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Son las 11 de la mañana. Los caballos ya están listos. Lucen bien maqueados, preparados para emprender la ruta que nos adentrará por la campiña cordobesa a ritmo de paseo, o para los más expertos, al trote o al galope. "A los animales los cuidamos igual que a las personas", cuenta Diego Martínez, fundador del proyecto 'Entre Toros y Caballos', que igual organiza una ruta a caballo para familias que una capea, que una comida campera, que un espectáculo ecuestre.
"Nos gusta adecentarlos, cepillarlos, preparar las guarniciones… Queremos que los caballos luzcan. Todo esto lleva su tiempo. No es sacarlos de la cuadra y montar, como piensa la gente", añade. Las guarniciones, explica, son todos los aparejos que llevan los caballos para tirar y, en este caso, son del taller artesanal de Joaquín Berral. Pero también hay que colocar la silla, las cabezadas (las riendas y todo lo que llevan en la cabeza...). En definitiva, "los arreos tradicionales del campo andaluz y de la zona del Valle del Guadalquivir", remata Diego.
La ruta discurre por el Bosque de las Pinedas, unos 13 kilómetros en marcha, primero por una pista semiasfaltada de arena, que se adentra después en un área de bosque mediterráneo plagado de encinas y alcornoques, alguno de ellos centenarios. Unas tres horas de duración (desde 50€ por persona) con salida del cámping de La Carlota, en un entorno con una larga tradición ecuestre y taurina al estar en el camino entre Córdoba y Sevilla. "Por toda esta zona hay grandes profesionales del mundo del caballo: criadores, domadores, caballistas...".
El grupo de profesionales que ultima los preparativos lleva años dedicado al mundo ecuestre, lo que aporta una gran seguridad a la hora de elegir una ruta a caballo con niños, adultos que no hayan montado nunca o que tengan, por qué no, algún tipo de minusvalía. También, por supuesto, para aquellos que montan habitualmente. Son caballos especialmente seleccionados por su carácter noble.
Es decir "caballos que no se asustan, que transmiten tranquilidad, de unos 14 o 15 años" resultado del método que emplea Diego para educarlos, inspirado en la doma natural de Monty Roberts (un reconocido entrenador estadounidense) o Lucy Reevs (una etóloga galesa también internacional) pero con aportaciones propias: comienzan con una fase inicial de doma natural (sin sometimiento), y van evolucionando hacia una fase posterior de doma vaquera, un poco más exigente, explica."De ahí que tengamos caballos muy equilibrados, preparados para todo", afirma sonriente mientras le coloca a Rociero II, su caballo, las cabezadas.
"Pensamos que teníamos que dar a conocer todo este mundo a la gente, fuera de grandes espectáculos, de fiestas y de romerías. Transmitir su esencia mas básica", continúa explicando mientras se monta. "¡Salimos ya!", avisa. Diego hace las funciones de monitor de un grupo de chicos de entre 11 y 15 años que tienen ya algunos conocimientos. "La edad perfecta para empezar a montar es a partir de los 5 años", matiza.
"Utilizamos caballos adaptados a cada persona, aunque en los grupos siempre hay miembros de la familia que prefieren acompañar a sus hijos montados en el coche de caballos. En esos casos, y como ocurre hoy, traemos las jardineras", cuenta Diego, "carros de estética antigua con suspensión trasera y todas las comodidades".
Comenzamos a andar, del carro tira Margarita, una mula que, según explica Antonio Torres -dueño del animal-, es la joya de la corona. "Lleva 15 días con nosotros y ya es uno más de la familia. Es tan noble que incluso mi hija de seis años es capaz de guiarla. Y eso para mí no tiene precio". El propietario, un incondicional de estos animales, nos va contando durante toda la ruta su historia:
"Mi abuelo era mulero. Por estos parajes aún se siguen utilizando mulos para las labores agrícolas. Son animales que ahora se están revalorizando mucho. Todo está volviendo al origen, a la tierra. Para los enganches se buscan los mejores artesanos. Aquí por ejemplo, se usa mucho cascabel".
Desde luego que el cascabeleo de Margarita no nos abandona hasta finalizar el trayecto. Pero es un soniquete encantador, que le sienta maravillosamente bien a los bardales plagados de jaramagos y de margaritas, a la brisilla fresca que corre esta mañana y al cielo azul cubierto por unas pocas nubes de terciopelo. El sol calienta, los chicos van a la cabeza de la comitiva con sus caballos y Diego va pendiente de que esta cabalgata (nunca mejor dicho) llegue a buen puerto. De vez en cuando les habla a los caballos, los saluda, los acaricia: "Hay que hablarles mucho. Los relaja", comenta.
La ruta se cruza con la Vía Verde de la Campiña y el entorno se vuelve una pintura de colores intensos que parece sacada de algún cuadro. Aún está coleando la temporada de liebres y vemos algunos ejemplares saltar entre la maleza. "¡Son enormes comparadas con los conejos!", comenta Álvaro, uno de los jinetes, a cuya vera ha pegado un brinco uno de estos seres orejudos. Cuando llevamos más de la mitad del recorrido, el cuerpo empieza a relajarse y a mirar de otra manera el paisaje. El traqueteo de los cascos de los caballos parece haber detenido el tiempo.
Antes de que nos demos cuenta, llegamos a las puertas de la Yeguada El Sol, con más de dos siglos de historia y vinculada a la familia de los aceites Carbonell. El mayoral, Antonio Gálvez, espera en la puerta. Es un tipo sonriente que lleva desde los 12 años dedicado a cruzar unos caballos con otros en busca del mejor prototipo. En el interior del recinto están en régimen de libertad y semilibertad unos 40 ejemplares de potros, yeguas y sementales. Conforme van creciendo, los potros pasan a los paddock para iniciar el proceso de doma en la cuadra.
Junto a una mimosa que desprende su aroma y colorea la mañana de amarillo, Antonio explica su día a día: “Mi gran satisfacción es ver nacer a los potros después de haber elegido a los sementales. Los crío con cariño durante tres años. Los veo crecer, se ponen grandes y luego, se venden. No los vendemos antes porque, como se dice en el argot, es un melón sin abrir”.
Durante la visita, muestran a grandes y pequeños las instalaciones del lugar. Entre relinchos conocemos a Wachuma, un caballo español de pura raza que sacan hasta el picadero para que podamos admirar el brío y el brillo de uno de sus mejores ejemplares. Con ellos también conviven otras razas: “Si podemos presumir de algo en esta yeguada es de tener algunos de los mejores caballos angloárabes, una raza de ascendencia francesa anterior a la pura raza española". Y añade: "A los primeros los marcamos con el hierro del sol, y a los segundos con el hierro del corazón”, explica. "Pero cada vez más clientes nos piden que no utilicemos los hierros en los ejemplares que van a comprar, así que ya solo marcamos a los que se quedarán aquí".
Terminada la visita, emprendemos el camino de vuelta. Alguien saca de algún sitio unas cervezas bien fresquitas para los mayores y unos refrescos para los niños y el trayecto se torna, si cabe, más agradable. El sol calienta ahora con más fuerza. Se oyen los pájaros, las risas de los niños, los cascos de los caballos… Un almendro florecido nos regala una última postal de esta jornada antes de llegar a puerto. Pareciera que llevamos toda la vida entre caballos.