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Caldes de Montbui es muchas cosas. Su coqueto casco antiguo, la huerta, una elevada densidad de buenos restaurantes por metro cuadrado, montes y bosques atravesados por senderos y sobre todo, el agua termal, una de las más calientes de Europa. Este agua que brota a 74 grados del caño de la Font del Lleó –con 500 años de historia– ha definido la historia del pueblo.
En el siglo II a.C. los avispados romanos construyeron en la futura Caldes de Montbui una estación termal, de la que se conserva en muy buen estado una piscina –se supone que un caldarium– que comparte plaza con la fuente antes mencionada, el ayuntamiento y dos balnearios. La población se expandió alrededor de ese punto caliente. Entre los siglos XVII y XVIII, alrededor y encima de las antiguas termas romanas empezaron a funcionar varios balnearios. Hoy sobreviven tres: el balneario 'Broquetas', que mantiene una nostálgica pátina art déco, el 'Vila de Caldes', y las 'Termes Victòria', donde se acaba de inaugurar 'Espai Cel': un conjunto de siete piscinas a distintas temperaturas situadas en unas antiguas cisternas del siglo XVIII.
Además de aliviar reumas y crisis nerviosas, el agua de Caldes ha tenido otras utilidades. Los reposteros la empleaban para escaldar almendras con las que confeccionarían carquinyolis, un biscote típico del pueblo, duro, que suele servirse con el café o el postre de músico, y que por fuerza tiene que estar emparentado con los italianos cantuccini. Los peleteros, los toneleros y los fabricantes de cestas reblandecían la materia de su trabajo al calor del agua. Todavía hoy se conservan lavaderos públicos, aún en uso –uno de ellos convertido en instalación termal pública–. Y desde el año 1700, la familia Sanmartí elabora fideos y otros tipos de pasta mezclando agua termal con harina de trigo.
La fábrica de pastas 'Sanmartí', que se encuentra justo al lado de la iglesia de Santa María, de un estilo barroco bastante sobrio, es de visita obligada. Aunque el tópico sea manido, aquí aplica muy bien aquello de que entre sus muros parece que el tiempo se haya detenido. La maquinaria es un diplodocus metálico de mediados del siglo pasado, los armarios de secado son reliquias de madera y la zona de venta parece un decorado de película de entreguerras. Pero lo importante, al fin, es la calidad superior de la pasta. El aroma que desprende durante la cocción y la proteína que suelta en el agua –prohibido desecharla, es buena base para un caldo– son premonitorios de un sabor y una textura excepcionales.
Si en lugar de cocinar la pasta, uno prefiere que se la cocinen, puede pedirla en el restaurante 'Mirko Carturan' (Pi i Margall, 75) con 1 Sol Guía Repsol. El cocinero que da nombre al establecimiento, piamontés de nacimiento, la maneja con soltura; aunque su oferta va mucho más allá. 'Mirko' apuesta por una cocina de autor, de creatividad contenida y de temporada –lo que le obliga a cambiar la carta cada tres meses–. Son memorables su tempura de sesos, el risotto de vino tinto y el cabracho con vinagreta de jamón.
Vincenzo Cavallaro es el otro cocinero italiano afincado en el pueblo. En 'Na Madrona' (Canal, 8), el restaurante que gestiona con su esposa Marta –a la sala–, elabora una muy convincente cocina siciliana con pinceladas de modernidad. No me consta que en el 'Café del Centre' (Corredossos de Baix, 11) trabajen italianos, pero eso no quita para que sea otro de los mejores restaurantes del pueblo.
Aquí elaboran una cocina de mercado que alimentan proveedores de proximidad, ecológicos y sostenibles en la medida de lo posible. Su menú del día tiene una relación calidad precio asombrosa para alguien que venga de una metrópolis, y eso se nota: el restaurante se llena a diario, la reserva es prácticamente obligatoria. Mucho ojo con sus arroces, que acostumbran a aparecer como extras en el menú diario: merece la pena pagar más por ellos.
Tres propuestas más informales pero no menos serias en lo gastronómico son 'Canfanga' (Montserrat, 47), bulliciosa vermutería en la que sabes cuándo entras pero no cuándo saldrás; el restaurante vegetariano 'Fika' (Forn, 16), que exprime todo el sabor de lo verde; y la tienda de vinos con degustación 'La Vallesana' (Pi y Margall, 15), en cuya terraza o interior se puede disfrutar de buenos vinos, quesos y embutidos.
Después de comer, quizá apetece estirar las piernas. Las rutas son variadas y se puede optar por el sencillo camino orbital del pueblo, que transcurre entre las huertas públicas y la muralla que limita con la ribera del pueblo. Allí hay que prestar atención al puente románico y a la pasarela de las huertas, que cuenta con premios europeos al aprovechamiento del espacio público y nominaciones a los Premios FAD de Arquitectura.
También es muy recomendable recorrer los cuatro kilómetros que llevan a la Torre Roja, nombre que recibe el conjunto formado por una torre vigía de origen medieval y los restos arqueológicos de un asentamiento íbero. Desde el promontorio en el que se ubica se disfruta de una vista magnífica sobre Caldes de Montbui, buena parte del Vallès Oriental y Occidental, Barcelona y el Mediterráneo.
Quizá la mejor época para visitar Caldes de Montbui sea a partir de primavera, cuando se suceden distintas celebraciones populares que arrancan el tercer fin de semana de marzo con el mercado artesano de la Olla y la Caldera. Durante estas fiestas se cuecen en agua termal –cómo no– ingentes cantidades de legumbre y carne, y terminan a mediados de julio, ya en verano, con el fin de las jornadas gastronómicas de la cereza. Pero lo ideal, ya les digo, es quedarse a vivir.