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La ilusión se lee en los ojos de Toni Gerez nada más recibirte en el glamuroso hall del ‘Castell Peralada Restaurant’. Hace solo un año que el chef Xavier Sagristà nos dejaba. Su legado quedó, sin embargo, en inmejorables manos. Las de su inseparable jefe de sala y las de un discípulo aventajado, Javier Martínez, dispuesto a seguir destilando la tradición en el alambique de la excelencia. Compartieron 15 años entre fogones, prueba de ello es el menú con el que cierran la temporada hasta marzo.
La nostalgia no es un ingrediente de la casa. Sí lo es la pasión por el oficio, algo que hace de Gerez una persona capaz de entusiasmarte nada más llegar e iluminar la experiencia en la mesa. Juntos salvaguardan el virtuosismo de una cocina ampurdanesa sorpresiva y elegante, y de todo lo que hizo grande esta casa; incluido un servicio de sala -señores, ¡qué servicio!- de los que ya no quedan. No faltan en la propuesta los mar i muntanya contemporáneos, como el suave tartar de calamar ibérico o la vieira en escabeche de manzana y setas de temporada. Una insólita visión del recetario ampurdanés tan brillante y pulcra como liberada de melancolía.
A un lado, trepa hacia el techo un tapiz mural artesanal del siglo XVII de Aubusson -representa la muerte de un soldado y cómo es elevado hacia los dioses (la Apoteosis)- que la familia Suqué cedió para el espacio. Quizás es la única concesión histórica en la decoración que firmó Sandra Tarruella. Al otro lado, una imponente bodega-vitrina, con algunos vinos locales del Grup Peralada y otros internacionales. Atravesamos, de la mano de Toni y bajo la atenta mirada de tres lámparas de araña, el salón principal hasta uno de los torreones, que es un privado. La estancia reviste teatralidad, con una mesa redonda de blanco impoluto y la luz fría de enero colándose de lado a lado por dos ventanitas menudas.
Gerez ha hecho escuela, definitivamente. Lo hizo con su compañero de armas en los primeros tiempos de ‘elBulli’, junto a Ferran y Juli, mientras gestaban, sin saberlo, aquellos épicos años. Y, también, en aquel ilusionante proyecto en común durante 20 años; la masía ‘Hotel Restaurante Mas Pau’ (Avinyonet de Puigventós). Ahora, lo hace entre los muros de metro y medio de este imponente castillo del medievo (siglo XVI) que, según cuentan, guarda algunas primeras ediciones de El Quijote en su museo-biblioteca.
Cómplice de cada mesa, el jefe de sala es el guardián de una liturgia francesa que casi ha desaparecido de los restaurantes: el carro de quesos. Dicho de otra forma: quédense con alguien que les mire como Toni mira a su carro de quesos. Posa con él en la entrada si se lo piden. Sonríe. Toni siempre lo hace. “Son mis niños”, indica, mientras los mira con devoción casi beata. Son 250 referencias, aunque a la vista del comensal saca unas 80.
El queso es tan importante en el restaurante que tiene su propia carta, donde indica su procedencia geográfica, el tipo de leche e intensidad. Pero si quieren más datos sobre alguno, solo hay que preguntar. Toni va camino de ser una enciclopedia. Su reciente libro, L’art del formatge, da fe de que es, seguramente -y junto a figuras como Enric Canut i Eva Vila-, de las personas que más saben de queso en este país.
Y es, necesariamente, con una pequeña degustación como se abre el menú del ‘Castell Peralada Restaurant’: una vertical de comtés (de 10, 24 y 36 meses de maduración), un ultracremoso Brillat-Savarín (Borgoña-Francia), con su triple crema bañada en aceite de trufa blanca, y un pedacito del tan codiciado brie, con una tira de crema de mascarpone trufado en su interior.
Les acompaña una cata de aceites (verdal, argudell, arbequina y picual) y sales (rosa del Himalaya, del Delta de l’Ebre, Hawaiana y la Flor d’Estrenc mallorquina). Un pequeño delirio láctico ante el que hay que echar el freno y domar el alma, porque después de los 13 pases del menú que está por comenzar, vendrá el carro de quesos al completo y aún quedarán dos postres y los petit fours. El menú degustación (115 euros) puede acompañarse con una armonía de vinos locales (35 euros) o de vinos del mundo (70 euros).
