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Palpita el asfalto en la calle Princesa. Estamos a mediados de julio en Madrid y es casi mediodía, así que salir del metro en la parada Ventura Rodríguez se siente casi como abrir la puerta de un horno, pero el plan de hoy va a ser todo lo contrario. Se entiende el escepticismo de algún lector: si todos los “jardines escondidos” que se proponen por estas fechas de verdad fueran increíbles oasis donde desconectar del frenesí urbano no habría un madrileño caminando por la acera en todo el verano. Pero sí, alguna que otra vez aparece algún lugar realmente íntimo y refrescante en el centro de la ciudad: este verano la Casa de Alba ha decidido abrir su jardín inglés al público y ya se postula como el plan estrella de las próximas semanas.
La vegetación desbordada ligeramente las verjas negras con punta dorada que conforman la puerta principal al recinto. En la garita instalada justo en la entrada pican los tickets, adquiridos a través de la web del Palacio de Liria por 7 euros. A nuestra derecha se despliega el jardín inglés, accesible todo el año para los que visitan esta residencia de la Casa de Alba: “No se hace jardín hasta 1860, hasta entonces era una plaza de armas”, explica Clara Díaz, que nos acompañará durante la visita. Sobre una inmensa explanada de césped perfectamente cortado han crecido varios árboles aquí y allá: “Todas las variedades que vemos aquí son exóticas, eso es un cerezo japonés que no da fruto y florece solo una vez al año”, detalla Clara sobre el árbol más cercano a la fachada del palacio.
Caminando despacio por el suelo de gravilla nos aproximamos al palacio hasta distinguir las cuatro figuras que coronan su tejado: “Son figuras alegóricas de las Indias”, desliza Clara. Al girar sobre los talones, la panorámica te hace sentir alguien con suerte: la Torre de Madrid, tan alta e inmaculada, parece brotar entre las altas copas de los árboles del jardín y de asombra al visitante de una manera extraña. Hace apenas unos minutos que el grupo pisaba las calles del centro, pero parece sorprenderse de no haber salido del meollo. Por el ambiente, ya parece estar en un lugar lejano.
Así, se llega hasta la pequeña y monumental escalera que nos lleva, ahora sí, al jardín inédito: “Se ha abierto de manera totalmente excepcional a petición de los propios visitantes”, reconoce Clara. “La gente que venía al palacio observaba mínimamente el jardín trasero a través de los ventanales, y muchos querían ver más”, así surgió la idea de estas visitas, programadas para las mañanas de este verano. Aún no saben si lo van a abrir los próximos años así que volvemos a sentirnos afortunados de poder estar aquí hoy.
Estos turistas -por un día- comienzan a sumergirse en una quietud casi mágica donde de repente son capaces de oír sus propios pasos -“y las cigarras, y algún pájaro”- y se comienza a sentir cierto frescor. “Aquí no notas el calor, solo notas que estás en verano”, comentan con acierto. Bajo la sombra que proyecta el palacio, construido entre 1767 y 1785, se va avanzando hasta el balcón clave, desde donde se contempla el anhelado vergel con un enfoque de postal. Setos podados en coquetas espirales, sofisticadas elipses y en cúpulas perfectas cubren la parte justo debajo de nosotros, y altos setos rectangulares conforman la más alejada a la fachada en este “jardín francés diseñado por Jean Claude Nicolas Forestier, donde la naturaleza está totalmente sometida al control del ser humano", escuchamos.
Tras echar un último vistazo al jardín, “que tiene como eje la fuente diseñada por Ventura Rodríguez, arquitecto del palacio” apoyando los codos en el monumental balaustre cual actores protagonistas de una serie dieciochesca, toca seguir el camino. Toda la margen izquierda del sendero, la que da a la calle Mártires de Alcalá, ya es parte privada del ducado y como tal, tiene el acceso restringido. Se pueden ver y fotografiar los bustos de corte clásico recogidos por Carlos Miguel Fitz-James Stuart, XVI duque de Alba; ni siquiera se puede intuir la piscina de la familia totalmente escondida que, según nos cuentan, se encuentra allí, y se puede ver sin hacer el fotos el cementerio de las mascotas de esta familia tan reconocida. Los restos de perros, tucanes y el mono de la familia descansan en las dependencias ducales: “La duquesa de Alba -Cayetana- solía sacar la jaula con sus aves al jardín todas las tardes”, cuenta Clara.
