Establecimientos gastrónomicos más buscados
Lugares de interés más visitados
Lo sentimos, no hay resultados para tu búsqueda. ¡Prueba otra vez!
Añadir evento al calendario
"Los cerdos son blancos, negros, o marrones, no hay más colores. No hay cerdos azules, verdes, ni rojos. No los habrá aunque Disney se empeñe en demostrar lo contrario". Lo afirma José Ignacio Jauregui, con cierta retranca, mientras contempla la singular fisonomía del pío negro. Esta raza porcina anteayer estuvo al borde de la extinción y hoy vive un periodo de recuperación, transformación, expansión y reivindicación gastronómica gracias, precisamente, a la iniciativa de ese hombre (y de pioneros como Pierre Oteiza) que hace una década abandonó el bar de pintxos familiar para crear 'Maskarada', la gran tabla de salvación de ese llamado euskal txerri.
No se trata esta última de una aseveración exagerada, pues el referido cerdo vasco, que hoy menea el culo con el donaire de una cabaretera y la satisfacción de quien goza de salud, y sabe que ha salvado el pellejo cuando ya doblaba la campana, llegó a contar únicamente 25 ejemplares en los años 80 (a principios del siglo XX sumaban más de 100.000). Hoy 'Maskarada' puede presumir de haber sacrificado 1.000 cerdos anuales, y en 2019 tiene el propósito de incrementar dicha cifra hasta 1.300 o 1.400 ejemplares. Dicho volumen es prácticamente una excepción cuando la mayoría de los ganaderos de Bizkaia, por ejemplo, cuenta solo con ocho o diez madres cada uno. Existe otro en Ibarra, alguno más en Navarra… igualmente minúsculos. Urdapilleta sí presume en su web de contar en Bidania con 400 madres y 50 verracos (machos), y de sacrificar 2.000 cabezas de ganado.
Pero por lo visto nadie hace lo que 'Maskarada', ese trabajo completo, 360º, que abarca desde la genética (su gran distinción) a la cría, el proceso de fabricación y la venta directa a restaurantes, tiendas, etcétera. Porque sus productos se pueden comer en restaurantes como 'La Despensa del Etxanobe', 'Los Fueros' y 'La Ribera' (todos en Bilbao), 'Sukalki' (Vitoria) o 'A Fuego Negro' (Donostia). Y muchos recordarán que en su momento preparó su solomillo 'Rodero' (3 Soles Repsol), en Pamplona.
Así, el pío negro (que en euskera debería llamarse nabar beltza, mejor que euskal txerri, denominación cuyo tufillo institucional remite a Euskaltel, Euskalmet, Euskalber….) vive una segunda juventud cobrando el aprecio de gourmets, por la cantidad y la calidad de su abundante grasa, y experimentando incluso una transformación genética que le permite aproximarse a su ideal estético. Morro y orejas muy grandes, estas últimas echadas hacia adelante, de manera que le tapan los ojos, reducen campo de visión y redundan en un carácter apacible. Trasero y jamones negros, hasta la rodilla, y cuartos delanteros igualmente negros, hasta la misma articulación.
El genetista de la casa defiende que hay que salvaguardar precisamente los animales que tienen más manchas negras. En la búsqueda de esa conformación ideal se vuelca un trabajo genético que arranca con la separación de familias; los cerdos se cruzan siguiendo las directrices de aquel profesional (abuelos con nietos…) y los verracos se compran a otras explotaciones para renovar la sangre, un trabajo imprescindible para disminuir la lógica consanguineidad de una raza que hace tres décadas, lo dicho, únicamente contaba apenas treinta supervivientes.
Otra transformación va más allá de combatir el 'incesto' y cincelar su aspecto físico, de la búsqueda de la belleza: "hace 15 años un cerdo igual tenía solo cuatro pezones, ahora ya tienen 12, ahí hay un trabajo genético", subraya Jauregui, nuestro llanero solitario. ¿Por qué nadie más aborda la recuperación y comercialización a gran escala del pío negro? "Porque no es rentable".
Que uno no se hace millonario con esta actividad se entiende en cuanto se ojean los datos de rendimiento; se trata de ejemplares puros y, por ejemplo, dan solo cuatro kilogramos de lomo, cuando de un cerdo blanco se obtienen 12 kilos; asimismo, con un ejemplar de 140 kilogramos se elaboran únicamente cuatro kilos de chorizo en fresco, que a fin de cuentas se quedarán en menos de tres, pero en el caso que nos ocupa podrán presumir de no contar con aditivos, colorantes, ni potenciadores del sabor. Lo mismo sucede con salchichones, lomo y cabezada.
