosa de disfrutar de los placeres" que practican los andaluces, cae también rendido ante las jóvenes cigarreras, que cada día cruzaban al trabajo bajo el ángel con la trompeta que nunca suena, se supone que porque no quedaban ya doncellas ni virtuosas entre mujeres tan hermosas.
Al lado de la Fábrica de Tabacos, Carmen y Carolina, encargadas de la Oficina de Turismo, amables hasta decir basta, se empeñan en encontrar el lugar donde estuvo viviendo la familia Borges desde la primavera de 1918. Es una tarea con escaso éxito, aunque Sevilla sí que se ha ocupado de la estancia del escritor argentino en su juventud, la huella física no se ha marcado.
Borges volvió a la ciudad en 1984 con la Universidad Menéndez Pelayo, donde coincidió con Torrente Ballester, y ya entonces recordó aquellos años que vivió intensamente con sus padres y su hermana Norah, casada con un escritor español, pero poco más. También volvió María Kodama, su viuda, hace tres años para asistir a una exposición que recordaba a El infinito Borges, pero no ha bastado para marcar el paso del escritor de El Aleph por la ciudad.
Pero los mitómanos no desvanecen en la búsqueda de sus ídolos y el escritor lo es para mucha gente. El argentino vivió en la calle San Blas, en el barrio de la Macarena, y paseó por delante del Lasalle y la Iglesia de San Luis de los Franceses. Su familia seguro que compró en el maravilloso Mercado de Abastos de la Feria, al pie de la iglesia del Omnium Sanctorum, un lugar que no hay que perderse.
Del café 'El Colonial', donde se reunía con los ultraístas –Rafael Cansinos Assen o Pedro Garfías, que fueron sus amigos– tampoco han dejado huella notable por las calles sevillanas, pero basta con el Himno al mar, su primer poema publicado aquí y del que no se sentía nada orgulloso, para vislumbrar al joven argentino, ya aquejado de problemas en la vista, andando por un barrio sin turistas a última hora de la tarde.
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