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La terraza de ‘Mont Bar’ tiene ese aire parisino chic que no pesa. La silla de rafia negra, el ficus, la mesa de mármol, las inmensas puertas en azabache que recorren la pared hasta el techo. El toldo -a juego-, cobijo necesario para los domingos de radiante sol barcelonés. El bar que Iván Castro abrió hace ya nueve años se ha diferenciado de la liga de los gastrobares coetáneos en que, al margen de un producto excelente, sus recetas han ido siempre un paso más allá. Para muestra la ya clásica ventresca con emulsión de piñones: finas láminas de túnido empapadas en un suave aceite que se deslizan gráciles sobre la lengua, envolviéndola con su grasa amable mientras salivamos.
Otra peculiaridad -y aquí nos salimos de lo meramente culinario- es que Castro proviene de una familia de restauradores de Viella, en el Vall d'Aran, y su pragmático temperamento -financiero- le ha hecho siempre ver su gastrobar esquinero como una empresa, más allá del romanticismo en el plato. “Es un negocio que nació para ser rentable, aún lo es y lo ha de seguir siendo”, anota este solvente empresario, que es también un trabajador infatigable.
El suyo es un negocio “de barrio” en el mejor sentido del término, con el nivel que la zona donde oficia (entre dos señoras calles como son Diputació y Aribau, a un paso de la Plaça Universitat) le permite. Aunque el sentimentalismo también asoma la patita: ‘Mont’ es el pueblecito de 46 habitantes donde nació; al que el prefijo y el logo del local hacen referencia.
“La pandemia nos ha dejado tocados, ha sido una etapa difícil. Pero enseguida vi que era una oportunidad. El 50 % de un negocio es la gestión y aquí lo hemos hecho bien”, avanza Castro, que desde hace unos meses cuenta con el fichaje de Fran Agudo (ex de ‘Tickets’; 3 Soles Guía Repsol) en cocina -le da la réplica en su complementario hermano pequeño, ‘Mediamanga’, el exjefe de cocina de ‘Pakta’, Jaume Marambio-.
Agudo pide paso con una cocina más creativa, una visión más exigente, de altos vuelos, que puede vivirse en mesas altas y bajas, e incluso en una grande compartida con vecinos al lado. En la informalidad propia del establecimiento, que incluso sorprende.
Además, ‘Mont Bar’ es ese restaurante donde los chefs son comensales al acabar el servicio: “Me hizo mucha ilusión la llamada de Iván. Tras el cierre de ‘elBarri’ era un momento complicado -recuerda el chef-. Conocía bien la casa”. La simbiosis numeral se produjo. Agudo llevaba nueve años en ‘Tickets’ y Castro necesitaba sumar un activo potente tras casi una década de rodaje. El chef requería tranquilidad y equilibrio; Castro, un chef sólido, pero sin las querencias de aprovechar referencias directas de su anterior trabajo. Una suma que ha multiplicado.
Como el bar que es, los snacks abren fuerte. Pequeñas miniaturas de cocina compleja, con muchas capas sápidas. “Mantener los clásicos dándoles la mejor presencia era obligado, había mucho trabajo hecho, por suerte”, adelanta Agudo. Y ahí siguen el mochi de sobrasada y queso Mahón y el crujiente de jalapeños, que son a ‘Mont Bar’ la gordal esferificada o la airbaguette de aquella diáspora creativa que fue ‘elBarri’, diseminada ahora en una veintena de locales entre Barcelona y el resto de España. Ha mejorado el suflé de berberecho con flor de ajo: la base es un rectángulo perfecto de dos mitades de pasta filo selladas por las esquinas, que se hinchan al ser horneadas a 260 grados.
La chantilly infusionada con dashi -puro umami-, que viene dentro, “ahora se inyecta desde un sifón para no mojar la pasta”, precisa. En el otro lado, el péndulo, snacks de nuevo cuño como la ostra francesa Louis N2, frita por la mañana en aceite aromatizado en hierbas. Llega en un cuenquito, bañada en jugo de tomate con guisantes lágrima, de un verde radioactivo, y el toque cítrico de la naranja nitro -huyendo de las aguas de pepino, los escabeches y el ya habitual ponzu-.
En el banquillo, calentado para salir, un finger-tiradito con base de maíz dulce y un picante envolvente que estará pronto en carta. Los toques mexicanos y asiáticos -“sin liarnos excesivamente”- sazonan aquí y allá la nueva propuesta. Riquísima la flor de remolacha, anguila y caviar; y ese mar y montaña exprés que es la hoja de sisho en tempura con erizo de mar, papada y velo de tosazu.
Agudo ha encontrado con el canapé de piel de pollo con relleno de calamar en sashimi, mayonesa de kimchi y rompepiedra (lepidium latifolium), que cierra los snacks, cómo hilar un producto muy ‘Tickets’ -“la piel de pollo era un fetiche, la hemos trabajado muchos años”- con una forma natural de la casa en presentar este tipo de bocados: el bikini de piel de cerdo.