Para colmo, un cerdo vasco puede tener únicamente diez crías al año (la estadística dice que tiene 2,3 partos al año, porque el embarazo de la hembra dura tres meses, tres semanas y tres días), mientras que con uno blanco se obtienen 27. José Ignacio no escatima cifras: "La relación de kilos de pienso que hacen falta para engordar un cerdo es aquí de 7 kilos de pienso para un kilo de cerdo; en el caso del cerdo blanco, con dos kilos y poco ya obtienes ese kilo de cerdo". La siguiente pregunta es clara: qué empuja al emprendedor a meterse en este embolado. La pasión y el reto. "Si fuera fácil lo haría todo el mundo. A mí me gustan los retos, me gusta crear". Por eso ha levantado 'Maskarada'.
El euskal txerri tiene su particular Edén en el Valle de Larraun, entre Arruitz y Lekunberri. Allí reparte sus instalaciones 'Maskarada', la granja, el obrador y la tienda-restaurante. Solo el nacimiento de los animales se produce fuera de ese valle ubicado a 20 minutos de Pamplona y a media hora de Donostia, donde se distribuyen 17 pequeños pueblos y un total de 2.500 habitantes, de los cuales 1.500 residen en Lekunberri. Muchos de ellos se dedican a la ganadería y al turismo rural, y tampoco faltan productores de queso en dicho paraje natural.
La totalidad de las cubriciones se realizan mediante monta natural (no se recurre a la inseminación artificial) y la mayoría de los cerdos nace en una granja estabulada de Oronoz Mugaire, bajo la supervisión de Bixente Goñi, ganadero con cuatro décadas de experiencia que suma 130 madres y una decena de machos encargados de garantizar la continuidad genética de la raza. En el Valle del Baztán tienen la comida y la bebida bien cerca, incluso los primeros 27 días son amamantados por sus madres, pero con tres meses son trasladados a la granja de Arruitz, de 80.000 metros de extensión, donde la primera enseñanza es desplazarse a los lugares donde comer y beber.
La referida granja es un remanso de paz que, por ley, debe cumplir condiciones como contar con agua y estar a más de 1.000 metros de otra explotación. Está diseñada de manera que los cerdos duermen en una de las tres cabañas existentes, hacen sus necesidades fuera, comen cuando les apetece en las tolvas, beben cuanto quieren, salen a pasear cuando lo desean y buscan la sombra de avellanos, castaños, robles, acebos y hayas cuando aprieta el calor. En los 30.000 metros de bosque y 50.000 m de prado comen hierba, raíces e incluso alguna bellota que encuentran, pero principalmente se alimentan de pienso a base de cereales como cebada, trigo y maíz.
Los últimos 50 días sí toman una alimentación diferente; puesto que el cerdo sabe a lo que come, en el tramo final (se suele sacrificar con 130-140 kilos, a los 10 u 11 meses de edad) se busca actuar sobre la grasa para lograr una mayor suavidad, y para ello se utiliza una sabrosa grasa de aceituna. En suma, desde que nace hasta que acude a la cita del matadero se le procura brindar una "calidad de vida máxima", no sufre estrés ni maltrato, y eso redunda en un alimento saludable y de buen gusto, dos aspectos muy valorados hoy en día.
'Maskarada' sacrifica sus cerdos en Guijuelo (Salamanca). Allí se matan, se despiezan y se dejan los jamones durante 20 meses o más; el resto del animal vuelve en barcas a Lekunberri, porque "en la fábrica no se toca el cuchillo", y se empieza a trabajar para elaborar y secar distintos embutidos en las propias instalaciones. Allí se prepara txistorra, chorizo, salchichón, lomo curado, cabezada, panceta, papada y todo el fresco (presa, secreto, pluma…) que se ultracongela y va saliendo según las necesidades de los clientes, sin recurrir a mayoristas.
Picadora, amasadora, embutidora, horno, abatidor para servir producto ya cocinado, cuatro secaderos con temperatura y humedad controladas… Hay de todo en el pabellón donde se producen dos docenas de referencias, incluidos esos jamones que, terminadas las vacaciones salmantinas, pueden pasar otros seis meses colgados en Navarra. José Ignacio Jauregui describe su labor como "artesanía" y confiesa que el beneficio se obtiene cuando se venden precisamente el sagrado jamón y la pequeña paleta, lo que obliga a tener un enorme inmovilizado (cuando tecleo esto su empresa cuenta con 5.400 patas colgadas, esperando a que se curen para poder venderlas).
"Desde que nace uno de nuestros cerdos hasta que comes su jamón pasan cuatro años y es tres veces más caro que el de uno blanco. No hay mercado que absorba esos precios, por eso este cerdo no se sabe explotar, no se sabe valorar. Es muy bonito pero no hay mercado", sentencia el empresario.
El emprendedor Jauregui es productor, transformador y vendedor del producto final, no de canales. Por ello tomó la decisión de habilitar un restaurante a pie de fábrica, con sus mesas situadas tras la tienda, como un gran escaparate de sus productos y donde es él mismo quien muestra y demuestra en cocina sus posibilidades. "No soy cocinero, pero tampoco hace falta que lo sea, aquí todo lo que hacemos es muy sencillo, no hacemos ni salsas ni nada parecido, y como mucho unimos tres sabores. Este es nuestro marketing, aquí vienen profesionales de muchos restaurantes".
