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El 12 de octubre es el día del año en el que las naves españolas al mando del almirante genovés Cristóbal Colón arribaron hace más de 500 años por primera vez a las costas americanas. Lo de por primera vez es discutible, pues parece que tanto los pesqueros vascos como los navegantes nórdicos llegaron con anterioridad a tierras septentrionales del Nuevo Continente. Pero lo que sí es cierto es que, sin tener en cuenta que Colón llegó a islas del mar Caribe y no a la isla del Norte americano conocida como Terranova, fue la primera vez en que se tuvo constancia de que se trataba de un continente antes desconocido, dato que, según se especula, el almirante no ignoraba del todo.
Las consecuencias que este hecho histórico tuvo para la cocina de ambos mundos, el viejo, integrado por Europa, África, Eurasia y Asia, y el nuevo, el continente americano al completo, alcanzaron en los siguientes siglos una magnitud colosal. No es este el lugar para describir estas en detalle. Pero sí se puede centrar la mirada en algunos preparados americanos que resumen bastante bien lo que desde España llegó a América tras el descubrimiento, que no son solo ingredientes. También se trata de utensilios, técnicas y hasta costumbres culturales que, a su vez, también están relacionados con los propios ingredientes.
El relato de algunos puntos de la influencia de la cocina española en las americanas para celebrar este gran hecho histórico no significa que se desprecie las de aquel continente en la de nuestro país, ni mucho menos. La cocina española es otra bien distinta de lo que fue antes de la llegada a territorio español de los productos americanos, pero en esta ocasión se trata de hacer un balance escuetode aquello que el Viejo Continente aportó al Nuevo y sus efectos descomunales en su gastronomía.
Voy a incluir en este trabajo preparados de la cocina de Estados Unidos porque, aunque se suele silenciar en este gran país y los demás anglosajones y germánicos la importancia de la colonización española de sus territorios, desde el sur al norte y desde el medio oeste hasta el oeste –los topónimos y algunos términos de su gastronomía dejan constancia de este hecho tan irrebatible como omitido—su cocina guarda aún algo de la que llevaron consigo los conquistadores, colonizadores y misioneros.
Además del trigo, el arroz, la leche y el azúcar, desde Europa llegaron la manteca de cerdo, la mantequilla y el aceite de oliva, cebollas, ajos, otras verduras y muchos condimentos desconocidos allí con anterioridad.
El cereal americano por excelencia es el maíz y su cultivo y consumo se extiende por todo el continente con clima templado o cálido. El gluten o proteína de este grano no presenta las características necesarias para conservar en el interior de una masa de su harina –como ocurre también con otros cereales y distintos granos alimentarios—los gases generados en el consumo de su almidón por el microorganismo de la levadura, saccharomyces cerevisiae, presentes en la atmósfera de toda la Tierra. Tampoco presenta la consistencia suficiente para soportar en el horno sin desbaratarse la humedad de un relleno abundante. Por ello, sus poblaciones jamás necesitaron un horno panadero lleno de aire como el que se diseñó en Mesopotamia hace muchos milenios, en el mismo momento en que se descubrió el pan levado de trigo, para cuya cocción es imprescindible.
En América el “pan de maíz” en forma de tortillas, arepas y otros formatos se cocinó y se sigue cocinando sobre comales, planchas o piedras calentadas y, hoy, sartenes, puesto que son como tortas, tal como fueron las de trigo que Sara cocinaba sobre piedras calentadas para que Abraham agasajara a sus visitantes en tiempos en los que no era común aún el pan levado. Para asar carnes y verduras y pasteles de maíz rellenos de pequeño o gran tamaño, siempre envueltos en pencas de maguey u hojas de maíz –ahora también de plátano—sujetas con cuerdas para evitar que se derrumben, los pueblos americanos hacían y siguen haciendo hoyos de distintas formas cavados en la tierra que calientan con fuego y piedras calentadas en el mismo y en los que sería casi imposible cocer pan de trigo. Los ejemplos más conocidos son la barbacoa mesoamericana, la pachamanca peruana, la huatia o guatia andina o el curanto chileno, solo en América. Métodos semejantes se utilizaron entre los pueblos oriundos en Papúa-Nueva Guineatambién, lo que demuestra, una vez más, que el hombre busca en distintos lugares las mismas soluciones para problemas similares.
Por todo lo dicho los habitantes americanos no necesitaban el horno panadero antes de la aparición de los primeros colonizadores, que llegaron con las semillas del trigo y el diseño de su horno, una estancia muy amplia cuyo interior se calienta para crear una atmósfera de aire caliente en circulación continua, imprescindible para la cocción correcta del pan. Que el trigo no prosperara en la Española ni en el Caribe es casi anecdótico. En cuanto la conquista descubrió climas americanos propicios para el cultivo de este cereal mediterráneo, el pan comenzó a cocerse en los primeros hornos del continente americano y se enriqueció con las grasas panaderas típicas de nuestra latitud, la mantequilla y la manteca de cerdo.
La llegada de la harina de trigo, de las técnicas panaderas al Nuevo Continente desde España más o menos al mismo tiempo es la causa de que desde el norte hasta el sur todos los tipos de bollos para desayunos y meriendas, aún más que el propio pan, sean muy parecidos. Son masas milenarias en el Mediterráneo y los milenios las ha hecho más variadas según las regiones. En América no han tenido tiempo aún de diversificarse más.
Son de las empanadas individuales más ricas del mundo. Tienen semejanza con las de la provincia vecina de Santiago del Estero y también con las chilenas. Se sirven bien calientes y se comen tomándolas con la mano en posición vertical, para evitar que el caldo escurra caliente sobre el brazo, mientras se termina la preparación de las brasas del asado en parrilla.
