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Al campo, yermo a finales de este interminable verano, le han brotado pequeños matojos de hierba. El rastro perfumado de lavanda y tomillo ya solo es un recuerdo que el viento ha peinado hacia las montañas leonesas. Comienzan a florecer los urces (brezos), con los que se aviva el fuego del horno de los alfareros. Pronto llegarán las heladas, el frío intenso, las copiosas nevadas que tiñen de blanco esta extensa finca junto al estanque de La Tabla, en el municipio de Jiménez de Jamuz. El otoño es tiempo de paz para los bueyes. Erguidos o recostados a la sombra de las encinas, exhiben su imponente hechura. Solo rompe el silencio los lametazos y el vaivén de las colas espantando moscas, el crujir de ramas bajo las enormes pezuñas o algún mugido que recibe a lo lejos una pausada respuesta.
“Aquí es donde yo me encuentro verdaderamente feliz. El buey es un animal con el que conecto de manera especial. Me transmite sosiego, tranquilidad, una paz interior por su reconocida nobleza. De alguna manera, siento que son una parte de la infancia, no solo porque estaban en el día a día del trabajo de campo, sino porque tienen algo de niños, de ingenuos, de inocentes”, afirma José Gordón mientras cepilla con mimo el lomo pardo de una res de 1.600 kg. “La pasión por los bueyes se ha convertido en mi obsesión vital”, reconoce este ganadero-carnicero-parrillero-viticultor, que transformó la bodega excavada por su abuelo en la ribera del río Jamuz en un restaurante, ‘El Capricho’ (2 Soles Guía Repsol 2024), al que peregrinan de todos los rincones del planeta para probar “la mejor chuleta del mundo”. Aprendió, con las lecciones que da el ensayo y error, a aplicar una maduración personalizada a cada pieza. Construyó todo un relato gastronómico a través de la exaltación de un único producto, que se hace presente en carpaccio, reastbeef, cecina, morcilla, lengua, casquería, tuétano, postre y, por supuesto, en la chuleta: la indiscutible reina. Aunque su verdadera obsesión es la crianza de estos machos bovinos castrados.
Y todo empezó en una cueva. Una de esas más de 200 que, cual queso gruyere, agujerean el entorno arcilloso de la pedanía de Jiménez de Jamuz, al sur de la provincia de León. El abuelo Segundo Gordón, el pajarito, la construyó a pico y pala durante tres años. “Él mismo reconoció que estaba hecha 'a capricho'. Hoy, con la maquinaria que existe, se hubiera demorado apenas 15 días”, asegura su hijo Pedro. Ahí se elaboraba vino y almacenaban víveres. Años más tarde se convirtió en un merendero con unas mesinas y sillas donde recibían a los turistas asturianos –“que venía en verano a León a secar”- con tortillas de huevos camperos, ensaladas de la huerta propia -que aún se conserva-, embutidos caseros y chorizos a la brasa envueltos en papel estraza. El adolescente José se encargaba de llevar y traer jarras de barro repletas de vino. Con 20 años, lo transformó en un asador de carnes.
Por aquel entonces, el gusanillo por los bueyes ya le había picado. Se formó como técnico de explotaciones agropecuarias y llegó a cuidar de Sultán, un famoso toro que costó un millón de dólares al Gobierno cántabro y que cubrió a más de un millón de vacas. “El primer buey que adquirí fue por un reto. Unos cazadores gallegos, clientes del asador, me convencieron para comprar un ejemplar de 1.200 kg en Lugo, a cambio de que ellos se comían la mitad. Cuando me encontré, frente a frente, con ese imponente animal tuve una conexión mágica con él”.
Hoy son más de 350 ejemplares los que pasan sus últimos años de vida en la finca El Anguilar –“en el estanque La Tabla antes había muchas anguilas”-, de 140 hectáreas de extensión. Acompañados por garzas y palomas, “contamos con 15 razas ancestrales del tronco ibérico: avileña, retinta, barrosa, frisona, sayaguesa, morucha, alistana, tudanca, maronesa, mirandesa, parda alpina, rubia gallega, cachena, vianesa y minhota. Son machos castrados, duros y resistentes, lo bastante para soportar la escasez de pastos y las hostilidades climáticas de esta zona de la meseta”, explica un embelesado José, que acaricia la cabeza de una res coronada con una impresionante cornamenta.