Defiende la sencillez de su propuesta y alude a restaurantes como 'Ibai' en Donostia y 'Elkano' (2 Soles Repsol) en Getaria para acreditar que se trata del camino correcto; allí no hay florituras, pero la exigencia es máxima cada día. Como en el comedor de 'Maskarada', donde celebra su particular última cena el crítico Ferdinand Cubillo antes de que le descerrajen una docena de balazos en la novela Sabor crítico, última muestra de noir gastronómico firmada por Xabier Gutiérrez, responsable de I+D de Arzak.
A buen seguro esa fatal colación comenzó con un surtido de embutidos a degustar según su grado de intensidad, determinado por el menor o mayor contenido de grasa: primero lomo no excesivamente curado; luego jamón fino; y finalmente la cabezada que llaman coppa, veteada con grasa rica.
El arranque es idéntico en los dos únicos menús que se ofrecen, sendos homenajes al pío negro que solo dejan de lado la proteína a la hora del postre. En el caso de la propuesta más larga, llamada Suletina, en clara alusión a Maskarada suletina, el cuadro de Sánchez Cayuela que preside el refectorio y condiciona la renovada imagen del local –carta, folleto, mandil, página web, tipografía…–. El segundo pase es lomo a baja temperatura con pimentón de Espelette. Le sigue paté elaborado en Eskoriatza por Zubia, según receta de 'Maskarada': su textura es propia de rillette, exuda rusticidad y potencia, y cuenta con un agradable toque picante.
A las croquetas se les da consistencia incorporando queso a la leche, y el sabor principal lo aporta grasa de jamón que emulsiona de alguna manera con el resto de ingredientes. El tocino, por su parte, envuelve trufa, se perfuma con tomillo y romero, y la sugerencia es mantener el conjunto en la boca para experimentar cómo se funde. Un bocado efímero y sabroso que deja con ganas de más e invita a pensar.
"Tengo un cerdo que me da 45 kilos de producto graso y tengo que darle valor a esa grasa", reconoce nuestro protagonista. Y el ejemplo más evidente es este tocino por el cual, de haberlo dejado en Guijuelo, le hubieran pagado 0,30 euros el kilo; al darle el toque perfumado al tomillo y romero y curarlo seis meses, lo puede despachar a 10. Marida incluso con la anchoa, fundido sobre el pescado, sugiere, convencido de que "el tocino amabiliza".
La papada, la grasa más fina del animal, curada durante más de siete meses, la calienta al horno y la sirve con delicados y ricos pimientos de cristal (en temporada se acompaña de espárrago o alcachofa fresca). Mientras, la panceta, junto a papada y tocino, una de las tres grandes grasas del euskal txerri, tiene poco magro, se cocina 20 horas a 70 grados, se espolvorea con pimienta y se emplata con tiernos garbanzos. Gran armonía.
La piel del cerdo se coloca sobre salsa Perrins y bajo ralladura de lima, y el cocinero compara su textura gelatinosa con la de la suculenta kokotxa. La chuleta se cocina poco, luce color rosado, y el tataki de lomo se adoba con ajo y sal, y presenta el gusto a 'quemado' de la parrilla. Por su parte, el steak tartar de solomillo se aliña con mostaza a la antigua, lima, ralladura de cebolleta, pimienta negra, sal, un poco de salsa de tomate tipo ketchup y yema de huevo. El cerdo llega crudo, sin miedo. "Nos han hecho creer que hay que hacerlo mucho, aunque yo no haría un steak tartar con cerdo blanco…", reconoce Jauregui.
Falta por llegar el cochinillo, que en este caso no es pío negro puro sino pío navarro, cruce de madre blanca. Lo cocina 14 horas a 70 grados, le da un golpe final (20') de horno, y el resultado es una sabrosa porción de carne que exhibe un seductor contraste entre las diferentes texturas de la capa grasa, la tierna parte magra y la piel crujiente.
Cuajada, flan de huevo, pantxineta, queso, sorbete, helado, coulant de chocolate y tarta de queso son las opciones existentes para poner punto y final a una pequeña bacanal porcina que cualquiera puede visitar y disfrutar, una vez desestimado el propósito inicial de ser exclusivamente "un local para profesionales con cuatro cosas y queso al final".
Estamos de suerte, su apertura a todos los públicos se antoja necesaria para lograr que todos los procesos, desde la genética a la fábrica, pasando por la cría y la estancia en la granja, sean unidades de trabajo modernas. "En el sector primario no habrá una sola granja en toda Bizkaia donde nadie trabaje 40 horas a la semana, como sucede aquí. Para mí es importante que todos los procesos del cerdo, desde que nace hasta que distribuimos, sean económicamente rentables y se gane dinero", concluye José Ignacio Jauregui.