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En el entorno de Caldearenas y Anzánigo, en la comarca oscense del Alto Gállego, la despoblación, más que un problema, es un drama. No hay muchas familias que estén dispuestas a quedarse a vivir, y así es difícil que pueblos como estos recuperen el brillo de antaño. Sin embargo, jóvenes como Carlos Moliné han hecho esta apuesta dándole a la soledad, al silencio y a la tranquilidad un valor añadido.
Sus padres regentaron el camping durante mucho tiempo en Anzánigo, desde principios de los años 90 del siglo pasado, y todos los recuerdos de Carlos están asociados a esta instalación. Eso sí, él estudió un grado de cocina y sus ganas de aprender y de mejorar le llevaron a restaurantes como 'DiverXo' o 'El Celler de Can Roca' (ambos con 3 soles Guía repsol). De esos stages se le grabó a fuego lo que quería plasmar en el plato, pero al mismo tiempo le atraía la idea de dar de comer muy bien en el camping familiar. En apariencia, dos argumentos difícilmente compatibles.
Llegó el momento de poner el foco en hacia dónde encaminar su futuro y lo hizo con apenas 24 años, después de recorrer algunas cocinas top de España. Fue entonces cuando sus padres se plantearon dejar el camping y tuvo que decidir: seguir con el negocio, traspasarlo o venderlo. No tardó mucho en elegir y se quedó con la primera opción: continuar en el camping familiar, pero teniendo claro que quería darle un aire nuevo. Eso sí, lo que no ha cambiado desde entonces es que sigue siendo el único camping motero de España. “En el resto de Europa hay bastantes, existe una cultura que está muy asentada, pero, en nuestro país, estos negocios no han terminado de cuajar”.
Emilio, su padre, falleció en 2020, pero su alma motera se respira por todo el recinto. Es un legado que Carlos ha preservado y que se refleja en muchos detalles. En la barra del bar enseguida se cae en la cuenta de que el tirador de cerveza es la reproducción de un motor. Y paseando por las calles, sus nombres remiten a marcas como Yamaha o Ducati.
En cualquier caso, el santuario motero más emotivo está discretamente ubicado. San Glas, que evoca a la mítica marca española que cerró en 1981, es el santo al que se encomiendan los moteros en este recinto. Una de esas motos, con el piloto cabalgando sobre ella, atraviesa un monolito de hormigón. La estampa impresiona, lo mismo que el entierro de la última Derbi que se fabricó en España o el muro de las lamentaciones.
“En él se acumulan recuerdos de compañeros fallecidos en accidentes de tráfico, o que han quedado con alguna discapacidad física tras sufrir un percance”, rememora Carlos. Él, por supuesto, también es motero y reconoce que el riesgo está ahí. “La prudencia y el respeto a la máquina y a la carretera son fundamentales, pero hay tantas actividades y deportes en los que se asumen riesgos, que si le das muchas vueltas a la cabeza, al final no harías nada”.
Más allá de estos detalles cargados de emotividad, lo que se respira en este camping es buen rollo, tranquilidad y ganas de disfrutar, tanto por parte de los clientes moteros como del resto. Lo que buscan los primeros, sobre todo, es comer bien, un sitio para dormir a gusto y hacer curvas y kilómetros. “Es un lugar estratégico para grupos que vienen de toda España y, sobre todo, de Francia y de otros países europeos; es el punto base desde el que realizan rutas por el Pirineo, las Bardenas, Loarre o para pasar al otro lado de la frontera”, comenta Carlos.
Para el resto de los clientes, la sensación de paz y de aislamiento del mundanal ruido es el principal aliciente, con el valor añadido de que alrededor hay mucho que ver o hacer. La frontera francesa está a poco más de 50 kilómetros, y la monumental ciudad de Jaca, a 35. A algunos menos se encuentra el Monasterio de San Juan de la Peña y todavía más cerca los impresionantes mallos de Riglos y de Agüero. En fin, patrimonio, cultura, gastronomía y naturaleza para dar y tomar en un entorno tranquilo en el que resulta difícil cruzarse con otros vehículos en la carretera.
En este lugar es donde Carlos Moliné se planteó hace ocho años desarrollarse profesionalmente como cocinero, teniendo en cuenta que no solo acoge a moteros. “Prácticamente el 70% de la clientela es gente normal, amigos, familias o parejas que vienen a disfrutar de todas las posibilidades que ofrecemos”. A la hora de alojarse son muchas y variadas: Mobilhomes, bungalows, zona de acampada clásica, albergue, habitaciones y caravanas customizadas con motivos moteros.
Desde su condición de cocinero inquieto, Carlos tenía claro que no quería centrarse tan solo en una propuesta de almuerzos y bocadillos, o en un menú del día para salir del paso. Hubiese sido lo fácil. “¿Por qué no se va a poder comer estupendamente en un camping en medio de la naturaleza?”. Esta pregunta le llevó a plantearse que, al menos, lo iba a intentar, y eso es lo que hizo tras llevar a cabo una primera reforma y afrontar la segunda recientemente.
