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La niña colombina
Moguer mira América desde hace más de 500 años. La historia, esencia y callejero de la población onubense no serían los mismos sin el descubrimiento de ese Nuevo Mundo que Europa desconocía. Su privilegiada ubicación a orillas del río Tinto la convirtió en puerto de importancia ¿Cuántos nevegantes, aventureros y frailes patearían sus calles y orarían en sus templos antes de zarpar a las desconocidas Indias? Y ¿cuántos volvieron? Desde luego, los que lo hicieron contribuyeron sobremanera a la prosperidad de la localidad. Se ve claramente en su Monasterio de Santa Clara, en su convento de San Francisco y en su esplendorosa iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Granada. Se podría apreciar también en su castillo, situado en la parte alta de la villa, símbolo del poderío de los almohades primero y del de los señores feudales después. Pero el terremoto de Lisboa de 1755 hizo estragos en muchos edificios de esta localidad. La ermita de Montemayor, reconstruida con posterioridad, es un buen ejemplo. Tampoco sería igual Moguer sin su genial Juan Ramón Jiménez. El poeta que en tantos capítulos de “Platero y yo” cantó al mar que se veía desde la ventana de su casa natal, a las calles, al Monturrio, a la torre de la iglesia, al mercado, al barrio marinero. Ese que en sus años infantiles seguramente recorrería las playas de Mazagón y se asombraría viendo volar las aves de las Lagunas de las Madres. El mismo que, dos años después de obtener el Premio Nobel de Literatura, moría en Puerto Rico llamando a su madre y a Moguer.