Más cerca del restaurante está otra pequeña parcela donde viven los bueyes que necesitan una atención especial. Los más viejos, los que están enfermos, aquellos que nacieron con deformaciones, las parejas que se entristecen cuando no están juntas o los que son acosados por otros. “Hay que darles calidad de vida a estos animales. Yo sufro mucho en verano, por ejemplo, porque los veo agobiados con las malditas moscas, que les estresan. Esa misma dignidad se debe producir en el momento del sacrificio; sin presión, con la paciencia y la espera para encontrar el momento de plenitud”, apunta Gordón, que defiende que eso se transmite luego al sabor y textura de la carne.
El otro gran secreto del éxito que ha convertido a ‘El Capricho’ en lugar de peregrinación de los amantes de la carne de medio mundo –“desde que en diciembre de 2007 la revista Times nos eligiera como la mejor chuleta, el 80 % de mis clientes son extranjeros”- es la maduración personalizada que confiere José a cada pieza. En la nave de Valderrey, en plena Vía de la Plata del Camino de Santiago, enormes costillares y piernas cuelgan en las cámaras, que desprenden un aroma a lácteos y mantequillas. “Cada una cuenta con un tiempo específico, dependiendo de la raza, la edad de sacrificio, el porcentaje de infiltración de grasa subcutánea, el tamaño, su coloración, incluso por la nobleza o el carácter que tenía el animal”. Aquí pasarán entre los 30 y 180 días. “Buscamos tres objetivos con la maduración: que las grasas infiltren al interior de la carne, lo que aporta untuosidad; que se rompan las estructuras fibrosas, haciéndola más tierna; y que se liberen los líquidos de la proteína, confiriéndola mayor sabor”.
En la web del restaurante, cada semana el cliente puede conocer perfectamente qué ejemplares va a degustar cuando acuda a comer: el año de nacimiento, la raza y la identificación crotal, su DNI. “Yo creo que esto no lo hace ningún restaurante del mundo”, presume el parrillero. Al año por aquí pasarán unos 200 bueyes despiezados.
La Chuleta Selección que nos sirven hoy pertenece a un buey de raza ramo grande, originario de las islas Azores, que contaba con 9 años y había sido usado en labores de trabajo. Le han dado 160 días de maduración. José va contando estos apuntes durante la ceremonia en la que se rinde tributo a la res. “Siempre que puedo me gusta colocarme delante de los comensales y explicarles estos detalles. Al final, la energía del buey se hace presente”, apunta mientras trincha la carne, “siempre de manera perpendicular a las fibras para conseguir mejor textura”. La chuleta es la reina de la carta y el colofón del menú degustación. Al inicio se presenta al cliente cruda y, ya en cocina, se le retira el hueso –“para que se haga de manera uniforme”- y también los excesos de grasa, “para que sus sabores más intensos no opaquen el de la carne; aunque una parte la servimos tostada para acompañar”.
La cocina de ‘El Capricho’ es acristalada. Es lo primero que se encuentra el visitante cuando se acerca a la cueva, donde se mezcla el acero corten y la piedra. Dentro, en el sentido positivo, vuelan los cuchillos y hachas bien afilados para alistar las piezas más grandes. La parrilla es de doble altura: arriba se atempera a 36-38º; abajo se sella, alcanzando los 50º de temperatura. “Nos gusta servir la carne muy jugosa y sin apenas costra, con sal marina que echamos en la segunda vuelta”, explica uno de los jóvenes parrilleros que controla el fuego. “Aquí no se pregunta el punto que se desea. La carne tiene su punto, otra cosa es que el cliente quiera que se la estropee y se la haga más. Pero yo siempre se lo advierto”, afirma con rotundidad José.
