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Valverde de los Arroyos, Majaelrayo, Campillo de Ranas, El Espinar, Campillejo, Robleluengo o Roblelacasa: tú eliges en qué negra localidad arrancas tu aventura otoñal. Algunas se encuentran más habitadas y concurridas que otras, pero todas comparten una fisonomía singular, producto de las oscuras lajas de pizarra con las que están construidas sus viviendas, el material más abundante en esta parte del macizo de Ayllón.
Como si de un hechizo se tratara, estos pueblos y pedanías parecen brotar de la propia naturaleza, combinando con ella a la perfección. "Ofrecen una arquitectura única, pero no solo eso: están enclavados nada más y nada menos que en el Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara. Es un paisaje exuberante de gran valor etnográfico en un medio preservado: un gozo para dar un paseo, solo o en familia", cuenta Marcelino Ayuso, jefe de servicio de Turismo de la Diputación provincial.
Aquí, no es que el tiempo se detenga, sino que directamente deja de importar en cuanto pones tus pies en sus callejuelas y plazas, donde se alzan fuentes, iglesias, ermitas y construcciones cubiertas, en muchos casos, por rojizas hiedras.
De paso, puedes aprovechar para descubrir alguna de las imperdibles atracciones, que, como todo en esta sierra, poco tiene que ver con la rutina urbanita y mucho con la montañera: es el caso del imponente roble hueco que se alza a la entrada de Campillo de Ranas, un ejemplar centenario que deja sin palabras a cualquiera y a cuyos pies merece la pena pasar un ratito (o dos) en silencio.
Después de explorarlas por dentro, el mejor plan es escoger cualquiera de los senderos que parten de estas localidades abrazadas por los ríos Jarama y Sorbe para dejarse llevar entre robles, encinas, castaños, hayas y quejigos para disfrutar de los paisajes del otoño. Mientras disfrutas del crujido de las hojas secas bajo tus pies y tu nariz se impregna del aroma de la omnipresente jara y la tierra mojada, seguramente descubras en una de esas rutas (que en su mayoría forman parte del GR que recorre toda la Arquitectura Negra) algún antiguo lavadero o un molino en ruinas que en su interior aún conserva parte de su rueda. Será por negros tesoros.
También es habitual que entre octubre y diciembre aparezcan excursionistas equipados con sus navajas y cestas de mimbre en busca de setas, los exquisitos "frutos naturales" del lugar. Eso sí, siempre con la máxima precaución y cumpliendo una regla esencial: ante la duda, no se come. En las zonas de pinares, se concentran los fanáticos de los níscalos, mientras que en los prados suelen hallarse más fácilmente champiñones, senderuelas y las sabrosas setas de cardo. En cuanto al rey de todas ellas, el ansiado boletus, solo los expertos saben dónde se esconde (y a ver quién suelta prenda).
Vigilando todo, siempre presente, el Pico Ocejón (2.049 metros). "La gente de esta tierra habla del padre Ocejón porque es un referente. Hay que rendirle honores" cuenta Ayuso. Sumarse a esta particular religión cuesta menos de lo que parece, ya que solo hay que observar sus laderas ardiendo con el rojo y el naranja de los robles para caer rendido ante él.
En los meses de otoño e invierno, su cumbre se vuelve algo vergonzosa y lo más habitual es que quede escondida tras una bruma que envuelve a los pueblos negros en un halo de misterio aún mayor. Si te pica el gusanillo, puedes hacer senderismo hasta su cumbre desde el lado de Valverde de los Arroyos o desde el de Majalrayo en una excursión de dificultad media que, sin duda, tus ojos (y tu mente) agradecerán.
Es cierto que la zona merece la pena ser visitada en cualquier época del año, pero, en otoño, los colores que allí surgen suponen un verdadero goce para la vista. ¿O acaso creías que fuese posible identificar hasta cinco tonalidades distintas de amarillo en un mismo paisaje?
"El contraste cromático de todas las especies de flora es un placer. También esa temperatura más agradable, aunque haya que cogerse el chubasquero, y ese cielo no tan brillante que le da un toque especial", asegura Ayuso. Si además puedes quedarte a pasar una noche, el disfrute será absoluto, ya que no hay nada como dar un paseo por esos callejones cuando está atardeciendo y la luz de las farolas se refleja en los gruesos muros negruzcos.
Es en estas fechas cuando residentes y visitantes habituales comienzan a celebrar como si fuera oro cayendo del cielo las primeras visitas del agua a los arroyos, que cada vez sufren más los largos y secos veranos. Junto a ellos, fresnos, sauces, alisos y algún que otro cerezo se alzan entre matorrales de brezo y bayas rojas.
No es necesario ser un experto montañero para disfrutar de este entorno, pero sí muy respetuoso con él y sus habitantes, que mantienen con vida unos pueblos asombrosos, distintos al resto. Es la única manera de sacarle el máximo partido a la visita, conviviendo en paz con los perros sin correas que merodean por el campo, los buitres, águilas y halcones que surcan el cielo y las vacas que pastan allá donde les place (de hecho, no es raro que alguna que otra se desoriente y termine colándose en cualquier plaza).
Ayuso describe muy bien la esencia que el visitante debe captar para que no sea otra excursión de fin de semana más: "No hay cosa más bonita que cuando estás en esta época entre la pizarra negra de esos muros y tejados, mientras caen unas gotas de lluvia, y que salga una brizna de sol: eso es realmente para quedarse, sin más". Y no volver.
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