Decía Josep Pla aquello tan manido de que la cocina es el paisaje mismo en el plato. Y, en el manual del mar i muntanya que Javier Martínez trae bajo el brazo, cada plato es un esfuerzo por ensamblar ese puzle paisajístico. Cada creación es un trayecto de altos vuelos a una nueva forma de mirar el Mediterráneo, el bosque y la huerta. Por ejemplo, en la jugosa gamba roja del Cap de Creus que abre el menú. Desnuda, reposa sobre un polvo helado de lechuga que le sirve de base y está únicamente “aliñada”-porque al plato lo llaman ensalada- con una discreta crema de aguacate y salsa rosa de su coral.
El calamar, en tartar adobado con sobrasada ibérica -muy suave- y coronado con unos minúsculos torreznos, me hace pensar en… ¿dehesas marinas? Un plato que es un triunfo rápido, una inyección a mis recuerdos infantiles sin anestesia. “Igual con el tiempo acabamos recuperando algún plato de los que más gustan a la clientela, pero la intención es seguir construyendo como lo hacíamos hasta ahora”, detalla Gerez.
Cuando aún levitamos un poquito sobre la silla, llega el turno de las acelgas a la catalana con navajas, praliné de piñones, butifarra y hoja de berro de wasabi. Se trata de una revisión elegante de un plato que en muchas casas ya no se come. “Me gusta mucho la cocina de fondo, las salsas, el cuchareo, los guisos. Hacía ahí es a dónde caminamos y lo que se verá en el nuevo menú de primavera, que ya tenemos muy avanzado”, adelanta Martínez, aunque sin querer soltar prenda.
“Como el tiempo está un poco loco, veremos qué podemos acabar poniendo en el plato, pero el esbozo ya lo tenemos”. Esperamos que sigan la línea de los dos bocados redondos y geniales que cierran los entrantes. Hablo del buñuelo preñado de butifarra del Perol y salsa Périgueux -una pequeña obra de arte sápida con salsa justita- y la royal de erizo de mar, escondida bajo en una suave crema de apionabo, coronada con caviar ahumado levemente. Puro placer yodado.
Esa forma tan ampurdanesa de entender la cocina, como una armonía de sabores sin límites terrestres, vuelve en la vieira en escabeche de manzana y zanahoria con pedacitos de setas marcadas, boniato, nabo y un ravioli daikon relleno del mismo escabeche. En boca hay equilibrio entre la acidez, la salinidad y el punto umami de las setas atemperadas. Aunque, si hay un plato que marcará la línea del futuro menú, es la berenjena a la llama bajo trufa laminada y demiglace vegetal. “Queremos contar que menos es más”, recapitula el chef. Una combinación exitosa donde el sabor prevalece sobre la estética, en el que se busca contar una sola cosa: la sencillez puede ser tan abrumadora como exquisita.
Delicadeza exacta en la cocción de la urta -un pez de la familia del pargo-, presentada con su pilpil suave de aceituna negra, pimiento asado y tomate -un guiño a la clásica ensalada de aceitunas negras-. Martínez es capaz de hacernos gozar con recetas sencillas y producto del territorio, y todo con una pulcritud y técnica justas, herencia necesariamente bulliniana. La sorpresa proteica es el filete de ciervo a la brasa, con romesco al cacao ligeramente picante, cuscús de coliflor y su puré ahumado.
Desde la discreta mesa del torreón ya se otea el carro de quesos en una plaza próxima y a Gerez desplegando toda su sabiduría láctica. Tenemos pocas dudas de que ciertamente es uno de los mejores carros de queso del mundo. Querido y discreto, el jefe de sala y somelier enseña, pero no adoctrina. Explica, pero no avasalla. Sabe muy bien cómo encontrar quesos maravillosos y el camino para llevarlos impecablemente afinados hasta la mesa del comensal.
