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Jesús Segura se siente afortunado por haberse criado en un pequeño pueblo de la serranía de Cuenca. En Huélamo -“con apenas 50 vecinos; y en invierno, 40 son gatos”- aprendió de sus abuelos a escuchar y observar con calma el campo. A usar la ceniza de la lumbre como pesticida de las huertas, a preparar infusiones de guindilla y ajo para robustecer los cultivos o a embotar las frutas y hortalizas y alargar así su consumo más allá de la temporada de recolección. “La creatividad humana es, a fin de cuentas, reinterpretar algo que ya hacían nuestros ancestros”, asegura el chef.
Aprender de la sabiduría de los mayores, rescatar de la desaparición productos y técnicas, o el radicalismo de la cocina conquense son las máximas del último proyecto gastronómico puesto en marcha por Segura. El restaurante ‘Casas Colgadas’ ocupa una de las plantas del histórico edificio de balconadas de madera que se asoma, sin vértigo alguno, al abismo de piedra de las Hoces del Huércar, símbolo de la ciudad de Cuenca. Sobre el comedor negro se perciben ligeramente los pasos de los turistas que recorren las galerías del Museo de Arte Abstracto, el vecino ilustre de la zona superior. “Hace 22 años entré aquí de aprendiz, cuando esto era un gran mesón de cocina tradicional manchega comandado por Pedro Torres Pacheco. Recuerdo que pelando cebollas soñé con dirigir este espacio algún día, y el sueño se ha hecho realidad”.
Después de pasar por las cocinas de 36 restaurantes -entre otros, por los de Ricard Camarena, Quique Dacosta, Manolo de la Osa o Pepa Romans- y dirigir durante los últimos siete años ‘Trivio’, Segura se embarca ahora en el reto de cocinar Cuenca. “El 90 % del producto que trabajamos en el menú degustación procede de un entorno de 100 kilómetros a la redonda. Exploramos también en el pasado, con los conocimientos de los mayores que, si no somos capaces de conservar, se perderán cuando desaparezca esa generación de hortelanos”. El objetivo es recuperar variedades ancestrales, como la almorta, los bledos o la harina negrete, técnicas de conservación y curación del pasado, sumergiendo las piezas de carne en arcilla de caolín, por ejemplo, o reinterpretar el recetario tradicional. Para ese reto tan ambicioso, Jesús cuenta con un aliado que es un auténtico recolector de memorias.
Esta mañana fría –“aunque no tanto como debería para ser mediados de noviembre”- Jairo Abarca ha llegado al restaurante cargando unas cestas llenas de frambuesas silvestres de Huerta del Marquesado, setas de Valdemeca y Cañete y unas pocas bellotas de Jábaga. “No está oficialmente en plantilla, pero es una pieza fundamental en el proyecto”, comenta Jesús mientras prueba una de las frutas. “Mi pasión es trasladar el legado ancestral de nuestros abuelos campesinos de la comarca, sus conocimientos exhaustivos sobre hierbas silvestres y cultivos para que no se pierdan”. Como esa capacidad que tienen para distinguir los bledos de las bledas, “porque éstas amargan”, y que Jesús incorporó en sus primeros menús en tres texturas: frito, en polvo y al ajillo con salsa bearnesa.
Los bledos o pamplinas -hierbas de arroyos de agua fría y cristalina que importaban poco por su abundancia, pero que empiezan a escasear- formaron parte de lo que el chef ha bautizado en su menú degustación como ‘denostados’: “Son productos en apariencia humildes y baratos, a los que damos un valor añadido en cocina, porque no hay que recurrir al bogavante para hacer un gran plato”, explica Segura. Como las patatas gorrineras, que por su tamaño eran difíciles de pelar y se echaban como alimento de cerdos y gallinas; o las almortas en verde, plantadas en Villarta, una leguminosa muy consumida en la posguerra en forma de gachas, prohibidas hasta 2018 y que ahora “en vez de pagarla a euro y medio el kilo las compramos a 62 euros el kg, más barata que el guisante lágrima". Un ejercicio de compromiso con el territorio. "¿Cuánto vale que los hortelanos que la cultivan sigan viviendo en ese pueblo?, ¿cuánto que permanezca abierto el bar que regenta un vecino?, ¿o que el hijo de uno de nuestros proveedores sea el primer niño censado en 18 años en Barajas de Melo?”, se pregunta Jesús.
