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Miles de colores captan la atención de los niños, lo quieren tocar todo y no dejan de preguntar: "¿Y esto qué es?". Hoy la compra la hacen ellos. "¡Mamá, mamá! ¡Quiero un chupa chups!", dice mi hija con una capacidad innata para encontrar dulces en cualquier lugar. Y así arrancamos la experiencia.
Estamos en el Mercado Viejo de Ibiza, situado frente a la entrada amurallada de Dalt Vila, uno de los lugares más emblemáticos de la isla. Este fue durante muchos años el único mercado que había en la ciudad y todo el mundo pasaba por aquí. "Ahora con los grandes supermercados la gente ya casi no viene porque no tiene tiempo. En invierno, apenas sobrevivimos un par de puestos; en cambio, en verano, miles de turistas pasan por aquí y todo cambia, el mercado es mucho más colorido", dice Pepita Ramis que ha crecido viendo a su madre y a su abuela trabajar en este mismo puesto. Su hija, ahora detrás del mostrador, será quizás el próximo relevo.
Al lado de su puesto de frutas y verduras también se vende la famosa sal de la isla en sus miles de variantes: fina, gruesa, con flores, con especias y en chocolate. O el pan de higo típico de la isla. "Todos los productos que llevan la palabra 'Ibiza' son los que más compran los turistas", confiesa Pepita haciendo gala de una paciencia infinita mientras los niños quieren saber qué es eso o aquello y ella les explica no solo lo que es, sino también cuáles son sus beneficios para la salud.
Algunos productos llaman poderosamente su atención, quizás por su forma y color como las ñoras que cuelgan en el mostrador o el piramidal brécol romanescu; u otros, como el jengibre, seguramente por no estar acostumbrados a verlos en casa. El poder elegir les hace fijarse en todo y ser más conscientes de la gran variedad que supone este número infinito de posibilidades.
Reconocen los aguacates, las alcachofas o el melón, pero eligen las nueces, las pasas y las cebollas rojas. Rechazan lo que les dicen que es amargo, como la achicoria o la col. De repente, comprar se ha convertido en un juego y durante un rato se convierten hasta en tenderos que pesan en la báscula los productos que vamos añadiendo a nuestra cesta de la compra. Al cabo de un rato, hay que recordarles que hoy cenamos lo que ellos compren. Entonces se paran a pensar e incluyen tomates, frambuesas, peras y un par de mazorcas de maíz.
En este peculiar mercado también hay hueco para otro tipo de puestos. Como el de Miguel Ángel Guillén y Paco Alba, unos maestros artesanos de Ibiza que hacen su propia joyería y bisutería, y que desde hace años ocupan una esquina para promocionar sus productos. "Hay gente que viene al mercado y solo compra joyas", asegura entre risas Miguel Ángel mientras coloca su producto. "Hacemos una buena simbiosis que gusta mucho a la gente porque Ibiza es así, muy diferente. Y la gente cuando llega al Mercado Viejo no sabe qué se va a encontrar pero le gusta lo que se encuentra", añade.
Estos artesanos se dedican a viajar durante el invierno buscando las piedras para crear los collares y pulseras que exhiben en verano. Acaban de pasar tres meses en Roma, para envidia de aquellos mortales que tienen un puesto de trabajo de 9 de la mañana a 6 de la tarde, pero matizan que han estado trabajando. "Eso de que 'curras menos que un hippie en Ibiza' es mentira, nosotros trabajamos mucho", explica Paco haciendo gala de su sentido del humor.
La mayor parte de estos puestos resurgen al comienzo de la temporada, a partir de marzo, abril o mayo para mantenerse durante todo el verano. Ya en noviembre, solo se pueden encontrar un par, como el de Pepita, que se resisten a cerrar fuera de temporada.
Quien también nació y creció en este mercado es María Cardona, que nos recibe con una sonrisa en el Mercat Nou (el nuevo mercado de Ibiza) aunque, desde hace más de cien años, su familia ya atendía en el mercado antiguo. Ella empezó a trabajar en él con 9 años, cuando mataron a su padre durante la Guerra Civil y tuvo que ayudar a su madre en todo lo que podía. A pesar de las dificultades, recuerda su infancia con mucho cariño y visiblemente emocionada, y confirma que fue muy feliz: “No teníamos para caprichos pero comida, nunca nos faltó”.
“¿Y por qué se cambiaron al mercado nuevo?”, le pregunto mientras veo una foto de cuando ella tenía 19 años detrás del mostrador. “En el Mercado Antiguo, al estar al aire libre, hacía mucho frío en invierno y mucho calor en verano. Además, cuando teníamos melones y sandías, como pesaban mucho, no podíamos desmontar el mercado cada día y muchas noches mi madre se quedaba a dormir. Como ya estaba mayor, me convenció para hacer el cambio al Mercat Nou y aquí llevamos 40 años. Pero yo ya no trabajo, ahora mi hijo es el jefe”, cuenta María, que, a pesar de repetírnoslo en varias ocasiones, siempre la encontramos en el puesto con la misma sonrisa y buen humor. Ella elige las mejores cerezas y unos cuantos melocotones para los niños, que empiezan a comerlos de inmediato y les despide con un beso en la frente.
Pero la compra sigue y los pequeños no pueden evitar pararse en la carnicería para abrazar a un cerdito que de vez en cuando hace un oink, oink. En la pescadería se quedan embelesados con los carabineros y las gambas. Epifanio Martín, quien tenía su propia pescadería en el Mercado de San Antonio y ahora trabaja como empleado en los puestos 35 y 36, no duda en coger un cangrejo, envolverlo en una bolsa y regalárselo a mi hijo. “¿Está vivo?”, pregunta antes de cogerlo y ante la afirmación de Epi lo coge como si fuera un tesoro y dice: “Es mi nueva mascota”, con la misma ilusión que si le hubieran regalado un perrito. Horas más tarde en la playa ese cangrejo hermoso causará sensación entre los bañistas de Cala Bassa.
Salimos de nuestra mañana de mercadeo con una bolsa llena de productos imposibles. Esta noche cenaremos ensalada de tomate con pasas, nueces, cebolla roja, frambuesas y pera. Y de postre, pan de higo de la isla. Y el cangrejo... bueno, lo dejamos en la playa.