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¿Hay acaso una escena de pícnic ciudadano más hermosa que La pradera de San Isidro, de Goya? Sin desmerecer en nada a todas las pinturas magníficas que representan almuerzos sobre la hierba o en el parque, la de Goya es, según mi modesto entender, la más espléndida, pese a su tamaño tan reducido. Es evidente que se trata de un pícnic, puesto que en el primer plano aparecen grupos de personas en el suelo y, por lo menos una, un caballero recostado en la esquina inferior derecha de la pintura, sostiene una copa o un vaso que una dama llena con una botella de vino, tinto para más señas. Donde se bebe en reunión, se suele también compartir en comunión comida desde los tiempos ya remotos de los dioses clásicos.
No se observa ninguna vianda, lo que permite imaginar aquellas que, inspiradas en cierto modo en esa época o en las más cercanas, resulten más apetecibles, dejando de lado las gallinejas y los entresijos clásicos de las fiestas de la capital de España, que hoy pueden degustar sus aficionados en lugares con justa fama por la realización impecable de los mismos.
En la pintura de Goya tampoco se ve a simple vista ningún niño ni adolescente entre el público que llena la escena, aunque tampoco he dedicado tiempo a confirmarlo. No tiene la menor importancia. Esto permite diseñar un menú para adultos, regado con vino. Muchos niños y adolescentes bien formados en los placeres de la mesa por sus padres, sin embargo, podrán apreciar estos platos con gusto y regarlos con bebidas apropiadas a su edad.
La berenjena, verdura de las temporadas más cálidas del año, sufrió una gran merma en su consideración tras la expulsión de los hebreos de la Península Ibérica a finales del siglo XV, pues la cocina de los miembros de esta comunidad española, luego conocidos como sefardíes, la tenía entre una de sus preferidas, como también los musulmanes y moriscos. Hasta el punto de que a finales del siglo XV, las poblaciones del norte, que se consideraban descendientes de cristianos viejos, acusaban a los toledanos de berenjeneros, comedores de berenjenas por ser conversos gustosos de los manjarejos de judíos cocinados con aceite de oliva. Afortunadamente todo eso quedó en el olvido y la berenjena ha vuelto a la cocina española con todos los honores pues, según Vázquez Montalbán, en la bandera de la mediterraneidad unida y jamás vencida sobre el campo de gules debería reinar una berenjena.
Esta receta se basa en la que con el nombre de 'Almodrote en flaón' se encuentra en el repertorio que escribí para el estudio de la alimentación sefardí de Jacinto García, Un banquete por Sefarad –editado por TREA, 2007– y es de verdad delicioso, tanto caliente como frío, estado en el que lo encontrarán los participantes en este pícnic ciudadano. Y digo se basa, porque los cocineros siempre andamos modificando nuestras recetas por motivos diversos que no vienen aquí al caso, y he cambiado el queso de oveja de aquella por uno de cabra que tiene mi quesero del barrio en La Quesería. También sugiero cambiar el mató por requesón, que es menos graso.
La costumbre de asar las verduras sobre brasas o llama es antiquísima y típica de las primeras culturas del Mediterráneo oriental, incluida la hebrea. En nuestro país se conserva en los calçots y las berenjenas bien quemadas, a las que se unieron más tarde en las escalivadas catalanas tomates y pimientos llegados de América.
Presentar una carne o un pescado en su gelatina ha sido durante siglos una forma muy común de ofrecer las viandas cuando se servían las comidas en el campo o en el jardín. Fue más que famosa la vaca a la moda en gelatina o la gelatina de cerdo de Martínez Montiño, perfumada con jengibre y pimienta –una sugerencia sabrosa–. Hoy, la gelatina, en la cocina de postín, ha quedado relegada a algo así como un adorno, pero le vamos a rendir un homenaje a aquellos preparados precursores de los mejores fondos de hoy –y perfumarlo al estilo de Ruperto de Nola, con piel de naranja–.
La carne de conejo hace un caldo extraordinario, lo que la convierte en una de las mejores para los arroces mediterráneos. Es sabrosa al tiempo que delicada, la ideal para este plato frío.
La repostería estadounidense sufrió en el último cuarto de siglo XX una transformación radical. Había entrado como un ciclón en el mundo de los especialistas pasteleros una mujer extraordinaria, por sus conocimientos y su inventiva inagotable: Rose Levy Beranbaum. Sus hallazgos, que hicieron de la ciencia de los bizcochos y de las tartas típicas de los Estados Unidos una delicia que aún nadie ha superado, quedaron plasmados en The Cake Bible, obra que traduje en 2006, lo que me dio ocasión de sumar muchos saberes a los que sobre la bizcochería española y europea atesoraba después de años de trabajo en el obrador.
Me he basado en la receta y procedimientos de uno de los bizcochos que la autora introdujo en su obra, Cordon Rose Banana Cake, para preparar este bizcocho, en el que he cambiado algunas proporciones. Además, he disminuido la cantidad de grasa indicada en la receta, mantequilla, y la he sustituido por aceite de girasol de primera presión, crudo –que se puede sustituir, si se desea, por oliva virgen extra–. Junto a unos albaricoques salteados, una de las frutas de temporada, será un postre maravilloso en este pícnic de ciudad.
Consejos: Cuando no se disponga de albaricoques frescos o no sean estos de la calidad mínima, siempre se puede recurrir a los orejones de esta fruta, de calidad excelente y que, tras una noche en remojo en el frigorífico, se pueden utilizar como los frescos. Hay que calcular como 400 g de orejones para sustituir ¾ k de albaricoques frescos. Si resulta imposible disponer de créme fraîche, esta se puede sustituir por nata para batir –35 % MG mínimo—a la que se añade 1 cucharada de zumo de limón y se deja reposar 15-20 minutos al fresco.
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