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Ha tenido que dar fin la temporada estival para que Tabarca vuelva a surgir como los restos de un naufragio impecable, como una decena de casas olvidadas entre las murallas, como una isla muy lejana… a pesar de que solo dista unos 22 kilómetros del litoral, en plena bahía de Alicante.
Ya las tabarqueras han aminorado el ritmo de los meses previos, cuando en una frecuencia mareante acercan centenares de turistas que llegan a pasar el día, a chamuscarse en su playa sembrada de sombrillas, a explorar, los más osados, los rincones perdidos de este territorio pequeño y llano. Entonces los restaurantes se amontonan en el filo del mar para competir en su oferta de caldero, el plato típico de la isla. Y las calles son un trasiego perpetuo hasta la noche, cuando los mismos barcos de recreo devuelven las hordas a tierra firme para que prosigan con sus vacaciones de apartamentos en colmena, helados en el paseo marítimo y ruidosos bares nocturnos.
Ahora Tabarca es otra vez ese lugar remoto y apacible, ese refugio donde llegar para huir de aquello que no se sabe bien qué es. Porque con la soledad la isla recupera también su distancia con el mundo, la de esa costa de hormigón que la mira de lejos como a un reducto virgen, milagrosamente ajeno a la especulación. Aquí, en este extraño arrecife de dos kilómetros de largo y unos cuatrocientos metros en su parte más ancha, la playa y el puerto conforman un istmo. A un lado queda el campo, bordeado por pequeñas calas cubiertas de algas. Al otro el pueblo, un puñado de casas blancas mordidas por el salitre.
Y aquí también, en la Isla Plana, como se la conocía antes, habitan apenas sesenta almas reconciliadas con la vida sencilla. "Saludar y despedir al sol cada día. Solo por eso ya merece la pena. Darme un baño a solas al amanecer, en un extremo, y después ver cómo se cae al mar desde la otra punta", confiesa la camarera de un bar de la Plaza Grande, una terraza esquinada que hoy luce semivacía al ritmo de jazz electrónico. "Los que quedamos nos conocemos todos y vivimos tranquilos", remata.
Es esta sensación de lenta cadencia, de memoria difuminada, la que tiene que ver con sus orígenes, aquellos tiempos en que la isla sirvió de base a los piratas berberiscos que asolaron el Mediterráneo, allá por los siglos XV y XVI. Después fue fortificada bajo la orden de Carlos III, empeñado en instalar a unas cuantas familias de la isla de Tabarka, frente a la costa de Túnez, para las que había logrado la redención tras haber sido reducidas a esclavos. De ahí que fuera bautizada con el mismo nombre (Nueva Tabarca más bien) en memoria de su antiguo hogar.
Hoy este islote requemado conserva la muralla abierta por tres puertas, así como el torreón de San José, que en tiempos fue una prisión. Y muy cerca pervive el viejo faro, uno de los más bellos de la provincia, que en sus dos plantas cuadradas de estilo romántico alberga un laboratorio biológico. Aquí, en este trozo de tierra cobriza batido por el viento, se viene a ver salir la luna llena, a contemplar cómo su brillo ilumina los islotes vecinos de La Naveta y la Nao.
Después, en el entramado urbano, habrá que dejarse llevar por sus tres únicas calles adoquinadas, muy rectas, que apuntan hasta donde el atardecer, efectivamente, tiñe de rojo los farallones. Poco que hacer salvo aspirar el aire marinero, los hombres reparando sus redes a la sombra de un muro de cal, el aroma a pulpo que emana de las ventanas, las conchas primorosamente colocadas en el alfeizar como una suerte de amuleto o un simple juego de niños. También hay algunas tabernas, una iglesia, la de San Pedro, y la antigua Casa del Gobernador, hoy rehabilitada y convertida en hotel boutique.
Pero es el Mediterráneo que envuelve a esta isla el que esconde el verdadero secreto. Porque Tabarca es una reserva marina, la primera que se declaró en España. Y sus fondos están alfombrados de praderas de posidonia que confieren al agua una tonalidad esmeralda. Hay en sus profundidades todo un universo que destellea en forma de peces, estrellas y crustáceos. Por eso sumergirse ahora, con el grito de las gaviotas como banda sonora, es también una manera de encontrar un nuevo refugio.
PARA LLEGAR: La forma más rápida de acceder a Tabarca es desde Santa Pola, a bordo de un catamarán y en un trayecto de unos quince minutos. También hay barcos desde Alicante, Torrevieja y Bernidorm.