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Paulo Airaudo no hace prisioneros. Él mismo lo remarca mientras carcajea, se remanga la chaquetilla blanca y señala uno de los muchos tatuajes que emborronan su cuerpo, casi a la altura del hombro izquierdo, precisamente con la leyenda Take no prisioners. Siempre ha habido expectación, admiración y -¿para qué negarlo?- controversia alrededor del cocinero cordobés -de la Córdoba argentina-, a quien algunos, hoy arrepentidos, quisieron dar tratamiento de paria cuando en abril de 2017 aterrizó definitivamente en San Sebastián.
Él no se amilanó, siguió trabajando y proclamó a los cuatro vientos que los reconocimientos internacionales que a otros tanto se les resisten no iban a tardar en llegar y lucir en la puerta de ‘Amelia’. Dicho convencimiento se confundió con altanería y ha tenido que cargar con el sambenito, pero los premios han llegado, dándole, de alguna manera, la razón.
“Se decía que los grandes no te dejaban crecer y eso es mentira. No crecías porque vos no eras bueno o no estabas haciendo lo que tenías que hacer. Nadie tampoco se animaba a despuntar, porque despuntar siempre supone sacrificio, ponerte los focos encima y tienes que valerlo, como suelen decir. Es simplemente eso, era más fácil echarle al resto la culpa de que no conseguías tus objetivos. ¿Yo qué apoyo tengo? Los negocios me los monté solito…”, esgrime Paulo, que ahora expone su vertiente más gastronómica frente a la playa de La Concha. Finalizado el capítulo inicial en la calle Prim, desde junio de 2020 es el sótano del hotel ‘Villa Favorita’ el que alberga ‘Amelia by Paulo Airaudo’, consolidado como despacho de “cocina italiana con acento japonés”.
Es la descripción del propio responsable cuando se refiere a la esencia de un establecimiento que tiende puentes entre Europa y Asia “en la manera de tratar el producto y construir los platos”. Lo hace en un escenario trufado de pegatinas, muñecos, cuadros y carteles convertido en pequeño refugio de cultura pop, gamer y cinéfila. Y es que, al tomar asiento en un taburete de su larga barra o en cualquiera de los sofás que flanquean las tres únicas mesas dispuestas frente al mostrador y una cocina completamente abierta, puedes entretenerte identificando muñecos de Mazinger Z, un híbrido de Son Goku y Homer Simpson, letreros de Pulp fiction, cuadros de Darth Vader e incluso un Banksy titulado Guantánamo.
No deja de ser un espacio limitado a 24 cubiertos y entregado al arte, y más atendiendo a las palabras del chef argentino, quien sostiene firmemente que comer es cultura. “La comida es esencial en el día a día y es la cultura de un país, de un pueblo”, revalida. Si comer es cultura, ¿cocinar es un arte? “No. Eso me parece una barbaridad. La cocina es un oficio, como ser carpintero. Arte es otra cosa y casi siempre permanece en el tiempo”, asevera con idéntico convencimiento.
Sin abandonar el inmenso universo artístico, cabe señalar también la importancia de la música en ‘Amelia’, donde suena a diario y a buen volumen un mix de soul y nostalgia rockera donde tienen encaje referentes como David Bowie, Led Zeppelin, Police, Pink Floyd, Creedence Clearwater Revival, Urge Overkill y The Animals. El acceso a la playlist en cuestión se muestra en la última línea de la minuta entregada al comensal, remarcando la importancia concedida a su contenido.
Pero la banda sonora únicamente redondea una puesta en escena que remite a referentes nórdicos como ‘Frantzén’ y ‘Noma’, y que llega a intimidar con ese ejército de cocineros-camareros a la espera de ejecutar cada instrucción del chef treintañero. Unos cocinan, otros sirven y hay quien se ocupa de las 800 referencias de vino, contenidas en una carta donde destaca la presencia de etiquetas italianas, dos centenares de champagnes y, de un tiempo a esta parte, viejas añadas de Rioja. Aunque algunas armonías, diseñadas por el sumiller Romain Mesplet, incluyen sakes y cerveza artesanal, y también hay alternativas no alcohólicas.
