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Solo que la joya de El Escorial, esta biblioteca "escurialense" o "laurentiana", es en exceso luminosa y tiene poco de siniestra para participar en películas tenebrosas. Al menos la parte que se enseña, la principal, donde no se albergan, que se sepa, libros secretos que matan con su tinta o libros prohibidos. Sus pinturas, frescas, vivas como las artes que representa, transmiten más valentía que mundos tenebrosos. Situada en la entrada principal, la luz que la inunda proviene de cinco ventanas y cinco balcones que dan al Patio de los Reyes y a la sierra de granito de Guadarrama, que rodea la villa de El Escorial. Otras siete ventanas caen a poniente, hacia la Lonja.
No hay grupo de visitantes que no abra la boca de par en par al entrar en este salón de los Frescos o Salón Principal, momento en el cual el guía correspondiente –en esta ocasión Miguel Ángel, un enamorado del lugar, pero apremiado por cumplir el tiempo de visita– llama la atención del turista sobre las pinturas que representan: las siete Artes Liberales en forma de mujeres: "Gramática, Retórica y Dialéctica –el Trivium– y Aritmética, Música, Geometría y Astrología –el Quatrivium–". Los frescos, obra de Pellegrino Tebaldi y sus colaboradores, entre los que se encontraba Bartolomé Carducho, nos observan desde la enorme bóveda de cañón.
Para este Salón de los Frescos, Tebaldi se inspiró en la bóveda de la Capilla Sixtina, en el frontal norte de la sala, hacia el colegio, se representa a la Filosofía y en el sur, hacia el convento, la Teología. "El mobiliario que ven es del siglo XVI y los libros fueron colocados con las páginas hacia fuera. Fue una decisión de Felipe II y Fray José de Sigüenza", apunta el guía, abundando en quizá la característica más conocida del lugar.
"Mi teoría personal –continúa el guía, quien al parecer habla varios idiomas y es bien conocido en el lugar– es que fueron colocados con el lomo hacia adentro para que el dorado hiciera juego con los techos. De todas formas, la cosa no es tan extraña si ustedes piensan que los libros no llevaban títulos en el lomo en aquellos tiempos".
En una esquina de la hermosa sala, entrando a la izquierda, pende el retrato de Fray José de Sigüenza, el alma iniciática de este lugar, junto con Benito Arias Montano, el humanista, políglota y sabio que sirvió a Felipe II en el asesoramiento y búsqueda de manuscritos, junto con otros renacentistas del momento.
Pero Arias Montano fue especialmente clave, tanto en el rastreo y compra de los manuscritos que comenzó en 1556, como en la intención de que el salón no fuera únicamente una exposición de pinturas, sino que sirviera como sitio para estudiar y trabajar, como le pidió a Felipe II. Hoy es un lugar de paso para los turistas, los investigadores bajan a una sala donde el padre agustino José Luis del Valle se encarga de custodiar los tesoros para bibliófilos.
Los investigadores tienen un permiso especial y hay que justificar bien la razón de entrar en el lugar. En la actualidad, la biblioteca cuenta con más de 40.000 ejemplares, con 600 incunables y casi 4.000 manuscritos en griego, latín, árabe y hebreo, todos de gran valor según los datos oficiales. Nadie tiene especial entusiasmo en recordar las razones por las que en 1671, más de 2.000 códices alcanzaron los 451 grados Fahrenheit –la temperatura a la que arde el papel– durante tres días, según datos oficiales.
Los números extraoficiales estiman la pérdida en unos 4.000 ejemplares, pero respecto a posibles especulaciones misteriosas y místicas sobre el incendio y sobre la cábala y los significados de El Escorial, los guías e historiadores oficiales no van a dar tregua. Temen el negocio en que se ha convertido, jugando a veces con la buena voluntad del turista.
El lugar no necesita de simbología extraña o ficticia, porque bastante tiene con la realidad. Con mencionar parte de las obras que acoge –de Santa Teresa, de San Agustín, el Códice Áureo con los evangelios en letras de oro, el Apocalipsis Figurado de la Casa de Saboya, las Cantigas de Santa María de Alfonso X– y lo que esconden cada uno de ellos, es suficiente.
En el centro de la preciosa sala, astrolabios, códices en vitrinas de mesa y la Esfera Ptoloméica de Felipe II. Esta esfera fue un regalo de Fernando de Médici y en ella se muestra la Tierra como centro del universo, tal y como defendía Ptolomeo, hasta que el genio de Galileo desmontó la historia. Las cinco mesas de mármol con marcos de bronce y las pilastras de jaspe y mármol también tienen enorme valor, pero no bastan para muchos visitantes.
Porque lo que se echa de menos en la visita al lugar es la magia de los libros que encierra, la puesta en valor de todos los secretos, herejes o cristianos –cuentan que nunca se destruyó ningún libro censurado– que intentaron limpiar según sus creencias los dos hombres que presiden la sala: Felipe II y su padre, el emperador Carlos V. Uno de los libreros del lugar en este siglo XXI, Luis Sánchez, lo tiene claro: "No creo en nada de los secretos, de los espiritistas que se cuentan sobre El Escorial". No obstante, reconoce que las veces en que tuvo el privilegio de quedarse solo, al inicio del día o al atardecer, uno puede imaginar allí las mejores historias y novelas del mundo. Y los libros, códices y joyas singulares crean una atmósfera especial.
Durante años, hasta el inicio de los 80, los textos y tesoros del lugar estuvieron sin microfilmar, ahora "ya está todo". "Solo que cuando acabamos de microfilmarlo en un archivo, ya estaba casi obsoleto y hubo que empezar con otro más amplio y seguro". Una cierta nostalgia invade a los más curiosos ante el escaso tiempo dedicado a los turistas en esta nave repleta de belleza, que rompió con los tres cuerpos de las bibliotecas conventuales.
Pese a la ligereza del paso, es fácil imaginar el roce suave de las manos de los monjes sobre sus mesas de mármol y ágata; o de evocar los pasos del triste, gris e inteligente Felipe II. Luego llegaron más reyes, sabios que aquí estudiaron, franceses invasores de 1808 a los que se engañó para que no se llevaran los mejores códices; detrás, la desamortización y los avatares de la Guerra Civil. Al terminar ésta, los agustinos se hicieron cargo de la administración de la biblioteca, intentando recuperar lo perdido.
Es inevitable meditar sobre lo que harían en otros países con una joya que encierra sabiduría, misterios, belleza y todo lo que puede evocar una biblioteca. Porque como escribió Ray Bradbury, el autor de aquella vigente distopía que es Farenheit 451: "Sin bibliotecas, ¿qué tenemos? Ni pasado ni futuro".
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