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Nunca está sola, quizá sea por eso por lo que se haya acostumbrado a las mil toallas de colores que todos los veranos tiñen su arena, dejándola invisible, incluso a esos cuerpos que saltan y chillan en su costa mientras se lanzan un pelota a través de la red de voley. A veces, incluso intenta charlar con sus visitantes que aunque no entienden el idioma del mar, juegan con sus olas mientras hacen surf o navegan con barquitos de vela sobre sus aguas. Ése es su mejor momento, ella les facilita los juegos haciendo danzar sus aguas tranquilas mientras disfrutan del cielo pintado de nubes y la vista de los espigones del antiguo puerto pesquero que la envuelven. Por las noches, cuando no hay tanta gente deja que se acerquen los artistas de la arena, que la engalanan con esculturas de islas perdidas y toda clase de fantasías que la playa Fragata les sugiere. Aunque por más que le guste su ajetreada vida, siempre la mira a ella. Se alza imponente a su izquierda vestida de blanco y piedra, situada en el paseo de la Ribera. También los visitantes sufren de ese amor. De esa visión en la que giran sus cabezas y dejan de observar el agua turquesa para mirar la iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla que aguarda el centro del caso histórico, y aunque impasible preside su mar y su paisaje desde hace muchos, muchos años. Y se convence de que por mucho que no quiera algo sí que debe sentir por ella.
Si lo que queremos es una playa urbana como esta, exiten en Sitges otras muchas en la zona centro como Anquines, Balmins, Barra, Cap de Grill o L`Stanyol.