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El medio de transporte más cautivador es el tren. Mejor dicho: el ferrocarril, que suena a más antiguo, más lento, más romántico. Debe ser porque parece milagroso que tan pesadas máquinas se deslicen sobre los raíles, empujando vagones repletos de viajeros, equipajes, sueños y mercancías. O tal vez fascine por su traqueteo hipnótico y estruendoso a un tiempo. Aunque quizás su magia resida en el aura de invento capaz de revolucionar el mundo. Por no mencionar su poder de trasladarnos hasta ambientes literarios y de cine cada vez que montamos en un tren de los de antes.
Sea por lo que sea, su atractivo es innegable y cualquiera siente un cosquilleo de nostalgia e inspiración al verlos. Así que no es extraño que abunden los museos ferroviarios por Europa y por todo el globo. Sin salir de España hay cuatro de primer nivel. Uno de ellos se encuentra en Azpeitia, en el corazón de Guipúzcoa. Es el Museo Vasco del Ferrocarril, especializado en los trenes de vía estrecha o “de vía métrica, la perfecta, sin decimales”, como reivindica con sorna el responsable del museo, Juanjo Olaizola.
Olaizola lleva al frente de esta instalación de Euskotren desde su inauguración en 1994 y, aún antes, fue uno de sus impulsores. Al fin y al cabo, no solo es un experto en materia e historia ferroviaria, es un apasionado de este mundillo, algo que se nota de inmediato al visitar el museo junto a él. Ahí, no solo ejerce de cicerone, la parte más divertida de su trabajo es vestir el mono manchado de hollín para comandar la locomotora de vapor con la que arrastra un vetusto tren cargado de turistas siempre sonrientes, da igual la edad que tengan.
“El recorrido del tren lo solemos hacer con las máquinas Aurrera o la Zugastieta, las dos fabricadas en el siglo XIX. Pero podríamos usar cualquiera de las locomotoras de vapor expuestas. Todas están recuperadas para contemplarse, pero, sobre todo, para que su maquinaria funcione y circule”, recalca con orgullo Juanjo.
A lo largo de los años él mismo se ha manchado las manos en su restauración y puesta a punto y, por supuesto, ha conducido todas las locomotoras, incluida la más antigua de la colección: “La Espinal, una máquina que salió en 1887 de los talleres de Newcastle que tenía Robert Stephenson. Este Stephenson era el hijo de George, el padre del ferrocarril”.
No obstante, esta joya no es la más antigua del Euskotren Museoa. “Mostramos un vagón de 1876, un coche de lujo en el que debió viajar el rey Alfonso XII. Es una preciosidad trabajada en madera”, va contando Olaizola sin parar de caminar y hablar durante el paseo entre locomotoras, vagones, tranvías o trolebuses.
El recorrido es en sí mismo un viaje con la imaginación. Hay una locomotora fabricada en Budapest en los años 20 y comprada por la Compañía de Ferrocarriles Vascongados. O se descubre la máquina a vapor E-205, familiarmente la Portugal, que funcionó por los trazados lusos, ni más ni menos que hasta 1986. También están las emblemáticas Alsthom que durante décadas circularon por la cornisa cantábrica gracias a las vías estrechas -perdón, métricas-. Es imposible no divagar y evocar los kilómetros y kilómetros que han hecho estos vehículos, así como los millones de gentes viajando de aquí para allá.
Igualmente se expone uno de los 2.000 vagones de carga que se movían por los más de 100 kilómetros de vías que había dentro de Altos Hornos de Vizcaya. A un paso se ve un tren con motor Rolls Royce o se conserva la locomotora eléctrica en funcionamiento más vieja de España. Es de 1925, de la marca berlinesa AEG, y se conocía como la tragaluces por su disparatado consumo. Y, por supuesto, se guardan los vagones que antaño transitaron a diario entre Zumarraga y Zumaia, la línea ferroviaria que tenía en Azpeitia su cuartel general.
El estrecho valle del Urola, durante mucho tiempo, fue el único de Guipúzcoa que no tenía conexión ferroviaria entre el interior y la costa. Sin embargo eso cambió cuando la diputación provincial decidió construir un moderno trazado que uniera el destacado nudo de comunicación que era Zumárraga con la localidad marítima de Zumaia.
A diferencia de otras líneas de la época, esta era de capital público y las autoridades no repararon en gastos. Así que el Ferrocarril del Urola, inaugurado en 1926, fue uno de los primeros electrificados de España. Y no fue el único destello de modernidad. También se levantaron elegantes estaciones a lo largo de los 35 kilómetros de la línea, cada una diferente a la anterior y con un rutilante estilo neovasco.
