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Fuerteventura tuvo su Teide. Guise y Ayose miran desde las alturas hacia lo que hace 20 millones de años fue un edificio volcánico colosal, con 20 kilómetros de diámetro y al menos 2.000 metros de altitud, situado en el centro de la isla. Su parte occidental se derrumbó hace 16 millones de años hundiéndose en el océano, y la que quedó a flote sufrió una profunda erosión que rebajó su altitud máxima hasta unos 600 metros. Ahora, más o menos desde esa altura, miramos un panel que ayuda a interpretar dicho proceso en el que hay que tener cierta fe, porque cientos de erupciones posteriores rellenaron y modificaron este paisaje extraterrestre.
A espaldas de los antiguos reyes mahos se aparece el valle de Betancuria, que después de haber conducido por la desértica llanura del valle central, parece todo un vergel desde las alturas. A los lados de los barrancos que mueren en el pueblo, se aparecen arbustos, incluso palmeras, y pequeñas parcelas aterrazadas que apuran la humedad de cada escorrentía. El propio pueblo también presenta un urbanismo en terraza. E igual que arriba descubrimos la historia de la formación de la isla, abajo vamos a poder interpretar la historia de los primeros pobladores de esta tierra.
Guise y Ayose tuvieron que rendirse ante el conquistador Jean IV de Béthencourt allá por 1404. El primero era el rey de Maxorata, la mitad norte de la isla, y el segundo el rey de Jandía, la mitad sur. Se estima que la frontera de ambos reinos debía estar más o menos donde ahora se tambalean con el viento sus enormes estatuas. Se estima que las disputas intestinas que mantuvieron previamente facilitaron la conquista de la expedición normanda, ante la que tuvieron que plegarse y aceptar el bautismo cristiano: Guise pasó a ser Luis, y Ayose, Alfonso.
Tras su conquista, Jean IV de Béthencourt fundó Betancuria, que sería la primera capital de Fuerteventura hasta su traslado a La Oliva allá por el siglo XVIII. Este enclave, alejado de la costa y rodeado de montañas, era perfecto para protegerse de los ataques de los piratas berberiscos, así como para establecer explotaciones agrícolas y ganaderas –la vida en la costa es algo relativamente nuevo en Fuerteventura–. Nada pudo evitar, sin embargo, que los piratas arrasaran la localidad en 1593 y con ella su primer templo de estilo gótico normando.
La actual iglesia de Santa María de Betancuria es el resultado de una larga reconstrucción a lo largo de todo el siglo XVII, que concluyó en 1691 con un templo mestizo compuesto por elementos mudéjares, renacentistas y barrocos. Nos habían hablado de que su artesonado mudéjar con policromías es una delicia, pero desgraciadamente nos encontramos el templo cerrado a visitantes, ya que aparentemente solo abre los fines de semana. Rodeándolo, descubrimos que su campanario, que parecía enorme desde el barranco, con sus ventanas de cantería con arcos de medio punto, luego resulta casi de juguete cuando se observa desde la terraza más alta de este pueblo que crece en escalera por las laderas.
Se sabe más bien poco sobre la Fuerteventura anterior a la llegada de Béthencourt. No está nada claro cuándo llegaron sus primeros habitantes ni de dónde procedían. Las teorías más aceptadas estiman que serían tribus bereberes que llegarían del norte de África, quizá a partir del siglo V a.C., o posteriormente, ya romanizadas. Sea como sea, luego desarrollaron una cultura propia e independiente que tiende a considerarse extinguida tras la colonización. Sin embargo, al otro lado del barranco, en un edificio hábilmente construido en terraza, tienen otra versión del relato.
La nueva sede del Museo Arqueológico de Fuerteventura, inaugurada en diciembre de 2020, es un grito contra ese tupido velo que se corrió sobre los mahos. “Aquí hay una pervivencia cultural aborigen”, nos cuenta Isidro Hernández, director del museo, en referencia a las múltiples muestras que alberga el museo de tofio o tabajoste, un tipo de cerámica identificativa de la cultura del pueblo maho que se siguió utilizando hasta los años 60 del siglo pasado, sobre todo por ganaderos caprinos.
