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Sus dedos con las uñas pintadas de rojo escarban en la arena de la playa de A Mouta en Cambados, dedicada al marisqueo a pie. Pasa de usar guantes, prefiere el tacto directo, sentir la concha. Hace solo nueve años que Patricia dejó su trabajo en una fábrica de pescados y mariscos donde había pasado 20 años. Ahora se siente más satisfecha porque dispone de tiempo. “Trabajo de 6:30 de la mañana hasta las 9:00. Lo que más me gusta es la libertad y poder atender a mi hijo”, explica Patricia Villar con el raño o rastrillo en la mano, que sirve para remover la arena con cuidado de no dañar a las almejas, ya sean babosas, japónicas o finas.
Con el medidor que lleva colgado del capacho negro comprueba que cada almeja es del calibre cuatro, el mínimo permitido para meterlo a la cesta. Cerca de 3000 mariscadoras en toda Galicia se levantan antes del amanecer para recolectar como campesinas del mar preciados bivalvos, que según el día pueden alcanzar precios que rozan los 60 euros el kilo en lonja.
La camaradería funciona. Si alguna ha tenido un mal día, se reparten las capturas. Hay un tope diario que fija la cofradía, para no esquilmar la ría y dar tiempo a las almejas, que dan de comer a tantas familias, a que se reproduzcan y crezcan, escondidas bajo la arena del fondo del mar. La más preciada es la almeja fina o de carril. María, amiga y compañera de Patricia se une a la charla. Lleva 24 años de mariscadora, el mismo oficio que su madre y su hermana. Hablan de cómo han cambiado las condiciones de trabajo. Las prendas aislantes e impermeables y las botas altas son el uniforme institucionalizado. “Antes iban descalzas y se orinaban en las manos para que entrasen en calor. La señora Isabel tuvo a su hijo aquí en la orilla porque el parto le pilló trabajando”. Lo saben de primera mano, porque el niño es el padre de una amiga común.
Las lumbalgias, la artritis, la ciática o la afección del túnel carpiano por el uso continuado del rastrillo son los males más habituales, de los que casi ninguna se libra. Todas lo asumen, como la cara B del oficio al que no quieren renunciar.
El azote de las olas y la furia del Atlántico se han convertido en la cotidianidad para Concha Ramallo. Mientras unos van a la oficina, ella se enfunda al amanecer el neopreno, se ciñe una bolsa a modo de alforja en la cintura y sale con el gancho en la mano a trabajar. Son ya muchos años, casi 30, mariscando con la cofradía de Aguiño en Ribeira (A Coruña).
“El mejor percebe lo hay donde pega el mar y es más peligroso cogerlo. Siempre anduve con cuidado. En invierno pasas mucho miedo, sobre todo en la campaña de Navidad porque las olas son muy grandes y el mar está bravo. Pero es cuando mejor se paga. Cuando la marea está baja y es menos peligroso, lo puede coger cualquiera y eso hace que se desplome su precio”. En las islas Sagres, que son pura roca, y en la isla de Sálvora, los percebes valen su peso en oro. Hasta los 200 euros por kilo se llegan a pagar en Navidad en la cofradía, mientras que en otros momentos del año puede caer hasta los 10 euros.
La veterana percebeira forma parte de ‘Amas da Terra’, igual que Patricia Vilar, la red de apoyo impulsada por la cocinera Lucía Freitas de ‘A Tafona’ (2 Soles Guía Repsol), que pone en valor el trabajo artesanal de las productoras gallegas. “Tenía que haber más como Lucía, que se ha empeñado en que se conozca y difunda el valor que encierra cada uno de los alimentos que comemos. En mi caso, en explicar el trabajo que hay detrás de los percebes que tienes en el plato, como ha llegado hasta ahí”, dice Concha, que está siempre dispuesta a colaborar y dar la cara por el proyecto.
Ella sabe bien lo que es llevar las riendas. Con veintinueve años tuvo que dejar su trabajo en una fábrica de pescado congelado y ocuparse de la embarcación de su marido, que se fue a faenar a miles de kilómetros, como ahora, por ejemplo, que está en el Pacífico con el pez espada. “Mi marido quiso comprar la embarcación y pedir los permisos para mariscar a flote -percebe, almeja y nécora-. Así que para no perderlos me enrolé y él se marchó”. Ahora que sus dos hijos ya son mayores, se han sumado al oficio familiar.
A Concha le gusta el verano porque pueden ir por tierra y disfruta más encaramada a las escarpadas rocas, como las del faro de Corrubedo, donde hacemos las fotos. Cada percebeira tiene un cupo de cinco kilos al día y dos horas, cuando no hay veda, para hacerse con el preciado manjar. “En verano es casi como disfrutar, pero no se gana lo mismo si vas por tierra. La zona de extracción está dividida en zona norte, de Punta Couso a las Furnas, y la sur desde las Furnas a Corrubedo”. Justo allí, en la playa de Vilar, en el paradisiaco Parque Natural de las Dunas vive Concha. Al lado del mar, que tanto conoce y al que tanto respeto profesa.
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