La sostenibilidad entendida en su conjunto. “Queremos llevarla más allá del uso de productos de cercanía, quizá algo muy manido actualmente. También el espacio, el mobiliario o los recipientes deben generar esa sinergia local. Por ejemplo, lo primero que se encuentra el comensal al sentarse en la mesa es esparto y mimbre, dos técnicas de manufactura que se están perdiendo y que queremos recuperar con talleres en los pueblos de la serranía". O la tradición alfarera de la vajilla, con obras de Rubén Navarro, Fernando Alcalde o Mario de Qerameis. O las maderas de Villaconejos de Trabeque, con las que han confeccionado sillas y mesas del comedor con reflejos dorados que recrean el veteado de esas imponentes rocas que se observan a través de las ventanas.
Llevan abiertos desde mediados de agosto y el menú degustación de 15 pases ya se ha cambiado en tres ocasiones. “La temporalidad nos marca absolutamente los ritmos. Es una creatividad forzada, pues es la estacionalidad la que nos va descubriendo, poco a poco, qué tiene que ofrecernos el entorno. Y ese es un reto constante que nos emociona cada día”. Aunque es cierto que las técnicas de los fermentados y escabeches, en los que Segura se ha especializado en estos años, permiten alargar la presencia en la oferta de esos tomatitos verdes que ya no maduran con la llegada de los primeros fríos.
La experiencia arranca con un pan de harina negrete, tradicional de Cuenca, kamut y garbanzo que elabora un antiguo cocinero de ‘Trivio’ reconvertido en panadero, y que se acompaña de una mantequilla casera de heno y aceite de oliva virgen extra de las variedades Picual y Verdeja Verde, de una almazara de Vellisca. La primera secuencia de pases son los ‘recuerdos’, “donde nos sumergimos en el recetario tradicional manchego para hacer una reinterpretación, incluso con trampantojos como una morcilla de remolacha fermentada, porque antiguamente a los cerdos se les alimentaba con esta raíz”. Tres bocados para abrirnos la memoria: un merengue de escabeche de avellanas acompañado de miso de hierbas silvestres “que nos recolecta la Jose en Uña”; una tempura de cocochas de bacalao –“ya sabemos que en Cuenca no hay bacalao, pero sí se consumía bastante en salazón”- con helado de pimiento y velo de cenizas del propio piquillo; y un panipuri -masa quebrada hindú- rellena de queso azul de cabra de la quesería 'La cabra tira al monte' (Villalba de la Sierra) con higo envejecido y brote de girasol.
Estos recuerdos tienen su versión cárnica. El tartar de cierva, con kétchup de remolacha encurtida y emulsión de cangrejo de río o las chantarelas con caldo de caracoles nos enganchan al territorio, mientras que un potente guiso de conejo sirve de relleno de un katsusando -especie de sándwich japonés- coronado con una hoja de kale frita, que se sirve sobre un trozo de lapis specularis, un mineral semitransparente con el que cubrían las ventanas los romanos y que abundaba en las minas de esta zona de Hispania. “Todavía seguimos viendo las cosas de otra manera”, reconoce con ironía el chef.
Platos clásicos como la pepitoria de gallina vieja con crema de almendra y una sutil yema de huevo de codorniz, las güeñas -embutido de tripa muy fina con carnes de caza que enseñó un vecino de Beteta a Jesús- acompañadas de gachas de patata gorrinera o los platos de liliáceas (ajos, cebollas o zanahorias de Villanueva de la Jara, ya en la provincia de Guadalajara) van sucediéndose en el apartado de los ‘denostados’. Aunque la reina aquí es la trucha, el único pase en el que el pescado es protagonista. “Usamos los ejemplares más grandes de piscifactoría, aquellos que ya no se reproducen, para que no salten al río y fagociten la fauna autóctona”, explica el maître, Walid Hani. La trucha se presenta en tataki, acompañada de sus huevas y se cubre con un velo de endrina y un escabeche del propio fruto que le aporta un agradable punto ácido y astringente.