De hecho, el primer trago a un jugo de ciruela -de la variedad asiática ume e infusionado con tomillo- precede a la irrupción de buena parte de los ingredientes utilizados en el menú, expuestos en un par de bandejas que agrupan verduras y mariscos que uno encontrará. “En la primera tenemos lo que son los vegetales, la parte vegetativa, que sería la alcachofa, el myoga, el cardo, el wasabi, el tupinambo y también un poco de daikon. Por el lado de los mariscos tenemos el bogavante azul, el cangrejo real, la gamba roja de Palamós, caviar, las navajas y el calamar”, enumera un miembro del equipo.
Poco después suena Paranoid (Black Sabbath), un camarero anuncia el inminente arranque de un “menú estilo omakase, un omakase fusión con italiano”, y llega el primer aperitivo: un reconfortante consomé de alcachofa, “refrescado” con salvia y tomillo, y rematado con gotas de aceite de vainilla y cedro. En un futuro próximo el último toque lo pondrá una esencia de pepino, evidenciando así la costumbre de respetar la estructura de los platos y alterar únicamente sus ingredientes en base a la temporada y sus frutos. “¿Por qué vas a cambiar algo que está buenísimo y a la gente le gusta, lo aprecia?”, cuestiona Airaudo, acostumbrado a jugar con una treintena de propuestas cambiantes.
Acto seguido llama la atención que otorgue protagonismo a las masas utilizadas en una secuencia de tartaletas que no dejan indiferente, comenzando por la base que elabora con varillas de hierro antes de convertirse en el “contenedor” de un salpicón de bogavante con sus huevas. Para el verdel con stracciatella escoge wonton y el tartar de gamba reposa sobre una cestita de algas kombu y nori.
Resulta sobresaliente la combinación de firmes dados de kama-toro -parte de la ventresca pegada al cuello del atún-, wasabi fresco, caviar Osetra y fundente gelatina elaborada a partir de caldo de huesos ahumados del túnido. Una conjugación ganadora, un bocado manjaroso pleno de matices en su pequeñez. Y otro cocinero se encarga de terminar con robata, frente al cliente, una minibrocheta de calamar y guanciale que pincela con soja y termina con ralladura de un cítrico llamado haruka.
Cada detalle se cuida en ‘Amelia’, hasta el punto de que puedes escoger los palillos preferidos por su diseño para degustar láminas de hamachi (pez limón) aliñadas con aceite de kombu y una esencia de tomate que les da vida extra. Y la complejidad es uno de los principales valores de la receta con aroma a sopa que aúna chawanmushi (clásico flan salado japonés), cangrejo real, huevas de salmón salvaje -enjuagadas en sake y caldo dashi para darle otro toque extra asiático-, piel de calamansi -especie de mandarina típica de Filipinas- y consomé de cerdo ibérico y anguila ahumada.
El pez limón se compra en Japón, igual que el hiramasa y el buri, y el king crab llega vivo desde Noruega. Y pescados como el bacalao negro proceden de los mares del norte. “Compramos lo mejor sin importar de dónde venga. Siempre pequeños productores y artesanos”, matiza Paulo Airaudo, al tiempo que asegura que continúa yendo al mercado.
“Cuando quiero algo, lo voy a buscar yo; sé dónde tengo que ir a buscarlo y lo disfruto, me divierto. Antes siempre encontraba en la pescadería a Alicio (Garro), del ‘Ibai’, pero son pocos los que quedan que hacen eso. Todos hacen producto de temporada, todos son sostenibles, ¿pero quién va al mercado?”, pregunta el chef al tiempo que niega ser un provocador o un arrogante.
El pan continúa teniendo su importancia en ‘Amelia’ y ésta se le otorga con la consideración de un pase independiente. Así, el brioche de leche llega acompañado de aceite de oliva y mantequilla fresca asturiana, ennegrecida con sal volcánica y alga trufada. El bogavante se baña en una beurre blanc subida premeditadamente de acidez, “para cortar el dulzor” del crustáceo, y las bolitas de arroz frito aportan un contraste crujiente.
