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Su nombre encajaría a las mil maravillas en un libro de aventuras o en un mapa dibujado para la búsqueda de un tesoro: Cueva de las Calaveras. Con esa presentación es difícil resistirse a echar una ojeada por mucho que uno esté en una zona costera por excelencia. Llegamos una mañana tranquila de verano y las visitas ese día escasean, pese a que la agradable bajada de temperatura dentro de la cueva es una huida del calor. Aunque pensándolo bien, la excursión es una alternativa acertada para los días de tormenta o ventosos en los que la playa deja de ser una opción. De hecho, entre julio y agosto es cuando más afluencia de visitas tiene, que en total alcanzan las 11.000 y 12.000 anuales, según asegura Francisco Cañadas, encargado de la cueva.
La entrada principal recibe al visitante con la representación de algún dinosaurio y su esqueleto, un guiño a los niños. Tras pasar algunos carteles explicativos, ya dentro, la primera sala, que impresiona por su altura y anchura, se ha usado de tienda-exposición y entre tantos brillos uno no se imagina lo que se aproxima después. La cueva, con medio kilómetro de profundidad, parece más pequeña de lo que después muestra la diferente sucesión de galerías y salas.
La soledad, según se avanza, impone, pero también facilita la asociación de ideas con su pasado milenario. Tras pasar el primer pasillo, una pequeña exposición recrea lo que debió ser la vida de una familia en la caverna, cuando el hombre buscaba en las heridas profundas de las rocas un refugio de la intemperie y las bestias salvajes. Esta cueva, además de huecos idóneos para almacenar las provisiones para el invierno, servía para proteger a los clanes que la habitaron hace más de 130.000 años. De la época del Paleolítico hay restos de huesos de grandes mamíferos y de herramientas que usaban los habitantes de la cueva para cortar la carne y cocinar. Ya de la época del Neolítico se encontraron enterramientos.
Con todo esto, y pese a la ausencia de guías (si quieres ampliar conocimientos, lo mejor es leerse los panales informativos), es fácil imaginarse a una tribu trabajando para sobrevivir, dividiendo las tareas: las mujeres guardando la carne y los frutos recolectados de los bosques para el invierno, curtiendo las pieles; los hombres preparando las herramientas y saliendo a cazar. Durante las noches o los largos inviernos, cada familia reunida en torno a su hogar marcados por las hogueras. Todos compartiendo espacio, pero no revueltos. La vida debió ser más fácil para los grupos de humanos que se asentaron aquí no solo por su protección sino también por sus aguas subterráneas que propiciaron, incluso, la formación de un lago interior.
Actualmente, "se puede visitar la sala del Lago de Azul, que está vaciada", explica Francisco, "lo que no tiene acceso al público es la zona que se inunda de agua con las lluvias, que está a un nivel más profundo de la parte que visitable". Hasta el día de hoy esas aguas potables sirven para el uso del municipio cercano de Benidoleig, cuyo núcleo urbano está a menos de medio kilómetro. Para los vecinos, el lugar sigue siendo muy especial. "Una semana después de Semana Santa se celebra San Vicente, el patrón de la cueva. Se organiza una especie de romería con bailes, feria, atracciones para los niños y puestos de venta ambulante. Antiguamente, la fiesta se hacía dentro de la cueva, ahora se hace fuera, en el parking", relata el encargado.
El paseo continúa silencioso hasta llegar a la Sala de la Campana, donde una enorme estalactita da pistas sobre este nombre. Seguimos el recorrido acompañados de la historia que quedó impregnada en cada rincón. Cuando los hombres abandonaron las cuevas para vivir fuera siguió teniendo su utilidad. En la época íbero-romana, se usó para rituales espirituales, especialmente los relacionados con la fertilidad de la tierra.
Las formas asaltan desde las paredes y el techo sin dar una descanso al que sabe mirar con imaginación. ¿Un perro y un gato? ¿Una medusa? Cualquier opción es posible. Incluso, hay un espacio con fósiles entre estas paredes que rememoran un pasado mucho más antiguo que el de los hombres, cuando el mar llegaba hasta aquí y algunos animales marinos dejaron para siempre sus huellas incrustadas en estas rocas.
En las primeras expediciones registradas, que datan del siglo XVIII, se encontraron los restos de 12 personas, posibles agricultores musulmanes que entraron en la cavidad en busca de agua y perecieron en el intento. Del hallazgo de estos huesos vendría el nombre de la Cueva de las Calaveras. Esta historia parece que fue el origen de una de las grandes leyendas del lugar y que cuenta que el rey musulmán, Alí Moho, huyendo del Cid Campeador, se escondió en la gruta con 150 mujeres de su harén y un gran tesoro. El final depende de quien lo relate: unos dicen, que viendo que los iban a encontrar, decidieron quitarse la vida; otros, que murieron tras perderse en la inmensidad de la gruta. Más recientemente, y con mayor veracidad, se sabe que durante la Guerra Civil fue usada para guardar armamento.
Cuando se sale de la cueva, unas escaleras de metal conducen a un segundo nivel, donde se supone que estaba la entrada primigenia, por donde los moradores de la Edad de Piedra se deslizaban para guarecerse. Huellas de manos y pies así lo indican. Antes de abandonarla coincido con las palabras de Francisco: "¡Es un lugar maravilloso! Hay que visitarla por el mismo motivo que uno va a ver catedrales: por su belleza". Una grandiosidad inesperada.