En ‘Casas Colgadas’ el comensal no conoce la integridad del menú hasta el final. “Tratamos de evitar muchos prejuicios, porque juegan en contra del disfrute de la experiencia. Por ejemplo, cuando servíamos crestas de gallo con huitlacoche; al final rebautizamos el plato como calamares de tierra, por su símil apariencia”. Los tendones también pueden condicionar mucho a algunos clientes, pero la textura del jugo que acompaña a la milhoja de patata de Mariana es extraordinaria. Una receta más afrancesada, que se combina con otra más asiática con los mismos ingredientes: un ningyoyaki de patata y relleno del tendón. Con el gira_sol, el chef juega con las diferentes texturas de las pipas (natural, garrapiñada, alcalizada y en helado) y aplica una vieja técnica de sumergir en cebada un queso artesano de Villarejo de Fuentes para conseguir una fermentación láctica. “Esta manera de conservación era muy habitual en mi pueblo con los melones, que se llamaban de la risa o del baile, porque la fermentación de las levaduras generaba alcohol natural en la fruta y alegraba mucho las sobremesas”. Con este queso, que se asemeja al parmesano, elaboran un pesto con agracejo, bayas y especias recolectadas en la serranía. Para cerrar los pases salados, la propuesta suele girar en torno a la caza, como una perdiz -muslos en guiso tradicional con vino de Oporto y pechuga marcada- con boletus y chalotas; o lomo de ciervo macerado en ajo negro de Las Pedroñeras.
El menú finaliza con los postres, enmarcados bajo el apartado ‘Aljibe’, “por la dependencia que tenemos del agua, un recurso cada vez más escaso”. Al refrescante pase de frutos silvestres, helado de mora y brote de albahaca genovesa de Barajas de Melo, le sigue un nuevo guiño a la infancia de Jesús, al que su padre le enseñó el arte de la apicultura y la agradable experiencia de comer, de la misma colmena, miel, cera, polen “y hasta algún bichito”. La miel alcarreña envejecida y el pan de miel aromatizado con lavanda acompañan al queso Océñigo de 'La cabra tira al monte'.
La bodega de ‘Casas Colgadas’ la codirigen David Algarra (Manolo de la Osa, ‘Trivio’, ‘Lú, cocina y alma’ o ‘Montia’) y Carlos Cañas (‘Trivio’ y ‘Essentia’). Con unas 138 referencias, “le damos especial cariño a los viñedos conquenses y manchegos en su conjunto, aunque sin renunciar a otros pequeños productores nacionales e internacionales”, apunta David. “En los maridajes tratamos de sorprender al comensal, por ejemplo con los vinos rancios de Toledo, que la gente suele asociar solo con el Marco de Jerez”.
La bobal y tempranillo son las variedades más habituales en estas tierras, pero el sumiller se inclina por recomendar proyectos con cierta singularidad, como el de los hermanos Lorenzo y Valentín López, de ‘La Niña de Cuenca’, en la DO de Machuela, que fermentan y envejecen en tinajas de barro; o el de la familia de ‘Las Calzadas’, en Pozoamargo, en la ribera del Júcar, de viña ecológica y tinajas de 150 años. También aquellos que están recuperando uvas ancestrales, como la joven pareja de ‘Gratias', en Casas-Ibañez (Albacete), con la tardana, pintaillo, marisancho o teca de vaca. En Toledo, los autores ‘De Sol a Sol’ apuestan por los vinos naturales de la escasa variedad tinto velasco, mientras que en Villanueva de Alcardete, en el valle de Gigüela, la cuarta generación al frente de bodegas Recuerdo elabora 'Sigilo', un estilo moscatel de uva tinta con la variedad moravia recolectada en vendimia tardía. Un broche al menú que, de nuevo, se asoma al precipicio y con final exitoso.
RESTAURANTE CASAS COLGADAS – C/ Canónigos, 3. Cuenca. Tel. 644 009 795.
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