Alrededor de estos cambios nació Red Wagon (Vagón rojo) -así es como se llama el restaurante-, que supone toda una invitación al deleite gastronómico en un entorno completamente remodelado, para disfrutar en el comedor con 42 plazas, en la terraza o en el porche. “Cuando empecé a trabajar en el camping no me atreví a hacerlo, pero una vez que asumí las riendas del negocio, di el paso y estoy muy contento porque la acogida está siendo muy buena”, confiesa. Para él, el verano ha sido una locura, pero la vida en el camping no se acaba tras la época estival. Hasta diciembre estará abierto de viernes a domingo ofreciendo servicios de comida y de cena en Red Wagon.
Su propuesta más llamativa e interesante es un menú degustación de seis pases (29 euros con bebida) que cambia completamente cada mes y medio. “Me gusta adaptarme a los productos de temporada, y a los clientes del entorno que repiten también les apetece probar cosas nuevas”, explica el jefe de cocina. En 30 o 40 kilómetros a la redonda del camping de Anzánigo no hay muchas alternativas de calidad donde elegir, “y ese hueco lo hemos cubierto”. Tanto, que conviene reservar con tiempo porque casi todos los fines de semana se llena.
En cualquier bar, cafetería, restaurante, taberna o gastrobar con un mínimo de inquietudes culinarias, la croqueta y la tortilla son el botón de muestra que marca el nivel del establecimiento. Si son buenas, difícilmente defraudará lo que venga luego. En la minuta no lo pone, pero el aperitivo siempre es una croqueta que suele ser diferente en cada servicio. La imaginación del cocinero manda. Durante la visita tocó una de carrillera y puré de melocotón asado. Espectacular.
Carlos Moliné mira mucho a los productos y a la despensa que tiene a su alrededor. Por supuesto, la sardina ahumada no es de la zona, pero sí todo el acompañamiento: las fresas del huerto con las que se prepara el salmorejo, la miel de una colmena cercana y el queso del Pirineo. Mucha armonía en esta curiosa combinación de ingredientes y sabores.
Los 29 euros del menú le condicionan bastante a la hora de incluir materias primas top, pero ahí está el mérito del buen cocinero, en sacarle partido a otras menos llamativas. Es el caso de la panceta a baja temperatura sobre babaganoush con salsa de su jugo infusionada con cítricos y huevas de caviar de arenque. Especialmente en esta receta, la vajilla artesanal de Alma Atades Cerámica aporta la mitad de su atractivo. La raciones son contundentes. Para moteros, podría pensarse. Nadie se levanta de la mesa con hambre.
También es llamativa la presentación del pescado con espaguetis de calabacín al ajillo en el fondo del plato y, sobre él, la lubina en su punto justo. La salsa de cítricos redondea el plato a la perfección. En el solomillo de cerdo se reproduce una curiosa sinfonía de colores y sabores: puré de ajo negro y apionabo, calabaza, naranja y cherrys asados, y mantequilla de vainilla con un toque de orégano. En fin, mucho trabajo de cocina detrás de cada receta.
El hueco para el semifrío de melocotón asado con cobertura de maracuyá y kit kat con fresas del huerto hay que dejarlo, sí o sí. Un colofón nada empalagoso, equilibrado, como prácticamente todo el menú por el que, insisto, hay que pagar 29 euros con el vino, el agua y el pan artesano incluidos.
Buena parte del secreto de esta propuesta seguramente reside en la cocina que Carlos Moliné diseñó: 75 metros cuadrados de instalaciones a su medida y a su gusto. “Es el corazón del camping, por donde pasa todo el mundo a desayunar, comer y cenar, y tenía claro que la comodidad y la amplitud eran irrenunciables”. En fin, que da mucho juego. Tanto, que este cocinero ya está pensando en sacarle más partido. “Lo próximo va a ser un menú más gastronómico enfocado al motociclismo”, confiesa. La carrera de motos más peligrosa del mundo en la isla de Man; algún plato de Urbino (Italia), el pueblo donde nació Valentino Rossi, que ya tiene controlado… Algo temático y divertido.
Dicho esto, Carlos Moliné todavía siente que tiene que consolidar este proyecto de motos y gastronomía. “Quiero evolucionar y seguir creciendo, pero con los pies en el suelo”. La belleza del entorno suma y supone un aliciente para el disfrute, pero al mismo tiempo hay detalles que, en apariencia, restan. Por ejemplo, el hecho de que la localidad más cercana, mínimamente poblada, esté a 45 minutos, y que para llegar haya que coger una carretera casi de montaña. Muchos pros y algunas contras, pero Carlos se queda con los primeros.
'MOTO CAMPING ANZÁNIGO'. Crta A-1205 km 30, 22830 Anzánigo, Huesca Teléfono: 974 34 80 40