Cuando Béthencourt llegó a Fuerteventura, se calcula que había al menos 60.000 cabras en la isla, con cuya leche ya se hacía un queso extraordinario. Como prueba de ello, Hernández nos muestra una quesera de piedra aborigen. Otro elemento de gran valor son los podomorfos de la montaña sagrada de Tindaya. Se trata de grabados rupestres con formas de pie sobre la traquita, un tipo de roca que cambia de color según en ángulo de la luz. Todos están orientados hacia la puesta de sol en el solsticio de invierno: “Por comparativismo cultural con el norte de África, puede que fuera un lugar donde se impartía justicia, donde se hacían pactos con los dioses o ritos propiciatorios de lluvias. Debía tener un componente mágico-religioso”, cuenta Hernández sobre esta montaña a la que está terminantemente prohibido ascender.
Otro de los yacimientos más importantes de Fuerteventura, descubierto en 2012, se ubica en la Isla de Lobos. “Gentes procedentes de la Cádiz romanizada vinieron a la isla a machacar stramonita para extraer un tinte color púrpura muy codiciado en el Imperio Romano. El descubrimiento convierte a Fuerteventura en el límite imperial más al sur del Imperio Romano, tal como por el norte era el muro de Adriano”. Lo intrigante es que no hay constancia de que hubiera contacto con los indígenas. “Entonces… ¿estaba o no estaba poblada la isla? ¿Quizá eran tribus bélicas y los romanos no querían contacto?”, se cuestiona Hernández, que espera poder responder a esas preguntas con nuevas excavaciones que ya tienen proyectadas.
Justo al lado del Museo Arqueológico, la 'Casa de Comidas Valtarajal' parece haberse alineado con la idea de remarcar la supervivencia cultural de los mahos, aunque en su caso, por la vertiente gastronómica. Lo regenta José Luis Brito, un historiador que decidió dejar su trabajo con grandes corporaciones para dar continuidad este negocio familiar nacido en 1983, cuando los turistas comenzaban a asomarse al interior de la isla, con la idea de enseñarles cómo se comía aquí. Sentarse a su mesa es un lujo muy asequible que solo se pueden permitir quienes visitan Betancuria los fines de semana a mediodía.
“A veces te ves como un náufrago en un océano”, dice José Luis en referencia a que son cada vez menos los que apuestan por la comida tradicional del interior de la isla. Busca los sabores de su infancia, esos que le erizan los pelos recordando a sus abuelas, y poniendo en valor la carne de cabra, que guisa con tremenda paciencia durante horas hasta conseguir que se deshaga en la boca. “Aquí solo usamos el caldero y el horno. Para que te hagas una idea, ni siquiera hay freidora. Y todo es casero, hasta los mojos o la mermelada de tomate que ponemos con los quesos”. Quesos, por cierto, que le hacen ex profeso, con la curación exacta que a él le gusta, un par de queserías con las que trabaja.
En la pizarra que hay junto a la barra, José Luis escribe la docena de platos del día (con unos precios que también son deliciosos), que va cambiando dependiendo de lo que haya en el mercado, y del frío o calor que haga. Hoy, con ese supuesto invierno que estamos pasando a 20 grados, nos sirve un escaldón de gofio, un pimiento verde relleno de carne con queso majorero gratinado, un estofado de carne de cabra y una ropa vieja de cabra. Y en cada uno se sienten las horas y el mimo que les ha dedicado.
El término municipal de Betancuria se extiende sobre la parte central de aquel antiguo y gigantesco edificio volcánico que emergió hace 20 millones de años. Después de derrumbarse y erosionarse, ahora presenta un paisaje de cumbres suaves y redondeadas que ofrecen unas panorámicas espectaculares. En el valle, los barrancos se aprovechan para cultivos en terraza con técnicas que exprimen la humedad de cada lluvia. El Camino Natural de Fuerteventura, que atraviesa la isla de norte a sur por el interior, tiene aquí de uno de sus tramos más espectaculares; sus etapas 4ª y 5ª cruzan el Parque Rural de Betancuria, a ratos por las cumbres y a ratos caracoleando por los barrancos.
