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Después de viajar por todo el mundo –lo sigue haciendo– el periodista Andrés Torres decide convertirse en cocinero. Lo hará de forma autodidacta: quizá los años cubriendo conflictos en Centroamérica le han enseñado autosuficiencia.
Junto a su pareja, Sandra, elige que el lugar será una antigua granja de pollos, un edificio abandonado entre viñedos del Penedés, una ruina que se convierte en un lienzo sobre el que dibujará un huerto, un gallinero, un tostadero de café, un bosque interior donde comer los postres, un taller de alfarería para la vajilla, una bodega de rones y espumosos…
Pero dibujando no se construye. Y se ponen manos a la obra. Con sus manos convierten la pollería abandonada en algo a camino entre una hacienda agrícola y un restaurante gastronómico de cocina creativa. Son unos 6.000 metros cuadrados que la pareja llena de vida y buen gusto.
La edificación está dividida por un patio central que las noches de verano tiene que ser un paraíso. A un lado se encuentra la vivienda y el lugar donde empezó el restaurante: una bodega subterránea donde se guardan algunos buenos rones. En ese ala se encuentra también el taller donde Sandra da forma a parte de la vajilla del restaurante, que se encuentra enfrente.
La sala, con seis únicas mesas, es amplia y cálida. Reciben y tratan con el comensal los mismos cocineros, ayudados por un sumiller que tiene preparada una carta de vinos precisa, bien ordenada, razonable y nutrida de referencias interesantes de productores cercanos. Ahí se desarrollará el espectáculo, pero solo después de haber recorrido las instalaciones exteriores, donde veremos parte de los alimentos que consumiremos –hortalizas, setas shiitake, huevos, hierbas aromáticas…–.
El menú degustación viajará entre el kilómetro cero y la cocina creativa. Para empezar, sobre una robata pertrechada con una plancha de pizarra, Andrés ahúma hojas de romero y captura sus efluvios en una copa donde se servirá un sabroso y reconfortante consomé de verduras de bienvenida.
Siguen unos snacks: una patata estilo Arola que contiene una suave crema láctea, un pequeño bocado semidulce de melocotón y maíz líquido al estilo de 'Disfrutar' (3 Soles Guía Repsol) y también homenajeando al templo de los tres exbullinianos, las famosas aceitunas de manteca rellenas de salmuera.
Los dos próximos platos recuperan la línea reconfortante del primer consomé: en primer lugar una esfera de cuajada de leche oveja –de las ovejas que hemos visto afuera– bañada en un intenso caldo claro de jamón y, después, una cremosa y dorada yema –de las gallinas también de afuera– rellena de caldo de pollo y aroma de tomillo.
Una burrata aliñada con un pesto con tomates cherry terminado en coctelera viene a refrescar el confort de los caldos y da paso a una escalada de sabor. La encabeza una extraordinaria crema de calabaza y citronela, continúa con un steak tartar con crema de remolacha, sigue ascendiendo con un salmón ahumado en la casa y rebozado de alga nori y llega al culmen con una espaldita de cordero del Cinca cocinada a baja temperatura y rematada con una sabrosa cobertura crujiente.
Llega el momento dulce. Andrés me invitará a entrar en la cocina para llevarme hasta una sala a la que llama El Bosque. Se trata de un espacio decorado con árboles secos en los que comeré dos buenos postres: una interpretación en texturas y temperaturas del músic –postre tradicional catalán a base de frutos secos y vino dulce– y un bizcocho de chocolate llamado Spicy Maya, elaborado con un cacao prodigioso por su calidad.
La experiencia no terminará con estos dos bocados sino que antes seré llevado al lado de una chimenea encendida en la que me servirán café. Puedo elegir entre varias elaboraciones y dos granos: un grano centroamericano y otro keniata. Opto por el primero y resulta ligeramente ácido, pleno, con muchos matices. No en vano se hacen traer el café en verde y lo tuestan ahí mismo, al punto que consideran adecuado para completar la experiencia de los comensales.
Ojalá tuviera más tiempo para disfrutar de alguno de los rones expuestos en esa misma sala. O para tomar otro café en el patio. O para esperar el atardecer y que se encienda alguna de las fogatas que iluminan las noches en las que hay actuaciones de música en directo.
Más que un muy correcto restaurante –el precio medio sin bebida es de unos 70 euros–, donde todo fluye con suavidad y pensando en la satisfacción tranquila del cliente, sin intentos de epatar o proyectar la gloria del chef, comer en 'Casa Nova' es una experiencia integral. Según confiesa Andrés, puede durar varias horas, "hay clientes que se han solapado con el siguiente servicio".
Incluso algunos se sienten tan a gusto que optan por quedarse a dormir en alguna de las tres habitaciones que Sandra y Andrés gestionan –cena, desayuno y alojamiento por una noche cuesta 300 euros por pareja–. La verdad es que muchos querrían que esta 'Casa Nova' fuera suya. Me cuento entre los envidiosos.
'CASA NOVA' - Barri Rovellats - La Bleda, 188. Sant Martí Sarroca, Barcelona. Tel. 937 43 11 70.
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