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“Amas viene de amor y también de ama, dueña, jefa”, dice Lucía Freitas mientras vamos de acá para allá por las serpenteantes carreteras gallegas, entre paisajes que la primavera hace aún más despampanantes. “Ha sido como encender una mecha. Se trata de apoyarse y crear una red de mujeres productoras, artesanas, mariscadoras, agricultoras y cocineras que seamos una inspiración las unas para las otras, que nos demos ideas para poder crecer o solucionar problemas”, cuenta la chef del restaurante ‘A Tafona’ (2 Soles Guía Repsol) en Santiago de Compostela.
En Japón, a donde Lucía suele viajar todos los años, encontró la inspiración. “El Parque Nacional de Ise-Shima, cerca de Kobe, tiene una costa que forma rías muy similares a las gallegas. Allí también hay mariscadoras que se denominan amas y bucean en busca de abalón al estilo tradicional, sin bombona de oxígeno. Para protegerse tienen montada una red de apoyo. Pensé en las similitudes que existen con las mujeres del mar aquí en Galicia y me lancé a hacerlo realidad abierta a más oficios”, explica Freitas.
Y como a esta mujer nada se le pone por delante, comenzó con las productoras con las que ella trabaja para crear sus menús. Primero fue Pilar Álvarez, una pequeña agricultora que vende como placera en la plaza de Abastos de Santiago, con quien comparte cultivos que trae de sus viajes por el mundo y plantan cada uno en su huerto para comprobar bajo qué condiciones se desarrollan mejor. Después el círculo fue creciendo a queseras, mariscadoras, pescadoras, ganaderas, ceramistas, cocineras y hasta una zoquera
La idea es crear una fundación y promover intercambios para aprender unas de otras, exponer los problemas y dar con soluciones colectivamente. Ser más fuertes. Ahí entra el CISPAC, el centro universitario de investigación gallegocon Lourenzo Fernández Prieto al frente, interesado en apoyar el proyecto para que no se pierda la transmisión de conocimiento. El objetivo es visibilizar y poner en valor el trabajo esencial de estas mujeres, garantes de oficios que representan las raíces y la tradición. Profesionales que dignifican su oficio y son un ejemplo para las nuevas generaciones. La obsesión de Freitas es crear el mayor departamento de i+D con todo este conocimiento para recuperar y crear nuevas recetas.
Las vides hacen la ola a su paso, mecidas por el viento de la Ribeira Sacra, la tierra a la que pertenece y por la que se mueve con la familiaridad de toda una vida subiendo y bajando por las escarpadas laderas que hunden sus cimientos en el Miño. Las hojas susurran su agradecimiento desde que decidió en el año 96 dejar de usar herbicidas químicos porque “la tierra estaba enferma y había que volver a cuidarlas como lo hacían mis padres”. Su bodega ‘Diego de Lemos’ logró el primer sello ecológico de Galicia en 2003. Un hito.
Una visionaria pionera, a la que no lograron frenar sus colegas viticultores cuando la tildaban de loca por defender la manera de producir en la que creía. El tiempo le ha dado la razón. Ester es un símbolo. A sus 87 años cuida de que su vinos, con marcada personalidad atlántica, frescos y minerales, “no enfermen a la gente”. Sentados bajo las higueras y los cerezos de su casa, brindamos con ella y con Lucía Freitas por las amas da terra y celebramos el privilegio de haberla conocido.
Los vas a desear en cuanto los veas. Su piel de colores vibrantes, la alegría que destilan y esa mezcla perfecta de pasado y vanguardia los convierten instantáneamente en objeto de deseo. Esta artesana prodigiosa ha logrado rescatar el encanto del calzado rural de antaño y convertirlo en un emblema de las raíces y el territorio del que sentirse orgulloso. Atrás quedan los tiempos en los años 90 en que a Elena Ferro le decían en las ferias de los pueblos a donde acudía a venderlos “no quiero ver más zuecos ni pan de maíz”, porque a la gente le recordaba al duro trabajo en el campo, entre animales y cosechas, del que querían huir.