Desde la Iglesia de Santa María de Betancuria, junto al Monumento al Artesano Majorero, la etapa 4 asciende hasta el Mirador de Guise y Ayose, para luego alcanzar Tefía. En sus primeros metros discurre por el barranco, pasando junto al primer y único monasterio franciscano de Fuerteventura, el Convento de San Buenaventura, que ahora está en ruinas. En sentido opuesto, la etapa 5 entre Betancuria y Pájara promete ser todavía más espectacular, acercándose a uno de los parajes más característicos de la isla: la Presa de las Peñitas. Pero como ya se está haciendo tarde, hoy quizá tomemos un ramal que nos acerca hasta Antigua, otro municipio donde afloran las esencias majoreras.
Después de atravesar el casco antiguo de Betancuria, el Camino Natural toma la Cuesta de Antigua entre pequeños campos de cultivo, pasando por un pozo con noria y un mirador que ofrece buenas vistas del pueblo. Aquí podemos familiarizarnos con las gavias, un sistema de cultivo tradicional en terrenos aterrazados, perpendiculares al barranco y rodeados de muros de piedra, hacia los que se desvía las aguas de las lluvias para que se encharquen; una vez han bebido, están listos para el cultivo. A medida que ascendemos y el terreno se empina, ya solo vemos piteras que servían como linde para unos cultivos hoy abandonados.
A llegar a la Degollada de Marrubio, las vistas son espectaculares, con el Parque Rural de Betancuria a nuestras espaldas y, frente a nosotros, el gran valle central acotado por los “cuchillos” orientales en el horizonte. Justo en el collado, hay un pequeño chozo con mesas para descansar y protegernos del viento mientras decidimos qué hacemos. Siguiendo la etapa 5 del Camino Natural de Fuerteventura continuaríamos hacia el sur por las cumbres, pero cabe la opción de tomar un ramal, la etapa F, que desciende hacia la Antigua, otro de los municipios históricos de la isla, donde nos han contado que está el primer hotel rural de Fuerteventura.
El boom turístico empezó a pegar fuerte en las costas de Fuerteventura a partir de los años 70, pero hasta comienzos del siglo XXI nadie se había planteado abrir un hotel rural. Sorprende porque, al fin y al cabo, la vida en la costa es relativamente una novedad en la isla, mientras que las auténticas esencias majoreras –sus quesos, sus cabras, sus camellos– se esconden en el interior, en lugares como la 'Era de la Corte', una casa de campo que existe al menos de 1890, cuando la adquirió la familia Berriel.
Tres generaciones más tarde, cuando los nueve hijos de Andrés y María Victoria ya se habían ido de casa, este matrimonio inquieto decidió liarse la manta a la cabeza para rehabilitar su hacienda y pelearse con el Cabildo hasta conseguir que se creara una legislación de alojamientos rurales. Cuando por fin consiguieron abrir en el año 2000, su número de licencia era, por supuesto, el nº 1. Lo curioso es que el artífice del cambio no fue Andrés Rodríguez Berriel, arquitecto y escritor, nacido por cierto el 18 de julio de 1936 en esta misma casa, sino su mujer, María Victoria Cabrera Báez, a quien le dio la inspiración tras asistir a un curso para mayores en la Universidad de La Palma.
Después de más de 15 años regentando el negocio, María Victoria no vivió para ver cómo el Cabildo de Fuerteventura la nombraba hija honorífica de la isla. Al menos, su hija Malole, junto a su pareja David, se han encargado de dar continuidad a su proyecto: un alojamiento con ese punto justo de austeridad rural para que la estancia se sienta bien auténtica.
Ya oscurecido, recordamos un texto de otro hijo célebre de la isla, Faustino García Márquez, que leímos en el Museo Arqueológico: “Los indígenas canarios poblaron esta tierra durante más de dos mil años y solo los separan de los canarios actuales cinco o seis siglos, apenas diecisiete o veinte generaciones. Tras la conquista europea, el precio de su mermada supervivencia fue olvidarse de ellos mismos, ocultar su rastro, disolver su identidad en la bruma de una nueva sociedad, la nuestra. Nos dejaron su cultura muerta, convertida en piedra, barro y madera, llena de lagunas y desconocimientos, como si se hubieran extinguido hace más de cinco mil años. (…) Ellos somos nosotros”.
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