Un fabuloso ejemplo es la de Azpeitia, donde no solo se construyó la estación. La localidad se concibió como punto clave del itinerario electrificado en paralelo al cauce del Urola. También aquí se crearon unos amplios garajes con taller de reparaciones, un edificio de administración y el ámbito para la central eléctrica que abastecía de energía a la catenaria.
Todos esos edificios forman parte hoy del museo. De hecho, la amplitud de espacio y de posibilidades convenció a Euskotren para ubicarlo aquí. Se aprovecharon las cocheras cubiertas para alojar las grandes locomotoras y vagones, mientras que la central eléctrica acoge una exposición con los más variados enseres del mundo ferroviario, desde placas identificativas de compañías de medio mundo hasta relojes, uniformes o anclajes de traviesas.
Por otra parte, el inmueble que hay justo enfrente de la estación era el edificio administrativo, el cual se transformó en archivo y biblioteca especializada. Y respecto al taller de reparaciones, es otra de las maravillas del conjunto. Con un solo motor eléctrico se accionaban 16 máquinas distintas por medio de un laberinto de poleas, correas y embragues.
Está completamente restaurado, provoca un “¡oh!” de admiración en los visitantes cuando todo se pone en marcha. Algo similar ocurriría en 1926, cuando comenzó el Ferrocarril del Urola. Por entonces era una maravilla dotada de los últimos avances en la maquinaria herramienta. Sin embargo, jamás se invirtió ni una peseta en él con el paso de los años. “Ni en el taller, ni en toda la línea”, remacha Olaizola, “por eso lo que en su momento fue de una modernidad absoluta, acabó completamente obsoleto”. En definitiva, que en 1988 se clausuró este recorrido ferroviario para siempre. ¿Para siempre? No. Al menos parcialmente.
Es paradójico que una línea que nació con la modernidad de la electricidad, su mayor atractivo actual sea recorrerla a bordo de una antigualla como es un tren de vapor. En tiempos de smartphones, realidades virtuales y medios de transporte vertiginosos, lo que nos atrae es detener el tiempo y viajar al pasado. A la incomodidad de los asientos de madera y sin aire acondicionado, donde los pasajeros se refrescan subiendo las ventanillas, aun a riesgo de que entre el negro humo que lanza la chimenea de la locomotora conducida por Juanjo Olaizola.
Esta es la mayor atracción del Museo Vasco del Ferrocarril durante todos los fines de semana de primavera, verano y comienzos de otoño. Es la época de funcionamiento del tren de vapor que hace un corto trayecto entre la estación de Azpeitia y la vecina de Lasao. Apenas diez kilómetros entre ida y vuelta, pero se tarda casi una hora y el itinerario lo tiene todo para dejar encantado al pasaje.
Hay que atravesar un puente férreo sobre las aguas del Urola. También se entra en un túnel que provoca los gritos de sorpresa en los viajeros, en especial los más pequeños. En realidad para ellos la experiencia es una apasionante aventura. Han visto trenes así en la tele o en las tablets, pero ahora se montan en uno de verdad. Tan descomunal como ruidoso por su silbato, por el escándalo de provoca el rozamiento de las ruedas sobre los raíles o por los chirridos de los vagones en su constante vaivén.
Algo tan viejo es la novedad para ellos. No paran de lanzar preguntas a los padres, tíos y abuelos que les acompañan: “Pero, ¿entonces se echa carbón y se mueven las ruedas? ¿Por qué? ¿Por qué toca el silbato el conductor? ¿Por qué sale tanto humo? ¿Cuánto puede correr? ¿Cuántos años tiene?...”. Y cuando se llega a Lasao y se bajan al andén para ver la maniobra que tiene que hacer el maquinista para emprender el regreso, vuelven las preguntas: “Y, ¿por qué no podemos girar con vagones y todo? ¿La locomotora puede ir al revés? ¿Por qué tienen que ir dos personas en la máquina? ¿Y todo va enganchado con cadenas?...”.
Los adultos intentan responder al interrogatorio, pero sobre todo disfrutan de la experiencia. Como decíamos al principio, este tipo de trenes tiene un encanto especial que mezcla melancolía y las ganas de aventura. Se activan recuerdos familiares, así como fantasías leídas y vistas en la pantalla. Es como una especie de desconexión con el presente, y paradójicamente se consigue a un ritmo muy lento, sin estrés, a la ridícula pero edificante velocidad de un viejo tren de vapor.
MUSEO VASCO DEL FERROCARRIL - Julián Elortza Hiribidea, 8. Azpeitia, Gipúzcoa. Tel. 943 15 06 77.
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