En su taller en Merza (Vila de Cruces), donde comenzó el oficio su abuelo y continuaron su padre y su tía, Ferro es feliz. “Desde pequeña correteaba por el taller, tengo 48 años y desde los 18 que acabé el colegio me dediqué exclusivamente a esto”. Con Lucía Freitas les une la pasión por el mundo rural, que las inspira y las ha impulsado a trabajar juntas. “Me hace abrir la mente, tanto al plantear los delantales como los manteles de cuero o las cartas de vino que usa en ‘A Tafona’. Lucía y yo creemos en el rural y lo activamos y difundimos”, dice Elena satisfecha de la unión. A Freitas le chiflan los zuecos cerrados de tacón de luminosas combinaciones. Los usa siempre que acude a actos públicos y congresos porque hablan del arraigo y del entorno que define su cocina.
“Yo nací aquí, me casé y tenía una ganadería con mi marido de vacas frisonas de leche, pero cuando él enfermó decidimos venderlas y me quedé con dos. Como me sobraba leche comencé a hacer queso”, relata Josefa, quitando importancia a un queso único que eleva el concepto de queixo do pais. Ahora es la joven Rosalía Vega quien se ocupa de la elaboración. Miguel Vázquez es hoy el socio y los quesos maduran en la cava que tiene en Chantada entre 30 y 40 días. “Para mí es como un hermano”, dice Josefa, agradecida de que se ocupe de esa parte comercial que tan poco le gusta a ella.
Josefa y Rosalía nos reciben en Senande (Palas de Rei), donde elaboran esta joya. Alrededor de la mesa con cocina de leña incorporada, tan habitual en el rural de Lugo, nos explican entre maestra y alumna qué hace tan especial al queixo ‘DaJosefa’. Empiezan por la ganadería mixta de 25 vacas de raza ratina y jersey, que pasta a su aire. Siguen por la receta de Josefa y por el fermento imposible de reproducir, esas bacterias buenas que le dotan de personalidad y que hacen tan preciado su sabor, más intenso de lo habitual, a heno fresco y mantequilla recién hecha, con una cremosidad excepcional. Lucía Freitas lo sirve en su restaurante con pan de centeno y pasas al final del menú, un colofón coherente con la cocina del territorio que es seña de identidad de ‘A Tafona’.
Un aroma humeante sale por la puerta y te conduce como un autómata al confortable ambiente de esta casa de comidas con 100 años a sus espaldas. Todo gira en torno a la cocina de leña integrada en una enorme mesa de madera maciza, donde oficia Loli Lamas. Ollas y cazuelas de barro con guisos tradicionales de ingredientes de literal kilómetro cero, porque todo se cría y se cultiva ahí mismo, en esta pequeña aldea de San Pedro de Mera, parroquia de Lugo.
Esta era la casa de los abuelos de su marido, que luego llevó su suegra y que ahora maneja ella desde hace 25 años. Su cocido gallego tiene fama más allá de la comunidad y quien lo prueba sueña con volver. Como Amancio Ortega, que paró a comer mientras hacía el Camino de Santiago y regresó al día siguiente con ganas de catar los demás platos.
Aquí no hay carta ni se necesita. Cinco opciones son más que suficientes para enamorar. Pollitos tomateros, que deben su nombre a que nacían en verano y se comían los tomates plantados, en un guiso de cebolla, ajo y perejil, chorrito de coñac, pimentón, vino blanco y una pizca de manteca de cerdo. Lucía Freitas no para de abrir las ollas y comentar con Loli las recetas que encierran la transmisión de conocimiento que no hay que perder.
Las gaviotas se pasean por la playa de A Mouta en Cambados a ver qué pillan mientras Patricia hunde sus dedos con las uñas pintadas de rojo en la arena, ahora que la marea está baja. Pasa de usar guantes, prefiere el tacto directo, sentir la concha. Son las 9:00 de la mañana, pero las mujeres dedicadas al marisqueo a pie llevan desde el amanecer entregadas a la faena de desenterrar las almejas. Alguna ya vuelve para casa porque ya ha alcanzado el tope de kilos por jornada, que hoy es de cinco kilos.
