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Tranquilidad enriquecida
Altafulla es ese sitio al que uno se dirige con intención de perderse en una playa inabarcable y, una vez allí, descubre que los encantos que existen donde termina la arena y empiezan las calles son el complemento perfecto para enriquecer la experiencia. Un baño adicional de tranquilidad y cultura.
El gran reclamo de este pueblo de la Costa Dorada son, por supuesto, sus arenales, en especial, la playa de Altafulla. Limpia y tranquila, tiene siempre una hilera de veleros varados sobre su arena que le da al conjunto regusto marinero y parece pedir a gritos ser el escenario de un anuncio veraniego de cerveza mediterránea. Pero saliendo de la playa, esta estampa bucólica puede teñirse de arte solo con dar un paseo por la Vila Closa, el antiguo recinto amurallado. Sus calles calmadas y en cuesta nos van conduciendo poco a poco hasta el castillo de Altafulla, cuya señorial silueta marca la imagen del pueblo. Fue reconstruido sobre unos planos del siglo XV y se encuentra en un excepcional estado de conservación. Aunque es de propiedad privada y no se puede visitar libremente, contemplar su fachada de fortaleza orgullosa es un pequeño placer para la vista. Algo que también puede decirse de otros rincones medievales de este casco viejo, como el pasaje de Santa Teresa o la iglesia parroquial de San Martín. Ya en las afuera, la visita a Altafulla puede enriquecerse de cultura aún más con la visita a la ermita de San Antonio, arte del XVII en medio en un tranquilo pinar, y, sobre todo, con el yacimiento de la villa dels Munts, lujo romano sibarita cuyos restos, 2.000 años después, aún nos siguen impresionando.