Del buey, como del cerdo, se aprovecha hasta los andares: morcillo, espaldilla, aguja, rabillo, cadera, vacío, casquería (corazón, hígado, callos), rabo... En el menú se hace una exaltación a las partes más nobles, como el roastbeef de picaña, la parte situada al final de la contra de la pierna y muy apreciada por su porcentaje de infiltración; la cadera se sirve en un steak tartar, aliñado con pepinillos, cebolletas, alcaparras, kétchup casero, mostaza dijon, rocoto y pimientos fermentados en la bodega, que se corona con un caviar de Osetra; mientras el tiradito de lomo bajo, un carpaccio de 180 días de maduración muy mantecoso que llega a guardar cierta similitud en textura con el atún rojo, se acompaña con un tartar de atún salvaje de Tarifa.
Pero donde más sorprende el menú es en la exhibición de las partes menos comunes. Por ejemplo, la lengua: adobada, escurrida y secada durante 20 días, con un toque ahumado de roble y otro mes de secado. Finalmente se cuece durante cinco horas y se pela para embucharla. La fina lámina, hidratada con aceite virgen extra, es de sabor muy delicado. La morcilla, elaborada con sangre del animal al estilo de León, o la cecina son otras joyas de la casa. La cecina se prepara con las cuatro partes de la pierna: contra, babilla, tapa y cadera y se cura en bodega durante tres años. “A mí me gusta que nuestras cecinas envejezcan en bodega, porque es volver a los inicios, a la lentitud, donde actúa la humedad que da la tierra, no la de las máquinas, la que confiere el tiempo. Nada del exterior nos influye, porque aquí solo se respira calma y quietud”, susurra José al comprabar el grado de curación de las piezas que cuelgan del secadero. Incluso en los postres se hace presente el buey, con una torta de chicharrón -elaborada con la manteca de la res-, una base de café y helado de galleta María.
En la oscuridad del comedor de ‘El Capricho’ el tiempo ha grabado su huella. La leña de las encinas que dan cobijo y alimento a los bueyes es la que se usa para encender las brasas de la parrilla; y con la arcilla de las paredes de la cueva elaboran los alfareros de la localidad parte de la vajilla. Debajo de los viñedos se ubica la propia bodega. Al fondo, en un comedor privado, se despliega la amplia colección de vinos, que con esmero ha organizado y etiquetado Noemí Bustillo, la pareja de José y su mano derecha en la gestión del negocio.
“José empezó hace tiempo a coleccionar vinos antiguos. Aquí contamos con las verticales de Vega Sicilia Único desde 1953 o Valbuena desde la década de los sesenta”, detalla Manuel Vado. Él es el sumiller del restaurante, responsable de ir actualizando las 1.700 referencias y 20.000 botellas que componen esta amplia bodega, “donde prestamos especial atención al entorno”, con las DO Tierra de León, Bierzo, Toro, Ribera de Duero o Cigales. Aunque el mapa se extiende por toda la Península y Francia, principalmente.
Además, hace casi una década, Gordón se animó a recuperar unos viñedos familiares con cepas casi centenarias. “Me ha costado sudor y lágrimas sacar adelante esas 17 hectáreas”, reconoce. La primera cosecha fue en 2016 y actualmente cuentan con una producción anual de 10.000 litros de tres vinos con el sello de ‘El Capricho’. El Chano, un coupage de Mencía, Prieto Picudo y Garnacha, en viticultura ecológica y crianza de 12 meses en roble francés: “un vino muy frutal”, según Vado. De Valdecedín solo se elaboran al año 511 botellas, exclusivamente con uva Mencía plantada en la finca más alta (830 metros) que plantó el abuelo Segundo y que está rodeada de cerezos –“por eso el estornino con una cereza en el pico de la etiqueta, recuerdo de mi niñez”-. Y el blanco, 100 % Macabeo (Viura) con fermentación en barrica, que es el Viña de la Uta.
Es una vuelta a los orígenes. A las raíces. A la tierruca que labraron los abuelos. Esa que excavó a punta de pico y pala El pajarito, y que lo hizo a capricho. Una conexión que hoy guarda el nieto con los bueyes, “los más nobles, los más leales compañeros”.
EL CAPRICHO - c/ Carrobierzo, 28. Jiménez de Jamuz (León). Tel: 987 664 224.
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