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Las ventanas y los tragaluces iluminan el estudio del Monumento la Tolerancia en el centro de Zabalaga, pese al día de lluvia y viento. La mirada vuela del suelo al espacio de allá arriba, donde las vigas se cruzan para formar una de las obras más queridas por el escultor, este caserío tan vacío y tan lleno.
"Chillida decía: 'soy como un árbol atado aquí, a mi tierra. Y aquí lo llevo al límite". Las palabras de la figura que se recorta en la puerta, paraguas en mano, mientras se coloca las bolsas de plástico en los pies para andar sobre el cemento recién pulido, son mucho más que un calambrazo. Ignacio Chillida, uno de los ocho hijos del artista, cada día se parece más a su padre, aunque de menor envergadura.
"Sí, eso dicen. Quizá sea más por la cabeza, por la calva y las entradas". Unos espléndidos ojos azules se esconden tras las gafas de concha de este grabador, que durante tanto tiempo trabajo con el progenitor "grabando su obra. Yo no tengo obra propia", reconoce dentro de una familia de artistas, con la misma sonrisa y calma con que se sitúa al fondo de este ensayo de la tolerancia, que terminaría en una monumental obra de hormigón en Sevilla. "Me puedo poner aquí, como ya se pusieron ellos –sus padres, Pilar Belzunce y Eduardo– en más de una ocasión".
No es casualidad que sea una escultura que elogia la tolerancia y cuyo proyecto conmemora la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, la primera imagen que desde el 17 de abril verán los nuevos visitantes del Chillida Leku, en esta exposición, titulada Ecos, otra serie clave en el personaje. Faltan un par de semanas para que los niños vuelvan a correr por estas campas, "y los padres detrás de ellos".
"A un niño de dos años lo sueltas aquí y sube como loco la cuesta a tocar las obras, con los padres detrás. Lo más bonito es la gente que llega, a veces sin conocer la obra de Chillida, y se va contando que aquí se siente algo muy especial. El equilibrio absoluto, una paz impresionante, un lugar para reflexionar, que cada uno saque lo que lleva dentro", describe Ignacio.
Cuando Ignacio habla del artista, lo nombra como Chillida. Cuando habla del padre, es el aita y esa dicotomía ayuda a entender cómo era ese hombre que abandonó arquitectura, se marchó a París y regresó contando a su novia y luego mujer, Pilar, que era un "fracasado". Ni los encuentros con otros artistas de la talla de Pablo Palazuelo, Eusebio Sempere o José Guerrero, mitigaron su ánimo, despertado en el Louvre a la luz blanca de las esculturas clásicas griegas. El regreso significó el reencuentro con la luz oscura del norte, al barrio de La Florida en Hernani, donde vivieron los tiempos difíciles de los primeros 50 en casas de familiares.
"Los cinco primeros hermanos no nacieron aquí, pero yo, que soy del 54, y otros, ya lo hicimos aquí. Era estupendo ser hijo de Chillida. Aunque estuviera metido en sus asuntos, a veces nos llamaba y nos llevaba a su estudio para dibujar. Hasta nos daba algo de comer para entretenernos… ¿Cómo no íbamos a darnos cuenta de que éramos hijos de un artista? Vivíamos entre esculturas. Eso sí, cuando estaba trabajando había que darle toda la intimidad del mundo para no perturbarle en su trabajo".
Pero eso no impedía que el aita hiciera deporte con los hijos cada día antes de comer y se entregara a la rutina diaria, comida y telediario, más descanso. El que fuera portero de la Real Sociedad no jugaba con sus hijos al fútbol, deporte que le apasionaba, sino a la pala y al ping-pong en el frontón familiar. Al menos en la memoria de Ignacio, porque a finales del siglo pasado corrían fotos de un Chillida que jugaba al fútbol con sus nietos en Zabalaga, este lugar al que llegaron en 1983.
El caserío significó un cambio en la obra del escultor, casi de tanta envergadura como lo había sido Ilarik, la primera escultura en hierro que marcó el giro en su obra. En Ecos, entrando a la derecha, hay otra Ilarik, esta en madera de 1953, dos años después de la original. Las 13 hectáreas de campas y Zabalaga, que restauró con la ayuda del arquitecto local Joaquín Montero, permitieron a Chillida pensar la creación de obras de gran formato sin tener que esperar a los encargos. Era la libertad conceptual, el espacio sin límites ni horizontes sobre el que tanto tiempo se dedicó a meditar.
"El tratamiento que dio a este espacio fue el mismo que al Elogio del Horizonte (Gijón), quizá su obra más emblemática. Si por él hubiera sido, lo hubiera dejado absolutamente vacío. Aquí la obra de Chillida se va conglomerando, se acerca a los límites inalcanzables y cuando tú entras aquí, también está tu espacio interior, que está conectando con el horizonte, que es la patria de todos los hombres. Eso sí que es el espacio a lo bestia", relata Ignacio Chillida desde el círculo de la tolerancia, saltando del padre al artista, pero sin olvidar a Pilar Belzunce, su madre y esposa del artista.
De Belzunce escribió el gran crítico de arte Francisco Calvo Serraller que "la comprensión, la atención y la dedicación de Pilar con Eduardo fue una constante firme, hasta tal punto que no es exagerado considerarla no solo cómplice, sino, hasta si se me permite, coautora de la obra de Chillida". Pilar murió en 2015, 13 años después de su marido, pero en Chillida Leku también queda su huella.
Sus cenizas, junto a las del esposo y el jardinero, están en la zona privada del caserío, al que dedicó tanto esfuerzo como el artista. "No digo que mi madre fuera dura, era durilla. Tenía ocho hijos que había que cuidar, llevarlos adelante. Y un marido que era un hombre metido muy en su mundo. Toda la obra de mi padre la gestionaba mi madre. Sin ella, Chillida no hubiera podido ser lo que fue. Era primordial en su vida", sentencia Ignacio, mientras se desliza con las bolsas azules en los pies entre las obras, muchas aún cubiertas, de una exposición que permite ver la envergadura del artista como en ningún otro sitio, porque "Zabalaga es una de sus principales obras y en ningún otro sitio, con las que hay dentro y las de afuera, van a verlo mejor".
Afuera hay más de 40 esculturas, a las que la directora del Chillida Leku, Mireia Massagué, considera un lugar único "si te gusta el arte, pero te da miedo entrar en el arte contemporáneo, es un lugar estupendo para empezar" de la mano de un "artista, pensador, intelectual único del siglo XX. Aquí se puede tocar, jugar, correr y no en todos los museos del mundo dejan".
Y único es el lugar, como el tiempo que Chillida empleó en decidir dónde iba a ir cada obra, ya fuera dentro de Zabalaga o en las campas, sin trabas de tiempo, ni de espacio, ni económicas. ¿Qué es todo eso al lado del "horizonte que es la patria de todos los hombres"?, cita Ignacio Chillida a su padre. Nada.
Eduardo Chillida y Juanmari Arzak fueron muy amigos. Tanto que el escultor diseñó la primera carta del gran cocinero, cuando ambos comenzaban a despegar. Una especie de faisán –Arkaz no recuerda de dónde salió–, el bicho que ahora se muestra en la exposición sobre las Mesas de Arzak, que se ha inaugurado en la Tabakalera y el Museo San Telmo de Donosti el pasado 26 de marzo, y que y viajará a otros muchos lugares. En la mesa de su cocina y con una sonrisa nada nostálgica, recuerda Juanmari cómo iba a ver trabajar al escultor amigo. Vivían muy cerca y a él le inspiraba observarle en silencio.
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