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Un economista del Banco Mundial, un agente de la CIA, una pitonisa o una abogada palestina son algunos de los personajes que aparecen durante una relajada conversación en torno a una copa de vino en el corazón de la serranía de Málaga. A la sombra de un algarrobo, entre decenas de macetas y con una panorámica encajada en un denso bosque, la charla es relajada, deliciosa, e incluye a un rey y dos ingenieros alemanes que viajaron a España escondidos en barricas de vino.
Hay elementos reales y otros se arriman más a la leyenda, pero poseen un nexo en común: la bodega ‘La Fábrica de Hojalata’, que ha recuperado las mismas instalaciones que usaba la factoría a principios del siglo XVIII para elaborar hoy, 300 años después, cuatro vinos ecológicos y naturales. Son los que invitan a charlar, a saborear la vida con calma y olvidarse de las prisas. Incluso a quedarse a dormir en alguna de las cinco habitaciones disponibles. Aquí planear o soñar otra vida, es posible.
No es fácil llegar hasta esta bodega, pero es parte de su encanto. Hay que dirigirse hasta Ronda (Málaga) para luego adentrarse en el Valle del Genal por una estrecha carretera en dirección a Júzcar, conocido desde hace unos años como el pueblo pitufo por el color azul de sus fachadas. A las afueras, entre castaños, alcornoques y encinas, una pista de tierra se cuela en el corazón forestal de la comarca.
Cuando menos se espera, un puñado de viejas edificaciones restauradas aparecen camufladas entre la vegetación. A su lado, tres hectáreas y media de viñas -unas 15.000- cultivadas en ecológico con uvas de cuatro variedades: moscatel morisco, tintilla de Ronda, cabernet sauvignon y pinot noir con las que se elaboran otros tantos vinos monovarietales. La última tiene aquí su plantación más al sur de toda Europa, otorgándole un carácter más que singular al expresivo vino que se consigue con ellas, de alma francesa y aires flamencos.
Con un delantal bordado, fruta fresca sobre la mesa y un café entre las manos, el responsable de este proyecto y propietario de la bodega, Enrique Ruiz, relata cómo llegó él hasta aquí. Su pausada narración arranca con una frase misteriosa. “En la vida hay veces que lugares, cosas, personas… te están esperando. A mí este lugar me estaba esperando”, rememora.
Como un maestro de la narración, sus palabras transforman su experiencia en un cuento que atrapa. Empieza con la búsqueda de una finca en el entorno de la Sierra de las Nieves, la de Grazalema o el Valle del Genal, siempre entre Málaga y Cádiz. Continúa con la portada de una revista donde vio lo que parecía un cortijo en ruinas rodeado de 30 hectáreas de terreno que le gustó. Y cómo tuvo que despedirse de esa idea porque iba camino a Nicaragua, donde iba a pasar nueve meses.
Pensó que perdería la oportunidad, pero a la vuelta visitó la zona para ver quién se había hecho con el lugar. Comprobó que nadie. Aún seguía a la venta por un matrimonio británico formado por un agente de la CIA y una pitonisa. Tras conocerse, ella le escribió una carta diciéndole que, en cuanto le vio, lo tuvo claro: “Aquí viene la persona que va a devolver el esplendor a la fábrica de hojalata”.
Creada a principios del siglo XVIII con fines militares, cuenta la leyenda que para esta factoría real, impulsada por Felipe V, el rey mandó secuestrar a dos ingenieros alemanes que llegaron a España escondidos en barricas de vino y que, bajo el brazo, traían la fórmula de la hojalata, que ellos habían inventado. Esta aleación de hierro y estaño, hoy utilizada para la alimentación, era entonces decisiva para la guerra: cubría los uniformes de la soldadesca y el casco de los galeones, mejor protegidos para sus viajes por el Atlántico.
Se instaló cerca de Júzcar porque la zona permitía protegerse de miradas intrusas, pero también porque está cerca del Mediterráneo -una veintena de camellos transportaban el metal hasta Estepona para luego llegar hasta los astilleros gaditanos- y por la gran cantidad de bosque para calentar el alto horno, además de la facilidad para utilizar el agua del río Genal como impulso de las presas hidráulicas.
Fue innovadora, pero duró menos de un siglo. Abandonada durante décadas, solo fue tímidamente utilizada por bandoleros y sus propietarios británicos solo rehabilitaron una pequeña zona. Ya a principios del siglo XXI, Ruiz la adquirió y, con paciencia y clase, restauró todo el recinto, entonces apenas un puñado de ruinas. Lo hizo con los mismos materiales de su construcción: desde tejas árabes a vigas de castaño o bonitos azulejos.