Con esa imagen en la cabeza seguimos avanzando entre las esculturas, con mera función ornamental -“La idea era hacer como en el Palacio de Dueñas en Sevilla, un jardín arquitectónico de inspiración clásica”, apostilla nuestra guía- hasta una fuente empotrada en la pared de ladrillo que delimita la segunda frontera del jardín. A ambos lados del grifo se observan talladas dos fechas: 1773 y 1926. “La fecha de construcción del Palacio y la fecha en la que nació Cayetana”, explican. No es la primera vez que se nombra a la mediática duquesa, que ocupó vida social y prensa rosa durante décadas, ni será la última.
Una vez se llega a esta fuente toca de nuevo girar sobre nosotros mismos para saborear otra panorámica. Cuatro esfinges custodian escaleras que bajan al jardín que nosotros, de momento, preferimos seguir observando desde arriba. Aquí Clara habla de la relación entre Howard Carter, arqueólogo que descubrió la tumba de Tutankamón, y el duque Jacobo XVII, y explica que “estas figuras protectoras de los templos, representan los Cuatro Continentes”. “En la escalera de enfrente, en lugar de esfinges, son quimeras”, describe como aperitivo a lo que veremos a continuación.
Pasamos por debajo de “la pérgola de glicina, a punto de su segunda floración”. A la derecha vemos el imponente palacio entre la frondosa vegetación y a la izquierda, una rosaleda que mandó construir (sí) Cayetana XVIII, duquesa de Alba, en la reconstrucción del jardín tras los daños que se produjeron en 1936. “Este siempre ha sido el muro que delimitaba el final del jardín, si os fijáis, se ve la huella de la artillería de la guerra civil”, explica Clara sobre los impactos en la fachada de ladrillo que enmarca la rosaleda, en la actualidad dependencias militares Si miramos a la derecha, nos encontramos de frente con la tercera frontera: las ventanas de la Biblioteca Conde Duque y sus usuarios, privilegiados espectadores de parte del jardín durante todo el año.
A estas alturas, el visitante casi necesita entrar de lleno al oasis, elegante y laberíntico, y por fin se cumplen sus deseos. La escalera se abre en dos entre la rosaleda y el centro del jardín: pequeñas florecillas moradas y naranjas adornan un gran jarrón de obra en primer plano, en segundo: el palacio en todo su esplendor. Bajando y subiendo las piedras escalonadas rodeadas de vegetación, paseando a la sombra de los setos y observando las flores de colores vivos casi refulgentes a la luz del sol, puedes sentirte parte de la familia Bridgerton.
Ya en la fuente central del jardín, mencionada por Clara al inicio de la ruta, donde flotan los nenúfares, la comitiva se para a observar de verdad la estructura palaciega. “De frente podemos ver casi todo el ala noble de verano: el zaguán, la biblioteca, las estancias del servicio cuando aún vivía aquí -en la actualidad, la mayoría viven en la corrala de viviendas anexa al recinto- y las salas de restauración y conservación de las obras pictóricas de la casa”. Los visitantes más observadores pueden distinguir las grandes cocinas, con sus trabajadoras y sus utensilios colgados en la pared antes de rodear el cuarto de alimentos fríos y el pabellón de exposiciones.
Volvemos a rodear el edificio por dónde hemos venido y, aunque hay operarios montando las instalaciones para un evento privado que se celebra esta misma noche, la estampa sigue siendo envidiable. Ya estamos de vuelta en el punto de partida bajo el impresionante tejo japonés, realmente la visita ya ha terminado pero el grupo hace más fotos, sigue preguntando o se fija en detalles que antes la han pasado por alto. En definitiva hacen tiempo, remolonean, buscan excusas para quedarse un rato más.
PALACIO DE LIRIA - Princesa, 20. Madrid.
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