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"El Sacro Monte es hoy el cuartel general de los gitanos de Granada. Es, para hablar con propiedad, una ciudad dentro de ciudad con una población que tiene costumbres y lenguas particulares… las faldas de la colina están socavadas por infinitos agujeros o grutas que sirven de vivienda a los gitanos". En 1862, el escritor Charles Davillier veía así la colina de Valparaíso, donde se asienta uno de los seis barrios del Albaicín de Granada.
Hoy, el Sacromonte es un barrio gitano con cuevas alquiladas a extranjeros, una mezcla que recuerda a los orígenes multiculturales que le adjudica la historia. Cuentan que los judíos y moriscos expulsados por los Reyes Católicos dejaron detrás de sí a su servidumbre, una parte se instaló en el Sacromonte, hoy limpio, encalado hasta la pulcritud. Su blancura daña la mirada del paseante cuando el sol rebota en sus casas.
La nota de color la ponen las puertas de las antiguas cuevas, convertidas ahora en lugares para el flamenco –la zambra, el zorongo que dejaban boquiabiertos a los extranjeros– preferentemente destinado a turistas y amantes del flamenco. De los dibujos del compañero de Davillier, Gustave Doré, con las gitanas con aspecto de bruja bailando a las puertas de las cuevas, las niñas desnudas pateando la zambra o los cerdos mezclados con niños gitanos, ni rastro. Eso sí, las chumberas siguen siendo la vegetación.
Ojo, que sea un barrio para pasear a los guiris no significa que no haya nichos donde la esencia del cante y el baile jondo no merezcan la pena. Todo lo contrario. La jondura y el duende de este barrio, que tanto tiene que ver con el cante grande y que enamoró a Federico García Lorca y a Manuel de Falla –aquí se hizo el primer concurso de flamenco, dicen, en 1922– aquí siguen. Apellidos vinculados a los Maya, los Amaya, los Habichuela, los Cortés, los Carmona, los Bustamante –entre otros muchos– siguen dejando huella, pero hay que encontrarlos al atardecer. Algunos llegan buscando a Curro Albaicín, que hace tiempo dejó estos barrios.
Por el día, lo que llama la atención hacia la cima, donde está la abadía, es la casa de Brígida la Sevillana, que se vino desde Barcelona en 1977 "porque no ganábamos para comer. Y aquí me quedé". Una se la topa a veces en su patio, donde es imposible no fijar la mirada ante el alarde de adornos, platos, macetas, la imagen de María Santísima del Sacromonte, el Cristo del Consuelo, "también tengo el de los gitanos".
La Sevillana tiene siete hijos, 15 nietos y 12 biznietos. "Tenéis que ir hasta las cuevas del museo, para que se vea cuando no había ni agua, ni luz ni baños. Hacíamos caca detrás de una pita. Eso lo tienen que saber también los turistas", explica esta Brígida que saluda a todas las parejas rubias que suben y bajan, que se hacen fotos con su fachada a la espalda.
Tiene un bote para quien tenga a bien dejar una moneda, que ella no pide. "Me multaron por poner un andamio para limpiar y colgar cosas y me enfadé. Salí en el periódico", cuenta, mientras invita a un vaso de agua fresca. Adentro, una mesa camilla impoluta de faldas coloridas, y fotos y fotos de Brígida disfrazada para los carnavales, que le encanta. Como el camarero de la terraza del Darro, Brígida mantiene que los gitanos actuales del Sacromonte "los que tienen una cueva para flamenco, están integrados. Mucho y bien".
Con el consejo de la sevillana reconvertida en granadina comienza el ascenso hacia el museo del Sacromonte, en el Barranco de los Negros. Las chumberas, el aloe vera o los geranios y trepadoras aligeran la fatiga de la subida, ayudada por los bancos que caritativamente han dejado en los recodos para niños, añosos y ¡sí, jóvenes también! Poemas de Fray Luis de León –"del monte en la ladera"; "Granada es la flor dejada por el cauce de ese río..."– dan la disculpa para pararse y devolver el corazón de la garganta al pecho.
Tenía razón Brígida. Al Museo Etnográfico del Sacromonte hay que subir para entender cómo se vivía aquí hasta principios de los años 80, cuando se trajo la luz y el agua corriente, cuenta uno de los voluntarios que vende las entradas. Tras la subida gloriosa, conviene tomar un refresco en la terraza sobre el curso del Darro y el Albaicín, antes de recorrer las diez cuevas que muestran cómo era la vida por aquí arriba.
Está ya avanzada la mañana y el sol sacude, aunque aún es primavera. Entrar en la cueva de una familia donde "hay una sola pieza, con tablas mal unidas. Y aquí, en esta pieza de paredes encaladas, vive en confusión toda la familia", escribía el barón Davillier. Es imposible no retroceder, no imaginar el pasado en este dormitorio de colcha de ganchillo y lleno de fe.
Para los amantes del flamenco, conocedores de su historia, debe de ser "un alucine de no olvidar", comenta una señora de Valencia que visita el lugar, porque en un lugar así crecieron, seguro, algunos de antecesores de lugares tan populares entre los granaínos, como la 'Venta del Gallo' –"ahí se celebran bodas y bautizos" había explicado un taxista el día anterior– 'Casa Rocío', 'La Zambra', 'La Canastera', 'Casa Pepe'. Seguro que quedan artistas canosos, ya le den al cante, a la guitarra o al cajón, que recuerdan bien cómo fue la infancia en las cuevas.
La abadía del Sacromonte corona este barrio en el que ya dejaron sus huellas los habitantes trogloditas, los nazaríes, los judíos, los árabes, los moriscos desterrados por Isabel y Fernando. Y no podía faltar una abadía con sus reliquias católicas, las de los santos como Cecilio, discípulo del apóstol Santiago, y los Libros Plúmbeos, que hicieron correr ríos de tinta en el siglo XVI y XVII.
Lo mejor de la abadía, más allá del museo, es el espectáculo de mirar la Alhambra desde otra perspectiva, porque la vista ofrece un plano bien diferente del acostumbrado desde el Albaicín. Al bajar, dejando atrás las primeras cuevas que se abren para recibir a las visitas con los primeros cantes y zambras, la parada en una de las terrazas que rodea la estatua de Chorrojumo, el autoproclamado Rey de los Gitanos hace un más de un siglo, da para reposar todo lo que dejas atrás. Trogloditas, moros, cristianos y flamenco, arte en tantas esquinas... solo que ahora tan lejos de aquella pobreza triste y dura que les encantaba retratar como pintoresca a los viajeros románticos.
Sentarse y buscar la historia de este Chorrojumo, Mariano Fernández Santiago, en la wiki mientras cae una cerveza helada con el Darro murmurando –trae menos agua de lo habitual para la época, marzo– y descubrir que este rey gitano fue un pícaro, precursor del turismo entre los extranjeros, gracias a cómo le vistió de goyesco su tocayo, el pintor Mariano Fortuny. Es inevitable mirar hacia arriba, buscando la cuesta del Rey Chico donde dicen que este personaje cayó fulminado por un infarto, según internet y la leyenda. Grande Chorrojumo.