Parece increíble que en las espaldas de este chef solo “pesen” prácticas en dos epítetos culinarios -‘El Celler de Can Roca’ (3 Soles Guía Repsol), que fue su primera inclusión gastro además de ‘Tickets’, donde también entró de prácticas y acabó al lado de Adrià-. Aunque intente “no mirar al pasado” para crear su propio camino, está contaminado por ese genio: “Si parecen guiños no son intencionados”, enarbola.
El refinamiento sigue estando más en la comida que en el servicio y las formas. Informalidad bistronómica con sus plantas, flores frescas y decenas de botellas de vino desde una estantería de madera que recorre la pared (ofrecen unas 210 referencias ajustadas cada seis meses). La barra de mármol blanco mira el ángulo de la cocina -sorprende que salga tanta cosa de ese minúsculo agujero-. La preside una báscula Berkel, procedente de alguna antigua tienda de ultramarinos, junto a la vitrina de frío donde, a veces, está la codiciada ventresca Balfegó.
Es, desde hace años, el icono a respetar: finas láminas dispuestas en hélice, ligeramente ahumadas, bajo una campana que se destapa justo bajo la nariz del cliente. Eso sí, le han salido serios competidores: una raya con beurre blanc y uva verde bañada con aceite de estragón, un complemento idóneo para arrastrar la grasa de guisos y salsas en Centroeuropa con su toque amargo.
La aportación de Agudo ensancha la línea para diluir la frontera tenue del gastrobar y acercar, cada vez más, la propuesta de ‘Mont Bar’ a una cocina camino a la alta cocina. La evolución ha sido tranquila, muy pensada, hasta llegar a ese momento donde requerían las manos de alguien que hubiera pasado por vanguardia para llevarlo al siguiente nivel.
A su innegable don como empresario, Iván suma una capacidad innata para escoger bien a los compañeros de embarque y a proyectar ya otro modelo de gestión que le dé más tiempo de calidad con los suyos. Y las cosas pintan tan bien que ya piensa en “una relación a largo plazo que fructifique en una alianza más sólida”. Agudo pide a esta nueva etapa sosiego y calma, una “estabilidad, laboral, personal y en la salud” que le empuje cada día a trabajar, “probar cosas nuevas” y tener “ganas de mejorar y seguir trabajando con mucha humildad”. No es poco.
La técnica brilla en la alcachofa al horno con trufa. Es el plato más especial y con elaboración más trabajada. Tradicionalmente se ha cocinado al horno o a la brasa. “Le damos una vuelta laminándolas para volver a hornearlas y montar de nuevo las flores. Si podemos, buscamos ese factor sorpresa en algunos platos con una técnica que no moleste, sino que acompañe”.
Son tres alcachofas en una: descorazonadas, laminadas con cortafiambre y cocinadas al vacío con aceite de oliva, y montadas como una sola flor horneada al aceite de perejil con yema, trufa, avellanas y salsa Perigueux. “Tienes que tener los cinco sentidos. Si está mal hecha sería hasta difícil de comer. Hasta podría estar mala. Escuchar al producto es importante porque muta durante la temporada. Se puede incluso hacer mal con una buena gamba o con una sardina. Incluso con demasiada trufa te puedes cargar un plato, aunque hay gente que dice que demasiada nunca es suficiente”, ríe.
Gran oficio en el canónico pichón de Bresse, con sus pechuguitas horneadas en su punto justo (130 grados), marcadas suavemente en sartén y su muslo bañado en la salsa de sus propias carcasas y chocolate, una elaboración que se desliza como una de las nuevas propuestas de la carta. Le acompaña una terrina de col y calçot -ahora que es temporada- confitada en grasa de pato.
El foie poêlé sobre un hojaldre del vecino L´Atelier -desfollado en el horneado preciso entre dos placas-, untado con una yema de huevo cocida y turbinada como una mermelada, duxelle de champiñón con mantequilla y trompetas de la muerte, nos recuerda cómo puede ser de potentísima la alta cocina. La salsa de alitas de pollo rustidas, con reducción de verduras al amontillado y salvia fresca, hace querer rebañar el plato con ese pan del Forn Sant Josep hasta decir basta.
Para acabar, cualquier opción dulce es válida. Por ejemplo, la tartalela con espuma de soja, helado de chocolate y piñones. Pero, claro, nada es tan sencillo como parece. Su sable es cremosa y líquida, en vez de crocante. “El secreto -detalla Agudo- es que se prepara sin huevo, mezclando la masa con xantana para cocinarla y, una vez horneada, emulsiona para hacer un sorbete”. Un brinco en la intención guardando las formas. Y todo en un bar que sabe nadar y guardar la ropa; estirar el concepto sin estirar la tela; con la circunspección empresarial -¡tan necesaria en estos tiempos!- de aquel que no sabe qué viene después.
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