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Hace 12 años que el palentino Alberto Soto llegó a 'Cepa 21' (1 Sol Guía Repsol) con un reto muy claro: poner la cocina castellana a la altura de los vinos de Emilio Moro, propietario de la bodega. Desde entonces, el cocinero no ha parado de crear platos que fusionan el paisaje que le rodea con el vino y esos sabores tan tradicionales que le han acompañado desde que era un niño.
Le divierten los trampantojos, como los aperitivos que simulan fielmente las uvas, las hojas y los sarmientos de la viña, todo comestible; se atreve con un macaron francés, hecho de vino y relleno de crema de lechazo, y propone al comensal comer un salmorejo bicolor con la mano. Su ravioli de patata trufada es ya una institución en el restaurante. "Lo he versionado hasta 15 veces y aún hay clientes que cuando reservan, piden este plato". También triunfan los macarrones de soja con atún, sandía y salsa de ostras, y su huevo con carabinero.
En su carta no faltan carnes de la tierra como el cochinillo o el lechazo, pero versionados a su manera, con imaginación. Confitados ambos a baja temperatura durante 24 horas, son bocados tan tiernos que se deshacen al pincharlos con el tenedor. En pescados, le gusta incluir la trucha palentina en preparaciones como ceviches –influencia de su jefe de cocina peruano–, y la corvina salvaje a la vizcaína, con la que recupera la tomatada de su madre, una receta a la que siempre acude para muchos de sus fondos.
"'Cepa 21' no es un restaurante al uso donde solo se viene a comer", comenta Soto. Aquí puedes pasear entre los viñedos, visitar las salas de barricas de la bodega, participar en una cata, comer en el restaurante gastronómico y terminar la sobremesa tomando un cóctel en la terraza con vistas a las viñas. Es una experiencia redonda.
José Bocos y María Arévalo recuperaron hace 25 años un antiguo molino harinero del siglo XVI sobre el río Duratón para convertirlo en una casa de comidas donde el lechazo asado fuera el rey. Y lo consiguió. Hoy, son sus hijas Noemí y Emilia las que continúan su legado en el 'Molino de Palacios' (Seleccionado por Guía Repsol). Su enorme horno de leña hecho en adobe es lo primero que ves al cruzar la puerta, mientras el olor a lechazo activa tus papilas gustativas. La sensación de hambre llega de inmediato.
El restaurante siempre está lleno y un día de fin de semana puede servir más de 60 cuartos de lechazo, siempre bajo reserva previa. "Utilizamos cordero lechal de raza churra de la zona, el pequeñito, de unos 5,5 kilos. Solo le echamos agua y sal, nada de manteca, y lo asamos al horno durante tres horas y media sobre platos de barro", cuenta Noemí, la sumiller y jefa de sala, mientras su hermana, la cocinera, saca con una gran pala de madera una tarta de queso casera que también hacen al horno durante varias horas. Después la sirven con un pudin de maracuyá.
Uno de sus salones ocupa una antigua bóveda de cañón de sillería, que servía como cuadra para los animales. Desde fuera no es visible, porque está bajo el nivel de la calle, justo debajo de la carretera. El segundo comedor se extiende paralelo a las muelas del viejo molino y es posible ver el agua del río correr por debajo. "Conservamos las ruedas con las que se molía antiguamente: hay tres visibles y otra bajo el horno. Toda la estructura del restaurante, sus vigas y sus muros de piedra, son originales", resalta. El tercer salón, en el piso superior, ocupa el antiguo granero y ofrece unas bonitas vistas del entorno natural.
El lechazo asado lo sirven siempre con ensalada y una torta de pan con aceite que prepara el marido de Noemí. La carta también propone platos castellanos muy tradicionales: morcilla, croquetas caseras, escabechados hechos con vinagre de vino tinto que ellos mismos elaboran, guisos y arroces de caza menor, y mucho producto de huerta, siempre de temporada. "Las alcachofas las confitamos y luego las embotamos para tenerlas todo el año. Las cortamos en láminas finas y las marcamos a la plancha. Servidas con huevo y un crujiente de jamón son un plato ideal para ir abriendo boca mientras llega la carne", sugiere Noemí.
En cuanto a vinos, la sumiller no duda en ofrecer un tinto de crianza de la Ribera del Duero, como un Pinna Fidelis, un Protos o un Convento San Francisco, todos de Peñafiel. Y para el café y la sobremesa, la castellana propone tomarlo fuera, en la terraza informal que hay en la pequeña isla delimitada por el cauce del río, donde los patos corretean a su antojo. "Si el calor aprieta, hay clientes que incluso meten las mesas en el río para estar más frescos", comenta entre risas.
No todos los días se pueden probar cuatro añadas diferentes de Château d'Yquem, un Barolo del 75, un champán de Gosset del 71 o un vermú embotellado en los años 30. "En 'Ambivium' enseñamos a qué sabe el tiempo democratizando el vino", cuenta Guillermo Cruz, sumiller y director de este restaurante que desde 2017 alberga la Bodega 'Pago de Carraovejas'.
Unas privilegiadas vistas sobre el castillo de Peñafiel rodeado de viñedos son la primera excusa para acercarse hasta este restaurante situado a las afueras del pueblo. La segunda es su cocina: la madrileña Marina de la Hoz propone dos menús degustación de 16 y 24 pases, en los que es posible devorar el paisaje de la Ribera del Duero en formato sólido y líquido. Aquí puedes comerte desde una ostra con crujiente de lechazo a una colmenilla rellena de foie, salsa nebbiolo y tomillo limón, o un trozo recién cortado de un panal de miel de San Llorente sobre un crumble de mantequilla.