Hoy el lugar es majestuoso cuya restauración en 2018 le valió el premio Hispania Nostra, entidad que valoró una actuación multidisciplinar que ha supuesto “un amplio beneficio en los campos histórico y cultural, medioambiental, educativo, social y empresarial”. El espacio también tiene un importante factor ecológico y sostenible: el agua procede de un manantial y la electricidad de placas solares y un molino de viento. Solo necesitan el apoyo ocasional de un generador en momentos excepcionales.
La bodega -incluida en la Ruta de Vinos de Ronda- aprovecha el edificio donde estuvo la fábrica. Una enorme y vieja puerta de madera da acceso a ella, con un aroma dulzón a vino flotando en el ambiente. Un gigantesco nogal nace dentro de la sala para expandir sus ramas más allá del tejado. A su alrededor sucede la magia de una transformación semiartesanal: las uvas se pisan con los pies, se prensan con viejas máquinas y los hollejos forman parte de la primera fermentación del vino, para el que solo se usan levaduras salvajes y que se remonta de manera manual con un bazucador.
Un delicado equipo de laboratorio permite controlar cada paso al milímetro. “Hay riesgo de que, a la más mínima, se te vayan los vinos. Por eso estamos siempre pendientes”, dice Ruiz, que destaca que la de esta temporada -la novena de la bodega, cuyos primeros vinos llegaron en 2014- es una buena vendimia tanto en calidad como cantidad, favorecida por una primavera lluviosa.
Cada variedad pasa un proceso que incluye su fermentación maloláctica en grandes depósitos, alrededor de un año en barrica y entre 12 y 24 meses en botella. Alineadas y selladas con corcho de alcornoque de la zona y cera de abeja descansan en la antigua iglesia del poblado, hoy una sala diáfana con un retablo instalado recientemente y formado por lienzos procedentes de un templo copto en Etiopía. En dos azulejos las palabras equilibrio y generosidad marcan la clave de esta religión del vino. Las 7.500 botellas que rondan la producción anual tienen fieles en buena parte del planeta: la mitad de la producción se exporta, sobre todo al norte de Europa, aunque también la demanda su distribuidor en Japón.
Una piscina rodeada de cítricos, palmeras, madroños y algarrobos es el epicentro de la zona residencial, donde el economista y bodeguero pasa buena parte del año. A su lado una bonita mesa de madera es el lugar favorito para abrir una botella de moscatel morisco y degustarla con el rumor del río Genal y el trinar de los pájaros como banda sonora. El silencio, a veces, es abrasador. Hasta que las copas chocan para brindar y la charla se anima.
A veces se extiende hasta la madrugada, ya dentro de la casa en una deliciosa habitación con cientos de mapas de diferentes épocas repartidos por toda la estancia y cómodos sofás. También hay cinco dormitorios espaciosos y una inmensa cocina donde Ruiz se afana en los fogones mientras prepara una singular paella. Huele que alimenta, como confirman las dos personas que conviven durante una temporada en la casa: la abogada Lubna Palestini y el analista financiero mexicano Ricardo Soto.
Ambos forman parte de un programa de voluntariado donde jóvenes estudiantes reciben alojamiento y comida en la bodega mientras aprenden del vino y su gastronomía a cambio de cinco horas de trabajo al día. “Es una experiencia increíble”, dice ella, enamorada de la cultura vitivinícola y las personas que hay detrás. “Y aquí conocemos personas fantásticas”, añade el de Ciudad de México.
Las visitas de personas procedentes de todo el mundo son frecuentes. Más allá de la elaboración de los vinos, la gastronomía completa una de las actividades que ofrece la bodega alrededor del turismo enológico. Hay opción de visitar el lugar para realizar una simple cata, pero existe la posibilidad de quedarse a comer o cenar e, incluso, a dormir en alguno de los dormitorios para poder disfrutar de los vinos sin temor al volante. Es un concepto que se puede definir como Wine, bed & breakfast que atrae a parejas para celebrar su aniversario, grupos familiares que quieren vivir una noche distinta o amigos que llegan desde la Costa del Sol en busca de una experiencia única.
A veces hay chefs invitados, pero de manera habitual es el propio bodeguero quien se pone a los fogones. Su plato estrella es la carne de jabalí cocinada con uvas, pero también se sirve un ceviche de merluza o una rica paella serrana con carne de caza y verduras. Es justo lo que se sirve durante la visita del equipo de la Guía Repsol.
El almuerzo, junto a los vinos, abre el apetito por las historias. A Ruiz le encanta preguntar, conocer bien a quienes se sientan a su mesa. Pero él también es generoso y relata algunos de sus destinos cuando trabajó para el Banco Mundial. De sus años en Nicaragua o Damasco a sus múltiples viajes por medio planeta, su interés por el vino, la realización de su sueño. Es el momento de abrir otra botella y brindar por una fábrica de hojalata, que ahora elabora varios de los vinos más singulares y sabrosos de Andalucía.
‘LA FÁBRICA DE HOJALATA’ - Júzcar, Málaga. Tel. 619 75 11 64.
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