Hace solo nueve años que Patricia dejó su trabajo en una fábrica de pescados y mariscos donde había pasado 20 años. Ahora se siente más satisfecha porque dispone de tiempo. “Trabajo de 6:30 de la mañana hasta las 9:00. Lo que más me gusta es la libertad y poder atender a mi hijo”, explica con el raño o rastrillo en la mano, que sirve para remover la arena con cuidado de no dañar a los almejas, ya sean babosas, japónicas o finas. La más preciada es la almeja fina o de carril. María, amiga y compañera de Patricia, se une a la charla con Lucía Freitas. Lleva 24 años de mariscadora, el mismo oficio que su madre y su hermana. Las lumbalgias, la artritis, la ciática o la afección del túnel carpiano son los males más habituales, de los que casi ninguna se libra. Entre ellas prima el compañerismo, ayudarse cuando se necesita. El mismo espíritu de las ‘Amas da Terra’.
Estas dos ganaderas entusiastas se han empeñado en recuperar la sana costumbre de beber leche ecológica pasteurizada en envase de cristal desde sus explotaciones en el municipio de Palas de Rei, en la comarca de Ulloa (Lugo). “Queremos que la gente tenga ocasión de beber leche fresca, porque hay muchos que no la han probado nunca”. Ana Corredoira (‘Granxa A Cernada’) y Marta Álvarez (‘Granxa Maruxa’), dos ganaderas cargadas de conocimiento y energía, reivindican la necesidad de volver a los sabores auténticos y a los productos artesanos. Su propuesta no ha podido tener más éxito, aunque ellas prefieren ir despacio, sin prisas, porque lo que les importa es afianzar cada paso. “Lo innovador es volver atrás”, dicen las dos.
Lucía Freitas es fan de sus yogures y de esa leche de producción ecológica, con una textura, un aroma y un sabor tan natural que te traslada a los prados donde pastan sus vacas en A Cernada. “¿A qué sabe la leche?”, les preguntamos. “Es un aroma y una textura tan familiar, tiene cierto tono dulce y cremosidad, evoca un sentimiento, la leche de casa de mis abuelos. En un sorbo recuperas una historia y cuesta entender que en un sitio como Galicia se haya perdido el consumo de leche fresca. ‘Sen Máis’ -Sin Más en gallego- es una declaración de intenciones. Se trata de recuperar y poder acceder a los productos lo más frescos posibles, de conectar el rural con el consumidor final y de revertir valor a las productoras”, añade Corredoira.
El azote de las olas y la furia del Atlántico se han convertido en la cotidianidad para Concha Ramallo. Mientras unos van a la oficina, ella se enfunda al amanecer el neopreno, se ciñe una bolsa a modo de alforja en la cintura y sale con el raño en la mano a trabajar. Son ya muchos años, casi 30, mariscando con la cofradía de Aguiño en Ribeira (A Coruña).
“El mejor percebe lo hay donde pega el mar y es más peligroso cogerlo. Siempre anduve con cuidado. En invierno pasas mucho miedo, sobre todo en la campaña de Navidad porque las olas son muy grandes y el mar está bravo. Pero es cuando mejor se paga. Cuando la marea está baja y es menos peligroso lo puede coger cualquiera y eso hace que se desplome su precio”. En las islas Sagres, que son pura roca, y en la isla de Sálvora los percebes valen su peso en oro. Más de 200 euros por kilo se llegan a pagar en Navidad en la cofradía, mientras que en otros momentos del año puede caer hasta los 10 euros.
Lucía y Concha se abrazan con camaradería en cuanto se ven. La veterana percebeira apoya a tope ‘Amas da Terra’. “Tenía que haber más como Lucía, que se ha empeñado en que se conozca y difunda el valor que encierra cada uno de los alimentos que comemos. En mi caso, en explicar el trabajo que hay detrás de los percebes que tienes en el plato, como ha llegado hasta ahí”, dice Concha, que está siempre dispuesta a colaborar y dar la cara por el proyecto.
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