Para 6 - 8 personas:
El arroz que trajeron los árabes a la península Ibérica era el de grano largo, el que se cultivaba en el valle del Indo y al que tenían acceso a través de Eurasia. Su adaptación al clima mediterráneo español fue posible solo en zonas muy reducidas, por lo que nunca dejó de ser en aquellos tiempos, como también en el norte de África, un grano exquisito reservado para las mesas más pudientes. El manjar blanco de arroz con leche o leche de almendras llegado del valle del Indo que se servía a todos los grandes personajes europeos a finales de la Edad Media y en el inicio del Renacimiento es el ejemplo más claro de este hecho.
Es este, el largo, el grano que llegó a América con los colonos españoles y, de hecho, su cultivo enraizó muy pronto en los climas húmedos y cálidos del Caribe y luego en el continente, lo que explica que el arroz más habitual y preferido en América sea desde entonces este de grano largo, el de tipo Índica. Porque el de grano redondo, el de tipo Japónica o chino Original, llegó a las costas del Levante español desde el valle del río Cháng Jiāng o Yang Tze con los misioneros españoles que ejercieron su labor evangelizadora a partir de mediados del siglo XV, la misma época, por tanto, en las costas orientales de Asia.
Es la razón de que muchos de los guisos de arroz de los países americanos en los que se cultiva este cereal sean en esencia como los que con carne –que en América abandonó el cordero en beneficio del cerdo—, verduras y alguna legumbre, como garbanzo, lentejas o habas, perfumados con azafrán y herederos del pilaf o polow de Eurasia, se cocían en las cocinas elegantes hispanomusulmanas hasta la conquista de Granada por la Corona española que, como es bien sabido, se produce también en la misma época.
Además, los españoles llevaron con el arroz el utensilio castellano en el que cocinarlo junto a otros alimentos, semejante a la paella o sartén valencianas hondas, la paila, cuyo nombre quedó anclado en algunas culturas americanas cuando en España se ha perdido.
Este es el clásico preparado de arroz que se repite en el gallopinto costarricense y en otros arroces centroamericanos. Los guandules son una legumbre de la región que se encuentra a veces en establecimientos especializados. El achiote o bija, que aquí sustituye por su color y su aroma al azafrán, es una semilla americana común en los platos de arroz y papas y que se utiliza también en la industria alimentaria para teñir la pasta de los quesos Cheddar y Mimolette y otros productos.
Para 6 comensales:
Este es otro ejemplo de un arroz al estilo español –en Gran Bretaña, Francia, Holanda o Alemania no había arroz ni sabían cómo se cocinaba o se comía—en el país de habla inglesa del norte del continente. La legumbre presente no es americana, era la más extendida de las alubias en Europa antes del Descubrimiento, aunque es pariente de las habas.
Para 6 personas
Antes de la llegada de los españoles al continente americano no existían allí animales lecheros. La aparición de ganados vacunos, caprinos y ovinos en los países del Nuevo Continente supuso una revolución para su culinaria, aún más relevante porque a estos le acompañaban en su viaje ultramarino los esquejes de la caña de azúcar que habían traído los musulmanes a España desde el valle del Indo y de la que existían sembrados e ingenios para su procesamiento en azúcar refinada, blanca, en el sur mediterráneo y, en Canarias, desde la anexión de las Islas a la Corona a finales del siglo XV. La caña arraigó de inmediato en el clima del Caribe y de América Central. Los ingenios o trapiches se instalaron a principios del siglo XVI en aquellas tierras que, hasta entonces, endulzaban su comida con productos recogidos directamente de la naturaleza, como la miel de maguey u otros agaves o pitas, el jarabe de arce o la miel de la abeja americana, entre otros.
El desconocimiento de los pueblos americanos, sobre todo con respecto a la leche, de su tratamiento en la cocina o en los derivados lácteos, propició que la mayor parte de los preparados con leche –dulces, quesos, salsas—sean muy semejantes a los que a finales de la Edad Media eran los usuales en la Península Ibérica, a veces muy rústicos. Aunque no siempre se identifican con facilidad –como ocurre con los chongos aquí presentados—porque los originales han desaparecido en nuestro país, del que provienen, hay algunos muy conocidos aún vigentes en la dulcería y que han hecho el tornaviaje a España, como el dulce de leche, la cajeta mexicana, el arequipe colombiano o el manjar blanco peruano.
De este tipo de dulces de leche hoy americanos se encuentran recetas exactas y muy prolijas en los dos grandes manuscritos de cocina hispanoárabe del siglo XIII, el de Córdoba, Sevilla y Marruecos traducido por A. Huici Miranda, y el de Granada, Murcia y parte de Valencia traducido por M. Marín.
Los chongos zamoranos son un dulce mucho más refinado de lo que a simple vista se extrae de la lectura de la receta. Su aspecto más o menos “moderno” dependerá de la forma de presentarlos y el recipiente para hacerlo. El trabajo que exigen bien merece la pena.
El cloruro de calcio se añade a la leche que ha sido pasterizada, es decir, que se ha calentado entre los 64º C y los 80º C, para suplir las sales de calcio que se han degradado durante este proceso, lo que dificulta la coagulación en una cuajada.
Merece la pena hacer la cantidad indicada, incluso más, aún para menos personas. Los chongos se conservan muy bien durante días en su ”miel”, como se dice allí al almíbar denso.
Para 6-8 comensales
CONSEJO: Si la leche es pasteurizada y de una marca comercial al uso, antes de añadir el azúcar, retirar como una quinta parte del suero que haya soltado la cuajada con un cazillo y mucho cuidado para no romperla demasiado. La leche comercial de vaca está ya parcialmente desnatada. Reducir el almíbar en un cazo aparte por si luego fuera necesario porque la leche es más cremosa de lo pensado.
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