Y, con esa mano izquierda tan necesaria en sala, hace aflorar la curiosidad de cualquiera, le guste mucho o poco el queso. “¿Qué es eso de ahí”, pregunta un cliente. “Un brie noire, esto no lo encuentra fácilmente. Una rareza, sin duda. ¿Le apetece probarlo?”, responde mientras se apresura a ofrecerle un trozo que acaba de cortarle con sumo cuidado. “¿Qué le parece? Si le gusta, también va a disfrutar con este otro. La Bomba es un queso curado de cabra elaborado artesanalmente a partir de leche de Cabra del Guadarrama -raza autóctona recuperada de la Sierra del Guadarrama-. Se elabora en Madrid”. Y así.
Si por él fuera, cada cliente probaría todos los quesos y se llevaría a casa la historia y peripecias del artesano que lo hace posible, para relatarla a la familia en la sobremesa. “¿Cómo se mantiene un carro así?”, nos pregúntanos: “Intento obligarme a cambiar la elección. Si se me acaba un queso, no encargo el mismo. De algunos solo encargo dos piezas. Los disfrutamos mucho más así”, detalla.
En la selección brilla más la calidad que la cantidad, y las rarezas se hacen norma. Quesos blandos y cremosos, otros de cortezas lavadas con agua-sal, vino o aguardiente, para evitar que se desarrollen hongos y facilitar la degradación de proteínas (proteólisis) que acaba formando una característica corteza anaranjada. “Esta forma de curarlos crea cremosidad en el interior y un exterior con olores fuertes, penetrantes”, puntualiza. Las pastas cocidas, duras o prensadas ocupan la parte central del carro de Gerez. Y los azules y condimentados, como el de ajo y pimienta de Auvernia, un gouda con garam masala indio o el extraordinario Massimo, curado con magaya -el resto que queda después de mayar las manzanas para hacer sidra- son algunos ejemplos.
“El 99,9 % del cliente come queso, así que siempre hay cosas nuevas que probar aunque vengan a menudo”, sonríe. Evidentemente, nos dejamos aconsejar y en nuestra selección descubrimos algunas joyas: un Epoisses AOC de Borgoña lavado con aguardiente; un Bleu de Severac (Aveiron-Midi-Pyrénées-Francia), el “roquefort de granja” de Occitania con betas de Penicilium roqueforti, pasta mantecosa y corteza enmohecida; la Fontina Alpeggio (Valle de Aosta), de pasta cepillada; un extraordinario -y rarísimo- Parmesano reggiano de 15 años; un Pecorino sardo ahumado, y el Curé Nantais de Loira Atlántico, lavado con el muscadet, que es el vino tradicional de la zona.
Los postres -se agradece algo de riesgo introduciendo setas en el cacao con avellanas- invitan a salir a la terraza cuando uno ya casi se había olvidado de la magnificencia de esta residencia condal del siglo XIV. Flanqueada por dos imponentes torres que crean paisaje, al Castell de Peralada lo rodean varios espacios acuáticos con sus cisnes y patitos y 77.000 metros cuadrados de jardines a la francesa, diseñados por François Duvillers. Todo es visible desde esta atalaya con un poleo menta entre manos para aliviar la digestión. Sin duda, una experiencia gastronómica a la altura del establecimiento que la acoge.
El vigoroso tándem Martínez-Gerez tiene una fructífera senda por andar y el compromiso del Grupo Peralada con la gastronomía es fuerte -en los jardines del mismo castillo, en ‘L’Olivera’, el ‘Garden Bar’ o el ‘Celler 1923’, oficia de director Paco Pérez, otro insigne hijo adoptivo del Empordà-. Y es que muy cerca del castillo ya se puede visitar la nueva ‘Bodega de Perelada’, una de las instalaciones vitivinícolas más importantes del mundo en su género, u hospedarse en un hotel 5 estrellas dentro de este mismo resort bello e inabarcable. Todo, a lo grande.
‘CASTELL PERALADA RESTAURANT’ - Sant Joan, s/n. Peralada, Girona. Tel. 972 52 20 40.
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