"Todos nuestros platos tienen una historia", explica Guillermo. Algunos hablan de la relación del rey Luis XV con su amante madame de Pompadour, otros viajan a los tabancos de Jerez y San Lúcar en los años 30, donde era típico acompañar el vermú con un matrimonio de boquerón, anchoa, manzana y encurtidos; mientras otros merodean por regiones como Piamonte o Santorini en busca de una cultura vinícola que vuelcan sobre la copa y el plato. Los vinos tienen tanta importancia en la experiencia como la cocina en sí misma. Incluso a veces más. Hay pases que van acompados de una secuencia de hasta cuatro vinos", comenta el sumiller. Su carta de vinos cuenta con 1.300 referencias, aunque para diciembre planean crear un nuevo espacio y llegar hasta 2.500.
De Italia traen un tartar de buey autóctono con queso azul de vaca afinado en el Piamonte y trufa de verano. De Grecia, sorprenden con una hoja de viña encurtida sobre la que colocan un trozo de trucha con sus huevas. "Nos ha costado tres meses hacer que la hoja de viña sea comestible", confiesa Guillermo, que tiene un equipo de I+D volcado en nuevas creaciones.
"En la isla de Santorini es habitual comer las hojas de los viñedos en una ensalada de tomate, aceitunas kalamata y queso, aunque no son iguales que las españolas, que tienen una textura más compleja para el paladar". La trucha se presenta enrollada, igual que las viñas griegas que adoptan esa forma para protegerse de los vientos. En copa, sirven un Barbaresco de Gaia de 2013 y un Barolo de Gaia del 95.
Además del restaurante, 'Ambivium' cuenta con una barra gastronómica donde poder tomarte una copa de vino antes de la comida o uno de sus muchos cócteles en la sobremesa, desde un negroni a un Tom Collins o un Indian daiquiri. "Y en breve, también serviremos miniplatos del menú degustación en barra", revela Guillermo.
Un pasillo geométrico y abovedado, casi hipnotizante, te introduce de lleno en la atmósfera del 'Taller Arzuaga', un ambiente muy distinto al hotel y al restaurante tradicional que dejas atrás y con los que comparte apellido. Este nuevo espacio gastronómico, puesto en marcha hace dos años por la diseñadora Amaya Arzuaga, recurre a la buena mano del chef peruano Víctor Gutiérrez (2 Soles Repsol y una estrella Michelin) para crear dos menús gastronómicos que elevan la cocina castellana a la alta cocina. Y todo con unas vistas preciosas sobre los viñedos de la finca.
Su cocina vista permite ver cómo preparan platos como el Oro líquido, un entrante con varias elaboraciones que invita a un juego en el que hay que poner los cinco sentidos y donde dan protagonismo al aceite arbequina. Trabajan con pescados y mariscos como el cangrejo de caparazón blando, con el que hacen un arroz; el salmonete, que sirven con sus espinas y al pilpil; o la corvina, que presentan en ceviche. Entre sus carnes destacan aves, como el pichón de Bresse o la paloma; y por supuesto el cochinillo, que desfila en tres bocados: oreja con caviar, crujiente de cochinillo y presa ibérica. Su carta de vinos la forman 450 referencias, entre las que destaca un vino ecológico que acaba de sacar la propia bodega: Laderas del norte, y que además tiene su propio postre en el menú, emulando los colores y texturas de la época de vendimia.
Los toques más internacionales los encontramos en las tapas del gastrobar, un espacio algo más informal con vistas a la sala de embotellamiento de la bodega, donde pedir varios platos sin regirse al orden de un menú degustación. Los nigiris de ventresca de atún rojo o los de ternera morucha te hacen viajar entre Tokio, Cádiz y Salamanca. La causa limeña te lleva directamente a Perú, mientras el rissotto de boletus, elaborado con trompetas de la muerte, trufa de verano y muslitos de codorniz, es un claro guiño a Italia. Mochis rellenos de pato confitado, gyozas rellenas de pollo de corral con un ligero curri en la base, changurro con ají y toques cítricos o el crujiente bocado de hoisin y pato completan su carta de tapas gastronómicas.
El restaurante de este hotel boutique a orillas del Duero es otra buena opción para comer o cenar sin desviarnos de la N-122. 'Fuente Aceña' (1 Sol Guía Repsol) ocupa el antiguo molino harinero de Quintanilla de Onésimo y sus dos salones ofrecen una atmósfera cálida y acogedora en un entorno cuyo silencio solo se atreve a romper el caudal del río.
Pedro de Rodrigo, el cocinero, lleva tras los fogones de este restaurante casi desde su apertura, en 2002. Lo mismo que Azucena Casas, directora del hotel. "Nuestra cocina es tradicional, se basa en el producto de la zona, pero elaborado de otra manera. Nos gusta que la gente sepa lo que está comiendo", cuenta la palentina. Entre los platos que más éxito tienen una lasaña de morcilla de Burgos elaborada con pasta fresca y tinta de calamar, base de pimiento verde, espárrago y pimiento de padrón; la hamburguesa de lechazo con queso tostado y salsa de mostaza; la parrillada de pulpo con puerro al aceite de ajo arriero o el foie casero con chutney de mango.
El plato imbatible de la carta del restaurante es el cochinillo confitado con manzana asada, una carne tierna hecha a baja temperatura y cuya piel se pasa por la plancha para que quede crujiente. Entre los pescados destacan los tacos de bacalao con crema suave de ajo, migas del pastor y guiso de manitas de cerdo con espuma de piel de limón. Y para el postre, proponen un plato ligero y refrescante: macedonia de calabaza, kiwi, sandía y pepino regada con una infusión de flor de hibisco y un sorbete de zanahoria.
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