Mientras, el referido bacalao negro se acompaña con puré de tupinambo, crumble a base de la piel del mismo tubérculo, pequeño mejillón gallego, aceite casero de avellanas tostadas y trufa negra rallada. El gádido presenta una textura magnífica y, más allá de la adición de Tuber melanosporum -o de trompeta de los muertos en otra época-, el caldo resulta capital. “Me gustan mucho las sopas, las salsas y los caldos, siempre los he trabajado”, enfatiza el cocinero, que se sirve de ellos para subrayar matices incisivos.
Y, aunque pescados y mariscos son los grandes protagonistas del menú degustación, única opción en esta casa, el cordobés aún reserva un momento de lucimiento a la carne, sea de ciervo o de pichón. Concretamente, la tiernísima pechuga del ave se posa sobre la parrilla una vez untada en mantequilla y, luego, se emplata con cebolla encurtida, ajo negro, hongo, espinaca y lardo. Se trata así de un plato, “construido en capas, verticalmente”, que reivindica la complejidad.
“Se abusó de la sencillez y del ensamblaje. Un plato tiene que ser redondo, tiene que tener producto, tiene que ser sustancioso, realzable, y tiene que haber cocina detrás”, sentencia al chef instantes antes de que salga a relucir definitivamente su vena italiana y arrime el esperado plato de delicada pasta. En esta ocasión, cappelletti relleno de queso taleggio bañado en salsa de vin jaune, “el primo francés del vino de Jerez”, y terminado con hojas de ostra y ralladura de bianchetto, “el primo de la trufa blanca”.
La finura de la pasta determina que no sea necesario morderla para que se deshaga en la boca, mientras que la sucesión de postres vuelve a señalar una continuidad del trabajo emprendido en el viejo’ Amelia’, el de Prim, donde ya se terminaban comidas con una frágil tarta de queso y una jugada ganadora a base de caviar, aguacate y nata quemada.
Hoy aparecen en escena las últimas versiones de esas preparaciones, ya identificativas del lugar. El caviar se combina con helado de ron pintado con crema de banana y mole, y el flan de queso de cabra se viste de gala con caramelo de caqui, hoshigaki (caqui seco), vinagre de arroz negro, jugo de ciruela “del año pasado” y melisa encurtida.
Para rematar, un cierre a base de manzana asada, helado de caramelo salado y vinagre balsámico Reggio Emilia de 40 años incorpora limón negro, otra muestra de su debilidad por los cítricos y su capacidad para realzar y aportar “detalles y dar un perfil de acidez diferente”. Solo queda un cuidado servicio de café e infusiones, con sus pertinentes petit fours, para concluir una velada que no suele exceder los 150 minutos de duración. Paulo ha manifestado en más de una ocasión que no soporta estar más de dos horas o dos horas y media comiendo y predica con el ejemplo, pues a su modo de entender se nos ha ido de las manos la cantinela de la experiencia y el discurso. “No todo tiene que tener un storytelling”, opina.
Durante el servicio el chef únicamente se desentiende de su teléfono móvil cuando acude a terminar un plato a la vista del cliente. El resto del tiempo supervisa el trabajo de sus empleados y, seguramente, esté entretenido atendiendo otras cuestiones relativas a ese ‘Emporio Airaudo’ que incluye ya, al menos, una docena de negocios de hostelería radicados en Donostia, Barcelona, Colombia y Hong Kong.
En San Sebastián, concretamente, regenta también ‘Da Filippo by Paulo Airaudo’ -“una trattoria moderna”-, ‘1985 Cantina Argentina’ -“una parrilla tradicional”-, ‘La Bottega di Filippo’ -“un barcito con pizza al taglio y ese tipo de cosas”- y ‘The Blind Pig’ -“una coctelería tipo speakeasy”-.
No para de acumular aperturas el chef argentino, quien señala el sacrificio -“¿cuánto estás dispuesto a sacrificar para ganar?”- y la estandarización como claves del éxito. “Todos los días igual, de la misma manera. Para ello hay que contar con buenos profesionales, gente que sepa cocinar, disciplina y reglas muy estrictas. Todos los días se hace lo mismo, de la misma manera, a la misma hora. Y si el producto falla, tienes que tener la capacidad de solventar problemas, prescindir de ese proveedor y buscar otro”, recomienda Paulo con su proverbial desenvoltura.
‘AMELIA BY PAULO AIRAUDO’ - Zubieta, 26. Donostia, Gipuzkoa. Tel. 943 84 56 47.
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